La mirada afrutada de aquel niño se extendió por encima de los controvertidos picachos. El polvo del amanecer cuajaba de esencias el azul momento y la risa de los que se acercaban rompió en crueles fragmentos el plateado instante.
Sonaron los
limoneros a sinfonía de cuerdas, y
vincas y jaramagos iniciaron una
tormenta de palabras. El campo hablaba. Mientras, un labrador de sueños enjaretaba en surcos
fragmentos de cristal, y en el agua del estanque se estremecía gozosa la espuma
de azahar de los mandarinos.
Era un
encarado edén, salvaje, primitivo, lastimado por sendas quejumbrosas que
rogaban un poco de respeto. Ante aquel algarrobo deprimido, inocentemente
centenario, cobijamos nuestra mutua soledad y los lamentos metalizados del
ángelus que nos llegaban del cercano horizonte asfixiaron nuestros oídos.
El tiempo
atenazaba acometidas de contrastes.
En la sinfonía
de aromas esparcidas por el valle, se asomaba el odio cotidiano de la fruta
asesinada. Sobre la hierba llorosa alas de mariposas esparcían sus estériles
semillas de desdén.
La sonrisa de
cascabel del muchacho volvió a perfumar el momento. ¿Cómo esperar, en el
espacio indecente que lo abruma, que lo que le quede por vivir, en su inocencia
adulta, sea menos infructuosamente bello que lo ya gastado?
Teresa Flores
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