Mis pinitos con la acuarela |
Todas las tardes
después de merendar una taza de chocolate con picatostes que nos servía la tata
en la cocina, salíamos mi hermana y yo para recibir clases extras. A veces nos cambiábamos el horroroso uniforme
escolar y nos poníamos nuestros trajes de paseo. Normalmente era mamá la que
nos acompañaba, otras, alguna de las innumerables muchachas que se ocuparon de
nosotras a lo largo de nuestra vida.
Yo, por la calle, iba
mirándolo todo, como si lo viera por primera vez, y cuando me paraba en un
escaparate me arrastraban entre las dos y alegaban que siempre íbamos con la
hora atrasada y que una señorita jamás llegaba tarde a sus compromisos.
Mi segundo placer sucedía
cuando me dejaban sola en la academia de pintura y empezaban a llegar las
chicas con las que estudiaba. Como solía ser antes de hora, todavía me quedaban
unos minutos en que me entretenía en mil y unas confidencias con Aurora, mi
amiga preferida, y con Luciana. Era consciente de que ninguna de las dos
hubieran sido del gusto de mi madre, ya que eran, digamos, “de otra clase”. Las dos, mayores que yo,
divertidas y “chispeantes” como las hubiera definido el abuelo, siempre tenían
mil y un asuntos que contarme de sus novios,
cosas que para mis 16 años me resultaban bastante misteriosas y lejanas.
Mientras llegaba el
señor Tarsici preparábamos el estudio, limpiábamos los pinceles, echábamos un ojo a los cuadros de las compañeras ausentes,
levantando una esquina del lienzo que cubría sus cuadros y seguíamos riéndonos
como locas de cualquier tontería, sabiendo que una vez que el maestro llegara con su paso
patizambo, su melena leonina y su voz grave, nuestra diversión se habría
terminado. Durante la clase imponía una férrea disciplina y solo nuestras
miradas cruzadas y las risitas que nos dirigíamos a sus espaldas, eran las que permitían
que yo siguiera regresando a aquel lugar.
Tenía claro, que
nunca sería pintora, que no me iba aquello, que además no tenía ni la más
mínima habilidad.
Mientras estuvimos
entretenidas el primer trimestre con el carboncillo, las líneas, los trazos y
más tarde el pastel, las cosas se fueron sobrellevando, me distraía, me gustaba
que saliera algo positivo de esas “manazas” que ya desde pequeña me habían sido
adjudicadas por mi madre y demás mujeres de mi familia, pero el arte del señor
Tarsici suplió mi inexperiencia y lo pasé bastante bien, tanto, como para
llegar a creerme que algún día podría llegar a ser una gran artista.
Ahora las cosas
habían cambiado, nos habíamos metido de lleno en el “óleo” y de la noche a la
mañana aquello se había convertido en una tortura. Durante dos semanas sufrí
todos los improperios que el maestro quiso dedicarme por no aprender a coger bien
la paleta, que se empeñaba en escaparse de mis manos emborronando todo a su
paso. Pude con un bodegón que más que figurativo fue una muestra abstracta de
colores, pero entonces a pesar de mis ansias de libertad y de la diversión que
me procuraba el encuentro con Aurora y Luciana, me aterraba la perspectiva de
la nueva muestra que, como todos los lunes, nos tendría preparada el pintor.
En el centro de la estancia donde convergían
las miradas de nuestros caballetes ya estaba colocada, debidamente cubierta de
un lienzo blanco, impoluto, la que sería mi tormento en los siguientes días.
Cuando el “Maestro”, como le gustaba que le llamáramos, llegó a la sala, las
chicas cloquearon al unísono. Respondimos a su saludo y él de forma solemne,
como le gustaba hacer, se acercó a pasitos cortos al busto expuesto.
Niñas- dijo, -he querido traeros una obra de
arte. Sé que no va a ser fácil, no os preocupéis, bastará un detalle, unas
líneas. Lo que quiero es que vuestra mirada llegue más allá. Me basta un
apunte, un color, un fragmento-.
