Monumento a las Trümmerfrauen, Dresde. |
Tuve la suerte de tratarla bastante, al compartir con ella muchos años durante mi
infancia. Me mostró la mujer valiente y fuerte que era y me impregnó de su
filosofía de vida de tal manera, que ahora a mis 69 años decidí plasmarlo en
este relato para que nunca se la olvide. Para que no olvidemos.
A mi abuela le gustaba relatarnos sus vivencias durante la Segunda
Guerra Mundial a mis primos y a mí, cuando era solo una niña, lo que sufrió en
ella y lo que le ocurrió después.
«Tenía 18 años y vivíamos en Berlín, la misma ciudad que me
vio nacer. Cuando terminó la guerra todo estaba
destruido, las calles eran un cúmulo de escombros y cráteres
terroríficos ocasionados por las bombas, pocas viviendas se mantenían en pie.
Nos convocaron como voluntarias pero era una voluntariedad
casi forzosa, había que echar una mano y levantarnos de tanta destrucción.
Con miles de mujeres formaron cuadrillas repartiéndonos por
docenas; nuestra única e importante tarea: despejar de escombros la ciudad.
¿Cómo se despeja una ciudad de escombros? ¿Cómo se borra el dolor y el destrozo
causado por una guerra?
Algunas éramos casi unas chiquillas.
Nos dieron apenas tres indicaciones: aprovechar los ladrillos
en buen estado, tapar los agujeros provocados por los obuses con fragmentos de
muros o cacharros inservibles y arrojar,
con cierta precaución, los objetos que podían suponer un peligro como bombas o
granadas sin explotar, al interior de un lago para que acallaran la posible
metralla que llevaran dentro.
Así pasábamos los días, hasta los domingos. Más de ocho horas,
hiciera sol o lloviese.
Al finalizar la jornada éramos unas figuras grises e
irreconocibles, manos destrozadas, uñas rotas, riñones doloridos. No teníamos
nada más que las manos desnudas para retirar tanto destrozo, no había siquiera
una vulgar carretilla para transportar los ladrillos, ni un pico o una pala
para extraer escombros de los escombros.
A partir del segundo día, aparecimos con los pantalones de
nuestros hombres; padres que habían muerto en el frente, hermanos que penaban
en campos de prisioneros y camisas de cuadros de parientes desaparecidos.
Hacíamos historia vestidas con las historias de otros”.
Eso me contó mi abuela.
Tenía yo 12 años y mi imaginación desbordante bebía con
emoción y congoja aquellos duros relatos. La veía comentar con sus compañeras
de cuadrilla, dar una orden, organizar un traslado, asombrarse ante la
aparición de un objeto inesperado, sintiendo casi secarse mi boca al mascar ese
polvo cotidiano.
“No creáis, a veces reíamos mucho cuando terminaba la jornada y podíamos lavarnos en alguno de
aquellos caños que todavía funcionaban. Liberábamos las cabezas de nuestros
pañuelos y empezaba la transformación, lavábamos con fruición nuestras caras,
nuestros brazos, queriendo arrancar el anonimato de los rostros y tanta miseria
gris de nuestras manos y uñas, hasta que empezábamos a reconocernos y
sonreíamos. Entonces nos llenábamos la boca, como si no hubiera un mañana, de
agua fresca y limpia, escupiendo una y
otra vez, haciendo gárgaras de forma osada, escandalosa, hasta grosera, intentando
despejar de nuestras gargantas, todas las espantosas partículas que habíamos
tragado.
Nuestras miradas acababan por encontrarse y poco a poco
desaparecían algunos surcos de lágrimas que se nos habían quedado adheridos a
los rostros, cuando habíamos encontrado algunos restos que no eran piedras, ni
cristales, ni una puerta sin goznes, sino una muñeca rota, un reloj, una taza desportillada, fragmentos de otras vidas o
incluso en algunos terribles momentos, huesos semienterrados de un niño o de un adulto.
Cuando esto ocurría intervenía el equipo de desaparecidos,
que acudía a retirarlo, anotaba el número de la casa o la esquina del barrio y
pasaba a inscribirlo en el censo de aquellas criaturas a las que no hacía falta
seguir buscando.”
