Este cuento lo escribí en el taller de escritura que sigo desde hace tiempo con el escritor Alfonso Salazar y cuando nos pidió que hiciéramos un relato de nuestro año de pandemia ésta fue la manera que se me ocurrió plantearlo. Agradezco a mi gato Leo el dejarme utilizarlo como voz narrativa.
Dibujo de Isabel Villanueva Flores |
Miro el mundo desde la ventana, mi mundo tiene jardín y muchos árboles, un castaño, varios pinsapos, nísperos, y una enorme araucaria con la que sueño trepar algún día. Mi mundo está repleto de luz, incluso de solecito alegre por las mañanas que voy buscando para calentar mi lomo. Mi mundo no es redondo como los otros mundos, es plano, con miles de recovecos que investigar, con escondites mágicos donde vengo a refugiarme y pueda pasar mis durmientes horas. Mi mundo tiene una terraza preciosa con petunias, pensamientos, geranios, hortensias y otras plantas suculentas que no tienen nada de apetitoso.
Ese es mi mundo. No sé cómo son los otros mundos, no los conozco, el único que conozco es este… Llegué a él con apenas un mes de edad. Nunca he tenido madre, no he mamado una teta y por eso no se amasar para que salga la leche. He aprendido los cariños de los que mi ama grande y mi ama pequeña me han dado. Tengo juguetes; una caja entera de juguetes que va creciendo, y creciendo y que yo miro, con bastante desprecio…
Desde la ventana veo el mundo de afuera. Veo gatos hermosos, especímenes libres que se pasean con descaro, incluso se atreven a sentarse regiamente, sobre el banco que hay ante el portal de la vivienda. ¿Los envidio? A veces... No sé si su libertad o su desfachatez para pasearse diciendo, a mi no me va a ocurrir nada… Qué tontos sois, ¿de qué tenéis miedo?
Pero yo tengo miedo, es verdad, a veces mucho miedo, tanto que, al menor ruido, corro a esconderme entre los dos colchones de la cama nido de donde les es imposible sacarme. Ahora que soy más grande me cuesta meterme dentro, pero allí me siento seguro porque pase lo que pase, es un lugar secreto donde nada puede ocurrirme.
Mi mundo está lleno de objetos preciosos que puedo contemplar o usarlos para jugar. Pongo a prueba mi imaginación y los tiro desde lo alto de la mesa o de las estanterías, siempre caen, siempre irremediablemente caen, también los muerdo, se me representan como terribles animales que me acechan y yo, soy un valiente cazador…
Tengo todo el tiempo del mundo para explorar mi mundo.
Me encanta trepar por encima de los muebles y de un salto aterrizar en el sofá, de allí al sillón orejero, de nuevo a la estantería, descubro un recoveco, me entretengo, me pierdo bajo una silla y aparezco de repente para morder, con más o menos acierto a mi ama. Entonces surge la pelea y me corre por la casa con una zapatilla en la mano, enfadada de verdad, no comprende que estoy jugando y llamándole la atención aunque sean la una de la madrugada.
Este es mi mundo, tranquilo, reposado, desde los balcones, desde la terraza, un mundo de varias habitaciones, de estanterías llenas de libros que mi anfitriona devora, desde las carreras por los pasillos, una comida al día, agua fresca, sillones cómodos donde sestear durante la mayor parte de la jornada, arena limpia cada mañana… ¿Me puedo quejar? ¿Puedo?
Es verdad que si veo al gato siamés, color gris, del vecino que se pasea orondo frente a la casa, me imagino que existen otros mundos y otras formas de vivirlos, que su casa está llena de puertas y de ventanas por las que escapar. Yo no conozco otras cosas, no fui siquiera un gato de la calle, enseguida alguien se ocupó de alimentarme a mí y a mis hermanos el primer mes de vida y después pasé a este lugar.
Pero también existe la gata negra de maullido lejano y lastimero, sufre, lo sé por instinto. Su mundo no es de sofás mullidos ni de croquetas sabrosas, no goza de mimos ni de caricias, es una minina de la calle, vagabunda, ¿dolorosamente libre? Me pregunto si lo ha elegido, si siempre fue así, si tuvo otra opción. A veces se viene a mi ventana y yo siento que me llama. En las noches frías de este invierno su llanto lastimero me penaba y a veces entorpecía mi facilidad para el sueño, pero es tan poco lo que puedo hacer que, confieso para no dolerme, acabo por ignorarla.
Sé exactamente cuantos metros tiene el pasillo, la ventana exacta a la que primero llega el sol, el rincón donde se domina mejor la calle, el nombre de la vecina de enfrente, la del piso de al lado, el sonido del timbre del portero automático y la voz de la cartera cuando viene a visitarnos.
A veces me asomo a la puerta de la calle como queriendo saber más, incluso un día bajé un piso, de habérmelo permitido, ¿osaría llegar más lejos?.
He aprendido a querer y a que me quieran, a que me corten las uñas, cosa que odio, a tocar sin arañar, morder sin marcar, pedir permiso, tender la mano. ¿Soy tal vez un gato borrego? ¿Un tonto gato domesticado que cumple las normas sin planteárselas? Prefiero no pensar demasiado, escucho lo que se dice, lo que mi ama comenta, soy su compañía, el nieto que no llega, el niño a quien regañar cuando hace algo malo, la reflexión en voz alta, la excusa para hacer que viva un pequeño comercio cercano a la casa, el motivo para salir a buscarme comida, soy un gato de alquiler por comida, cama y compañía.
Me quieren, quiero, paseo por la casa a mi aire, excepto la cocina y el baño que me han sido vetados por comilón peligroso y por mi entusiasmo ante las gomas de la mampara.
Sabiendo lo que sé, ¿puedo en realidad quejarme de lo que tengo?
Esta historia del mundo del gato Leo también me gusta mucho.
ResponderEliminarCómo me alegra tenerte de fiel seguidora. Así nos vamos retroalimentando el ego, que se nos pone pachucho con esto del encierro. Gracias salerosa y a seguir deleintándonos con tus escritos.
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