Aquí se interrumpió dando
aun mas teatralidad a la escena y con sumo cuidado tiró del extremo de la sábana
dejando al descubierto una muñeca de porcelana de cincuenta centímetros de
altura. Era realmente un ejemplar único, creí reconocerla enseguida, se trataba
de una Mariquita Pérez, la muñeca que mamá me llevaba prometiendo desde que
tenía siete años cada vez con una nueva excusa; si sacaba buenas notas, si
ordenaba mi cuarto, si cambiaba mi actitud, si dejaba de pelearme con
Merceditas, si no me subía a los árboles en casa de la abuela, si esto, si lo
otro….
Para cuando terminó
de descubrirla mi corazón saltaba a vuelos desbocados, no sabía si de odio, de
rabia, de emoción contenida o de impotencia. ¿Qué iba yo a hacer con “eso”?, ni
siquiera sería capaz de pintar los capullitos de su falda plisada, y no digamos
el abriguito de paño azul marino, sus cabellos rizados, rubios y cortos, sus
enormes ojos verdes, su maletita de viaje que sujetaba con coquetería en la
mano derecha.
De la clase entera se
escapó un enorme suspiro de agradecimiento.
-¡Oh Maestro, es
preciosa!, ¿es de su madre?, ¿de su hija?, ¿de su señora?..
Yo ya no escuchaba,
echaba de menos no estar en clase de piano con la tonta de mi hermana Mercedes,
que por nacer trece meses antes que yo
se creía la más lista de las mujeres. Quien, además, era buena, inteligente,
complaciente y todas aquellas cosas que yo no sería jamás, y que ahora me
estaría enfrentando a un piano y me pelearía con un pentagrama y no con todo un
cúmulo de sentimientos.
Pedí permiso para
salir de la sala alegando que tenía que ir al baño donde me refresqué la cara
con agua helada, me arreglé un poco las trenzas casi deshechas y me quede
alelada mirándome, sin verme, en aquel espejo roto.
A pesar de la tarde
de mayo, del día abierto al azul, del ruido de la gente que pasaba por la
calle, yo no veía nada más que esa estúpida muñeca, atada, encorsetada, llena
de lacitos y de blondas, esa muñeca que nunca querría ser. ¿Cómo era posible
que la hubiera deseado tanto?
Con mi maletín de
pintura al brazo atravesé corriendo el estudio y me despedí en un grito apenas sentido.
- ¡Tengo que irme,
han venido a por mí, tengo dentista!-
En mi desatino, mi
bata de trabajo se enganchó con el pedestal donde lucía triunfante el objeto de
mi ojeriza que se tambaleó y cayó al suelo. La porcelana de su cabeza se abrió
en varios fragmentos, uno de sus ojos redondos se me quedó mirando de manera
obscena mientras el corro de gritos de mis compañeras me acompañó escaleras
abajo.
En la calle, me puse
a llorar como una tonta. Nunca sería pintora, ni pianista, ni maestra de
escuela, ni señora de mi casa, nunca aprendería a bordar ni a hacer algo de
provecho y nadie se querría casar conmigo.
Di paseos por las
calles de Madrid mientras la tarde iba cayendo, hasta que en un arrebato de
cordura me acerqué a la oficina de mi padre, que no preguntó nada al verme, me
abrió sus brazos y me limpió las lagrimas, llamó a casa, tranquilizó a todo el
mundo y me invitó a otro chocolate. No pidió explicaciones, mientras me cogía las
manos, me dijo simplemente que no tenía que hacer lo que no quisiera, que si
amaba escribir que escribiera… que yo era su hija favorita y me consoló como
solo un padre, que parece que nunca está en casa, sabe hacerlo.
Bravo, hermana!! Me gusta más que la primera vez que lo leí!
ResponderEliminarLos resultados del taller. Se va aprendiendo.
ResponderEliminarYo si tenía una!!!
ResponderEliminarJajajaj, yo solo esa pequeñita de 10 cm de alto.
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