sábado, 5 de enero de 2019

El patio de mi escuela

Este cuento lo escribí hace más de veinte años, siempre fue uno de mis favoritos. Os lo presto.


La tuve frente a mí, en el mismo patio de la escuela en que un día ligeramente desafiante
me retó a que trepara a lo alto del níspero que dominaba el tiempo.

La miré fanfarrón fijándome en sus sucias rodillas, en el vestido roto por algún que otro lado
y en el lazo del pelo que más que recogerle le sujetaba hebras de cabello castaño.
Me retó con un gesto que me supo a sonrisa, que me dijo hacia dentro que no la provocara, después de todo solo éramos dos chicuelos que tirábamos piedras frente a la misma tapia.

Le dije marimacho, la llamé estupideces que aquellos años mozos provocaban heridas a veces muy profundas. Le dije tontorrona, le indiqué con el puño donde le pegaría, mientras lamentaba en el fondo de mí y por momentos, que aquella, mi mejor compañera de juegos se me hubiera puesto en entredicho y desafiara mi capacidad de jefe de la panda.

Sostuve su mirada con un pellizco adentro, entendiendo a mi padre cuando me decía que yo tenía alma de poeta, me dolió que en la lucha que se hacía inevitable yo perdiera con ella una relación tan querida.

Después de todo, había sido la chica más valiente de mi banda, la única por cierto. La que daba patadas al balón con gesto más certero, la que atinaba a las ranas más inquietas del estanque, la que mejor y más lejos escupía, la que arrancaba más mechones de pelos a los niños de otras bandas y  seguía mis ordenes sin entrar en conflictos.

Me dolió que la tuviera enfrente, la quería a mi lado como había sido siempre, pero aquella mañana se había roto el embrujo y de pronto se me puso en alguna otra parte.
Me mordía la rabia que admiré en su mirada, el gesto que supuso la piedra entre sus dedos, el ansia con que agarraba el roído vestido, destrozado de tantas caminatas, tantas ramas de higuera y tantos mañanas de juegos incansables.

Me podía enfrentarme a lo que no entendía. Sólo sabía que hasta ahora había sido mi amiga, mi compañera de juegos, confidente y capitana. Por eso el gesto rebelde que le subió a los ojos me procuró un temor extraño que me inundó a su vez de rabia y desconsuelo.

Todos los de la panda nos miraban muy tensos, los chicos inocentes no entendían la magnitud de su gesto, el tambaleo de posiciones que por dentro me atravesaba. Las chicas apiñadas a un lado de aquel patio, con sus vestidos limpios y sus trenzas perfectas, sonreían victoriosas de verla en aquel trance.

Quedamos frente a frente. La vi abrir las piernas doblando ligeramente las rodillas, en aquel gesto que mil veces habíamos practicado, afianzando el cuerpo y buscando un equilibrio que le diera mas fuerza. Los dedos blanquecinos de apretar esa piedra en su mano morena de roídas uñas.

Los gritos de los chicos se hicieron más latentes. De pronto en aquel patio se me quedó ella sola, sola contra todos, contra todo, contra su pequeño mundo, su gente. Sola contra las niñas de la escuela que nunca la entendieron. Sola contra nosotros que fuimos sus amigos, sola contra su cuerpo que crecía y se le hacía tan extraño. Sola contra el maestro que siempre la retaba por ser tan diferente.

Sola contra mí, que era lo que más dolía, contra mí, y de pronto con su actitud me colocó frente a los otros, tambaleó mi posición de jefe de la panda, la de niño bravucón que tiene mil respuestas en aquel pueblecito colgado en la montaña.

Hasta ahora se había ganado nuestro aprecio porque siempre llegaba más lejos, más alto, más fuerte, su gesto era el más valiente y él más justo. Y de pronto sin saber como se nos había colocado en la misma posición que venía teniendo desde que naciera, enfrente, por querer ser diferente, por reivindicar ser ella, con su lazo en el pelo y subida en la higuera, niña, fuerte y valiente.

Me levantó la mano con la piedra, los demás jalearon para que la atacara. Estaba tan cerca que podía escuchar su corazón latiendo desbocado, su respiración fuerte y confusa, el rumor de su pensamiento a la carrera, nunca había agredido por agredir y yo sabía muy bien que ahora tampoco lo haría.

Hubiera querido tenderle la mano, hacerle más fácil el camino, echarme en sus brazos, pedirle que viniera conmigo a sentarse en la tapia del huerto (lugar preferido para mil confidencias) mientras esperábamos para hacernos con los primeros frutos... hubiera querido cualquier cosa, pero solo tenia diez años y demasiada confusión en las ideas.

Por eso me alegré y me retuve cuando se dio la vuelta, cuando salió del patio con la cabeza gacha y la piedra se deslizó de sus manos como un chorro de agua cenicienta.

La perdí mucho antes de que cruzara el patio y saliera a la plaza, la perdimos, sin saberlo, mientras chicos y chicas reían victoriosos de haber ganado a lo distinto.

Nunca volvió a sentarse en nuestros bancos, no se subió más a aquella hermosa higuera, se desplazó en la clase hasta hacerse invisible con su dolor a dentro.

La sentía tan lejos que a veces me daba miedo observarla.

La busqué por los campos que solíamos pasarnos, la esperé tirando perdigones en la charca a las ranas, la invité, sin hablarle, a coger pajarillos con cepos junto al río, la busqué en las aguas profundas de la charca en verano. Nunca estaba, y si estaba volaba cuando alguien se acercaba.

Dice mi madre que cambié en esos días, que me hice grande de repente y que se me quedó en el alma como una mirada triste de persona mayor.

Lamenté siempre no haber tenido el coraje para haberla apoyado, para haberla animado en su duro camino.

Pero ya se sabe, diez años no son muchos cuando se trata de enfrentarse a tanto tiempo y tanta historia pasada.

Teresa Flores 

4 comentarios:

  1. Niña!! Que pluma tienes para describir momentos! Joder que torrente de pasión le pones!!

    Me ha encantado,...seguro que tu serías una niña de armas tomar!

    salud!

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  2. Era un rabo de lagartija, como me definieron en casa desde que era un piojo.

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  3. Hermoso.desde Uruguay pido permiso para compartir con mis alumnos

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  4. Por supuesto, estaré encantada con que lo compartas.

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