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domingo, 27 de octubre de 2024

Espacio y corazón

 


No quedó constancia por escrito de cómo se fueron desarrollando  los hechos, habida cuenta que llegó un momento que la Hermana Escribana se percató de que plasmar en papel lo que acontecía en aquel lugar podía llegar a ser  comprometido.

El Convento de Clausura de Santa Carmelita del Penúltimo Suspiro era, a finales de los años 90, una congregación lo suficientemente importante y conocida, como para preocupar al arzobispado por su situación. La falta de vocaciones había convertido aquella Santa Casa en un lugar fantasmal donde mal vivían media docena de ineficaces monjas achacosas, menuditas y nonagenarias.

Pertenecientes  a la orden de las Carmelitas Descalzas, con  voto de castidad y silencio, ocupaban un amplio palacio del siglo XVII situado en el Cerrillo de Maracena. Rodeado de una amplia extensión de terreno poblado de hermosos frutales, se ocupaban, otrora, de un provechoso huerto así como de animalitos diversos, que no solo permitía  autoabastecer a las más de trescientas monjas, como sostener aquella casa, su Iglesia y sus cada vez más decrépitas paredes.

No fue extraño que, con el comienzo del siglo el Arzobispado, seriamente preocupado por la coyuntura, enviara novicias jóvenes a ocupar aquellas plazas. Eran casi unas chiquillas provenientes de diferentes partes del mundo, cuyo  único punto en común era  haber escapado del hambre y de la miseria  “convencidas” de que Servir al Señor podía ser lo que les salvara la vida.

Que se mantuviera el Régimen de Silencio como  principio sagrado de la Comunidad les facilitó la acogida.  Senegalesas, malienses, filipinas, chilenas o serbocroatas,  eran conducidas ante la Madre Superiora que les hacía besar su crucifijo, las bendecía,  les entregaba una hoja  con una serie de leyes, claramente ilustradas con pictogramas sobre las normas de la Comunidad y, convencida de que Dios iluminaría el siguiente paso, las enviaba a sus celdas.

Poco a poco, en el silencio de las tareas cotidianas y unos ritos, de tan repetitivos relajantes, la marcha en el Convento empezó a adquirir forma.

No tardó ni un año en ser nombrada la hermana Margarita, de origen coreano, como nueva madre abadesa; 35 años, fuerte, alegre y llena de vitalidad, promovió tal cambio que  en pocos meses se remozaron los estucos, se arreglaron las tejas,  se cepillaron los bancos del refectorio y de la iglesia, se pintaron la paredes y se enjalbegaron las fachadas.

Aquella media docena de jóvenes novicias, bien alimentadas y protegidas, se anticipaban a cualquier gesto de la madre Margarita, que subiendo una ceja o  alzando la mano, indicaba sin indicar, a donde había que acudir y cual era la tarea pendiente.

 La Comunidad variopinta y colorida floreció como una madreselva en primavera.

La Hermana Jardinera consiguió una variedad híbrida de arbusto tropical que, con sus sabias manos y sus tiernos bisbiseos, creció sin desmán por los rincones, antes yermos, que rodeaban el huerto. A raíz de aquellas plantas palmeadas y rabiosamente verdes, no era extraño que al llegar la noche, el claustro se viera enardecido por un aroma dulzón y agradable que dejaba a las monjitas en un arrebato  permanente, que les permitía dormir sin pesadillas y levantase a maitines con alas en los pies y una energía encomiable.

Poco a poco las habitaciones se fueron ocupando por novicias menudas y ágiles venidas de otros rincones del mundo. El Convento entero hervía de ebullición y de alegría contenida. Había tanto que ofrecer a las demás y tantas heridas de las que recuperarse...

Hasta el padre Juan, el confesor, decidió que, ante la poca faena que le daban aquellas buenas mujeres, lo más coherente era remangarse la sotana y compartir en cuerpo y alma la vida y las tareas de la Comunidad.

En breve se puso en marcha el Economato y la Madre Abadesa se encargó personalmente del torno, donde se vendían huevos criados, no con gallinas alegres sino extasiadas, frutos y verduras de los huertos tan sabrosos que parecían regadas con agua bendita y a las que los vecinos, que se surtían de aquel vergel, les achacaban propiedades milagrosas.

Únicamente tenía derecho a salir de aquel reducto, Asunción, la Hermana Recadera, que con sus 86 años poseía una mente inteligente y curiosa. Al haber ingresado en las Carmelitas en su senectud, no se vio sujeta al voto de silencio, por lo que se ocupaba de las compras necesarias para la buena marcha del Convento. La pobre, arrastrando una seria escoliosis, caminaba tan agachada que parecía buscar moneditas del suelo por las calles de Granada mientras se ocupaba, entre otras cosas, en comprar lanas para las labores o seda para los bordados.

Poco a poco el arzobispado fue dejando a su suerte a aquella Comunidad de monjas hacendosas y autónomas que no daban la lata, nada reclamaban y hasta aportaban sabrosos productos del huerto o mágicas infusiones caseras para las migrañas del obispo.

Y así fue como siguieron aparecieron en la puerta mujeres maltratadas, criaturas  abandonadas a su suerte, emigrantes o refugiadas. Nadie preguntó nada y se fueron abriendo más y más celdas, reconvirtiendo salas abandonadas en dormitorios, desempolvando ollas y cacerolas, conscientes del lema que dignificaba las paredes del Convento: “Dios tiene espacio y corazón suficiente para acoger a quienes lo necesitan”.

Nadie se extrañó tampoco cuando apareció el primer bebé en el torno, no importaba si venía de dentro o de fuera de la casa. El silencio tiene eso cuando se respeta. Después fueron llegando niños abandonados o perdidos que se hicieron al silencio, a los juegos sin ruido y a las risas sofocadas, acostumbrados como venían de pasar la vida bajo situaciones inimaginables.

Más tarde entraron jóvenes, y no tan jóvenes, de cuerpos andróginos, que también recibieron la misma acogida; una sonrisa, una manta, un catre, una cuchara, un plato de lata, una túnica y una tarea diaria de la que ocuparse.

Y por las noches, en el refectorio, después de un plato de sopa caliente, un tazón de leche y un trozo de bizcocho de las semillas que la Hermana Jardinera cultivaba con tanto arte, la gran casa comenzaba a llenarse de cantos  sofocados  y muchas, muchas silenciosas risas.

Teresa Flores

2 comentarios:

  1. Es que me emocionas, me emociona leer tu descripción de este convento que vistamos tantas mañanas o tardes con nuestra madre, a donde llevábamos mazapanes para las monjitas y ellas nos regalaban ramos de rosas de su jardín, bolsas de limones y primorosos tapetes de fino hilo de algodón hechos con todo el tiempo del mundo.
    Yo tengo las fotos. Soy testigo o testiga. Si quieres te las mando para ilustrar este hermoso cuento.

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    1. Será perfecta una de esas fotos, seguro que mejorarán la historia.

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