Permanentemente
buscando. Desde los más altos refugios hasta la más profunda de las simas. Arqueólogo, buzo, montañero, escalador de
paredes inconclusas, rastreador de tesoros, impenitente náufrago.
Conquistaba
ciudades con una indestructible ausencia. Tal vez para recomponer una foto o
anotar un viaje en su cuaderno de bitácora. Siempre indagando. Incansable,
sometido a la agonía de llegar más lejos, más alto. Si hubiera podido, habría
conquistado las estrellas.
Por
acostarse en sábanas de blonda olvidó el más humilde de los lechos. Nada le
conmovía, nada estimulaba su presencia en un lugar determinado, solo la
búsqueda incansable, que se le hizo tan cotidiana, como la rutina del comer o
levantarse.
Relataba a
golpes de lamento las hazañas llevadas a su paso. En cada senda, en cada pueblo
dejó su hito, su seña, como para no tener que volver a situarlo en ningún mapa.
En cada río, en cada mar a los que se sometió,
dejó un fragmento insípido de su pasado.
Y en todo
este proceso obvió lo evidente, el trazo.
Si hubo
amores, pasaron cenicientos en su esperanza vana de amarrarlos. La caricia del
sol no le hizo mella. Atardeceres violetas, aromas de pinares en tardes otoñales
de lluvia, lo dejaron indiferente.
En su raudo
camino olvidó lo importante; vivir. Vivir sencillamente apreciando cada instante,
el momento liviano, una caricia, un soplo, el consuelo de palabras sencillas susurradas
a tiempo, vulanicos al viento, rumor de las olas y
calladas presencias que tanto acompañan.
Esos
instantes preciosos y precisos que confortan el alma.
Explorador
incansable dejó que la felicidad se le fuera escapando, sin llegar a entender
nunca que la belleza de lo efímero constituye
la esencia y la presencia cotidiana de la misma.
Texto mío para el taller de escritura...
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