No quedó constancia por escrito de cómo se fueron desarrollando los hechos, habida cuenta que llegó un momento que la Hermana Escribana se percató de que plasmar en papel lo que acontecía en aquel lugar podía llegar a ser comprometido.
El Convento de Clausura de
Santa Carmelita del Penúltimo Suspiro era, a finales de los años 90, una congregación
lo suficientemente importante y conocida, como para preocupar al arzobispado
por su situación. La falta de vocaciones había convertido aquella Santa Casa en
un lugar fantasmal donde mal vivían media docena de ineficaces monjas
achacosas, menuditas y nonagenarias.
Pertenecientes a la orden de las Carmelitas Descalzas,
con voto de castidad y silencio,
ocupaban un amplio palacio del siglo XVII situado en el Cerrillo de Maracena.
Rodeado de una amplia extensión de terreno poblado de hermosos frutales, se
ocupaban, otrora, de un provechoso huerto así como de animalitos diversos, que
no solo permitía autoabastecer a las más
de trescientas monjas, como sostener aquella casa, su Iglesia y sus cada vez
más decrépitas paredes.
No fue extraño que, con el
comienzo del siglo el Arzobispado, seriamente preocupado por la coyuntura,
enviara novicias jóvenes a ocupar aquellas plazas. Eran casi unas chiquillas
provenientes de diferentes partes del mundo, cuyo único punto en común era haber escapado del hambre y de la
miseria “convencidas” de que Servir al
Señor podía ser lo que les salvara la vida.
Que se mantuviera el Régimen
de Silencio como principio sagrado de la
Comunidad les facilitó la acogida.
Senegalesas, malienses, filipinas, chilenas o serbocroatas, eran conducidas ante la Madre Superiora que
les hacía besar su crucifijo, las bendecía,
les entregaba una hoja con una
serie de leyes, claramente ilustradas con pictogramas sobre las normas de la
Comunidad y, convencida de que Dios iluminaría el siguiente paso, las enviaba a
sus celdas.
Poco a poco, en el silencio
de las tareas cotidianas y unos ritos, de tan repetitivos relajantes, la marcha
en el Convento empezó a adquirir forma.
No tardó ni un año en ser
nombrada la hermana Margarita, de origen coreano, como nueva madre abadesa; 35
años, fuerte, alegre y llena de vitalidad, promovió tal cambio que en pocos meses se remozaron los estucos, se
arreglaron las tejas, se cepillaron los
bancos del refectorio y de la iglesia, se pintaron la paredes y se enjalbegaron
las fachadas.
Aquella media docena de
jóvenes novicias, bien alimentadas y protegidas, se anticipaban a cualquier
gesto de la madre Margarita, que subiendo una ceja o alzando la mano, indicaba sin indicar, a
donde había que acudir y cual era la tarea pendiente.
La Comunidad variopinta y colorida floreció
como una madreselva en primavera.
La Hermana Jardinera
consiguió una variedad híbrida de arbusto tropical que, con sus sabias manos y
sus tiernos bisbiseos, creció sin desmán por los rincones, antes yermos, que
rodeaban el huerto. A raíz de aquellas plantas palmeadas y rabiosamente verdes,
no era extraño que al llegar la noche, el claustro se viera enardecido por un
aroma dulzón y agradable que dejaba a las monjitas en un arrebato permanente, que les permitía dormir sin
pesadillas y levantase a maitines con alas en los pies y una energía
encomiable.
Poco a poco las habitaciones
se fueron ocupando por novicias menudas y ágiles venidas de otros rincones del
mundo. El Convento entero hervía de ebullición y de alegría contenida. Había
tanto que ofrecer a las demás y tantas heridas de las que recuperarse...
Hasta el padre Juan, el
confesor, decidió que, ante la poca faena que le daban aquellas buenas mujeres,
lo más coherente era remangarse la sotana y compartir en cuerpo y alma la vida
y las tareas de la Comunidad.
En breve se puso en marcha el
Economato y la Madre Abadesa se encargó personalmente del torno, donde se
vendían huevos criados, no con gallinas alegres sino extasiadas, frutos y
verduras de los huertos tan sabrosos que parecían regadas con agua bendita y a
las que los vecinos, que se surtían de aquel vergel, les achacaban propiedades
milagrosas.
Únicamente tenía derecho a
salir de aquel reducto, Asunción, la Hermana Recadera, que con sus 86 años
poseía una mente inteligente y curiosa. Al haber ingresado en las Carmelitas en
su senectud, no se vio sujeta al voto de silencio, por lo que se ocupaba de las
compras necesarias para la buena marcha del Convento. La pobre, arrastrando una
seria escoliosis, caminaba tan agachada que parecía buscar moneditas del suelo
por las calles de Granada mientras se ocupaba, entre otras cosas, en comprar
lanas para las labores o seda para los bordados.
Poco a poco el arzobispado
fue dejando a su suerte a aquella Comunidad de monjas hacendosas y autónomas
que no daban la lata, nada reclamaban y hasta aportaban sabrosos productos del
huerto o mágicas infusiones caseras para las migrañas del obispo.
Y así fue como siguieron
aparecieron en la puerta mujeres maltratadas, criaturas abandonadas a su suerte, emigrantes o
refugiadas. Nadie preguntó nada y se fueron abriendo más y más celdas,
reconvirtiendo salas abandonadas en dormitorios, desempolvando ollas y
cacerolas, conscientes del lema que dignificaba las paredes del Convento: “Dios
tiene espacio y corazón suficiente para acoger a quienes lo necesitan”.
Nadie se extrañó tampoco
cuando apareció el primer bebé en el torno, no importaba si venía de dentro o
de fuera de la casa. El silencio tiene eso cuando se respeta. Después fueron
llegando niños abandonados o perdidos que se hicieron al silencio, a los juegos
sin ruido y a las risas sofocadas, acostumbrados como venían de pasar la vida
bajo situaciones inimaginables.
Más tarde entraron jóvenes, y
no tan jóvenes, de cuerpos andróginos, que también recibieron la misma acogida;
una sonrisa, una manta, un catre, una cuchara, un plato de lata, una túnica y
una tarea diaria de la que ocuparse.
Y por las noches, en el
refectorio, después de un plato de sopa caliente, un tazón de leche y un trozo
de bizcocho de las semillas que la Hermana Jardinera cultivaba con tanto arte,
la gran casa comenzaba a llenarse de cantos
sofocados y muchas, muchas
silenciosas risas.
Teresa Flores
Es que me emocionas, me emociona leer tu descripción de este convento que vistamos tantas mañanas o tardes con nuestra madre, a donde llevábamos mazapanes para las monjitas y ellas nos regalaban ramos de rosas de su jardín, bolsas de limones y primorosos tapetes de fino hilo de algodón hechos con todo el tiempo del mundo.
ResponderEliminarYo tengo las fotos. Soy testigo o testiga. Si quieres te las mando para ilustrar este hermoso cuento.
Será perfecta una de esas fotos, seguro que mejorarán la historia.
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