Eso me contó mi abuela.
A veces mientras horneaba un strudel, uno de mis postres
favoritos, seguía hablando de aquellos años, a pesar de la prohibición de
nuestros padres que le suplicaban que no mencionara nada de los tiempos
pasados, que los dejara de lado, pero la abuela sabía que su tarea no podía ser
en balde, porque había ayudado a levantar un país y porque no hay que
desconocer las guerras y sus funestas consecuencias, ya que quien olvida tiende
a repetir el pasado.
“Entonces no había apenas hombres y nosotras teníamos la edad
suficiente para acometer estas tareas, éramos valientes y fuertes, incluso
conseguíamos así un plato de sopa caliente que nos daban los americanos. No era
el momento de quedarse en casa, que ya ni siquiera teníamos, era el momento de
volver a construir una ciudad que podía ser tan maravillosa como la de antes de
que la guerra estallara.
Un día nos dieron guantes, cómo un útil tan sencillo pudo
reconfortarnos tanto, a pesar de nuestras manos encallecidas de uñas
destrozadas.
Nuestra camaradería se hacía cada vez más fuerte y cuando,
por fin, apareció una carretilla en la que transportábamos los ladrillos,
cantábamos alegres al limpiarlos y ordenarlos, apilándolos en una zona ya
despejada, dejándolos listos para cuando los albañiles empezaran a construir
las primeras viviendas”.
Eso me contó mi abuela.
Yo bebía sus palabras y la perseguía por la casa y por el
huerto para que me siguiera contando más y más, y la arrastraba de paseo por la
ciudad rogándole que me indicara qué edificio o qué plaza había ayudado a
reconstruir.
“Nos llamaban «Trümmerfrau» mujeres de los escombros.
Llegamos a ser famosas. De hecho se comenta que si Alemania se reconstruyó tan
rápido fue gracias a nosotras, gracias a nuestra ingente tarea de hormigas,
paso a paso, como sólo las mujeres sabemos hacer. Otras ciudades como París o
Londres, que también sufrieron una gran devastación, no lograron recuperarse en
el mismo plazo de tiempo.
En muchas ciudades se levantaron monumentos para
homenajearnos e incluso los periódicos publicaron fotos de nuestro trabajo”.
Eso me contó mi abuela.
Y se apresuraba a bajar un álbum de la parte más alta de su armario.
Una preciosa colección de fotos y recortes de periódico que mostraban a un
grupo de chicas jóvenes y desenfadadas con camisas a cuadros y pantalones de
peto, pañuelos en la cabeza, limpiando ladrillos, llenando una enorme carretilla a paletadas o barriendo
una calle.
“Estas somos nosotras, esta de mi derecha es Margherita, la
de mi izquierda es Enma, estuvimos dos años trabajando juntas, dicen que las
preparé tan bien que luego fueron ellas jefas de otras cuadrillas. Se hablaba
de que fuimos unas 60.000 mujeres las que participamos en la limpieza de
Alemania e hicimos posible su pronta recuperación. Otros dicen que no fue así,
que fueron sobre todo los hombres… Acaso ¿es eso lo más importante?”.
Eso me contó mi abuela.
Hoy lo certifico por los documentos que he consultado y que
reiteran mi admiración por ella y las mujeres escombreras, que limpiaron las
calles de la devastación y la barbarie de una guerra, que ayudaron a levantar
un país y nos regalaron sus vivencias, su fuerza y su coraje, para que
construir sea siempre nuestro objetivo… Para que no olvidemos.
Teresa Flores
Esta historia me ha emocionado, me ha llegado al corazón. La cuentas muy bien: es un asunto muy triste, pero tu le has puesto vida y siento que yo también estoy oyendo a la abuela Helga, y me llega su satisfacción por contribuir a reconstruir su país. Te admiro. Tu mejoras en cada uno de tus textos y yo me voy quedando atrás. Un beso
ResponderEliminarQuerida, tú nunca te quedas atrás, siempre me has enseñado a escribir mejor y eres mi mayor apoyo. Dentro de poco estás con una mano en el torno y otra en la pluma.
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