viernes, 17 de mayo de 2024

En noche lóbrega

 En noche lóbrega

galán intrépido
las calles céntricas
atravesó
y bajo clásica
ventana gótica
templo su cítara
y así cantó:
"Mujer purísima, de faz eufórica
que entre las sábanas
durmiendo estas,
escucha atenta los suspiros lánguidos
que entre mis cánticos
encontraras".
Pero la sílfide
que estaba oyéndole
entre las sábanas
se arrebujó
y dijo:
"¡Cáscaras! Este gaznápiro viene romántico.
No le abro yo".
Pero el galante cogió una pértiga
y en salto olímpico
subir pensó.
Pero la cáscara de un verde plátano
contra un semáforo le despidió.
"¡Socorro!" dijo.
¡¡Llamad a un médico!!
¡Me he roto el píloro y el esternón!
¡Tengo las vértebras en el estomago!
¡Maldita cáscara!
¡¡QUE COSCORRÓN!
Popular

domingo, 12 de mayo de 2024

Helga Cent-Velden

 

Monumento a las TrümmerfrauenDresde.

 De mi abuela Helga heredé su nombre, sus ojos verdes y su cabello indómito, también su pasión por el orden, las cosas bien hechas y su capacidad de organización.

Tuve la suerte de tratarla bastante, al  compartir con ella muchos años durante mi infancia. Me mostró la mujer valiente y fuerte que era y me impregnó de su filosofía de vida de tal manera, que ahora a mis 69 años decidí plasmarlo en este relato para que nunca se la olvide. Para que no olvidemos.

A mi abuela le gustaba relatarnos sus vivencias durante la Segunda Guerra Mundial a mis primos y a mí, cuando era solo una niña, lo que sufrió en ella y lo que le ocurrió después.

«Tenía 18 años y vivíamos en Berlín, la misma ciudad que me vio nacer. Cuando terminó la guerra todo estaba  destruido, las calles eran un cúmulo de escombros y cráteres terroríficos ocasionados por las bombas, pocas viviendas se mantenían en pie.

Nos convocaron como voluntarias pero era una voluntariedad casi forzosa, había que echar una mano y levantarnos de tanta  destrucción.

Con miles de mujeres formaron cuadrillas repartiéndonos por docenas; nuestra única e importante tarea: despejar de escombros la ciudad. ¿Cómo se despeja una ciudad de escombros? ¿Cómo se borra el dolor y el destrozo causado  por una guerra?

Algunas éramos casi unas chiquillas.

Nos dieron apenas tres indicaciones: aprovechar los ladrillos en buen estado, tapar los agujeros provocados por los obuses con fragmentos de muros o cacharros inservibles y  arrojar, con cierta precaución, los objetos que podían suponer un peligro como bombas o granadas sin explotar, al interior de un lago para que acallaran la posible metralla que llevaran dentro.

Así pasábamos los días, hasta los domingos. Más de ocho horas, hiciera sol o lloviese.

Al finalizar la jornada éramos unas figuras grises e irreconocibles, manos destrozadas, uñas rotas, riñones doloridos. No teníamos nada más que las manos desnudas para retirar tanto destrozo, no había siquiera una vulgar carretilla para transportar los ladrillos, ni un pico o una pala para extraer escombros de los escombros.

A partir del segundo día, aparecimos con los pantalones de nuestros hombres; padres que habían muerto en el frente, hermanos que penaban en campos de prisioneros y camisas de cuadros de parientes desaparecidos. Hacíamos historia vestidas con las historias de otros”.

Eso me contó mi abuela.

Tenía yo 12 años y mi imaginación desbordante bebía con emoción y congoja aquellos duros relatos. La veía comentar con sus compañeras de cuadrilla, dar una orden, organizar un traslado, asombrarse ante la aparición de un objeto inesperado, sintiendo casi secarse mi boca al mascar ese polvo cotidiano.

“No creáis, a veces reíamos mucho cuando terminaba  la jornada y podíamos lavarnos en alguno de aquellos caños que todavía funcionaban. Liberábamos las cabezas de nuestros pañuelos y empezaba la transformación, lavábamos con fruición nuestras caras, nuestros brazos, queriendo arrancar el anonimato de los rostros y tanta miseria gris de nuestras manos y uñas, hasta que empezábamos a reconocernos y sonreíamos. Entonces nos llenábamos la boca, como si no hubiera un mañana, de agua fresca y limpia,  escupiendo una y otra vez, haciendo gárgaras de forma osada, escandalosa, hasta grosera, intentando despejar de nuestras gargantas, todas las espantosas partículas que habíamos tragado.

Nuestras miradas acababan por encontrarse y poco a poco desaparecían algunos surcos de lágrimas que se nos habían quedado adheridos a los rostros, cuando habíamos encontrado algunos restos que no eran piedras, ni cristales, ni una puerta sin goznes, sino una muñeca rota, un reloj, una taza  desportillada, fragmentos de otras vidas o incluso en algunos terribles momentos, huesos semienterrados de un niño o  de un adulto.

Cuando esto ocurría intervenía el equipo de desaparecidos, que acudía a retirarlo, anotaba el número de la casa o la esquina del barrio y pasaba a inscribirlo en el censo de aquellas criaturas a las que no hacía falta seguir  buscando.”

Eso me contó mi abuela.

A veces mientras horneaba un strudel, uno de mis postres favoritos, seguía hablando de aquellos años, a pesar de la prohibición de nuestros padres que le suplicaban que no mencionara nada de los tiempos pasados, que los dejara de lado, pero la abuela sabía que su tarea no podía ser en balde, porque había ayudado a levantar un país y porque no hay que desconocer las guerras y sus funestas consecuencias, ya que quien olvida tiende a repetir el pasado.

“Entonces no había apenas hombres y nosotras teníamos la edad suficiente para acometer estas tareas, éramos valientes y fuertes, incluso conseguíamos así un plato de sopa caliente que nos daban los americanos. No era el momento de quedarse en casa, que ya ni siquiera teníamos, era el momento de volver a construir una ciudad que podía ser tan maravillosa como la de antes de que la guerra estallara.

Un día nos dieron guantes, cómo un útil tan sencillo pudo reconfortarnos tanto, a pesar de nuestras manos encallecidas de uñas destrozadas.

Nuestra camaradería se hacía cada vez más fuerte y cuando, por fin, apareció una carretilla en la que transportábamos los ladrillos, cantábamos alegres al limpiarlos y ordenarlos, apilándolos en una zona ya despejada, dejándolos listos para cuando los albañiles empezaran a construir las primeras viviendas”.

Eso me contó mi abuela.

Yo bebía sus palabras y la perseguía por la casa y por el huerto para que me siguiera contando más y más, y la arrastraba de paseo por la ciudad rogándole que me indicara qué edificio o qué plaza había ayudado a reconstruir.

“Nos llamaban «Trümmerfrau» mujeres de los escombros. Llegamos a ser famosas. De hecho se comenta que si Alemania se reconstruyó tan rápido fue gracias a nosotras, gracias a nuestra ingente tarea de hormigas, paso a paso, como sólo las mujeres sabemos hacer. Otras ciudades como París o Londres, que también sufrieron una gran devastación, no lograron recuperarse en el mismo plazo de tiempo.

En muchas ciudades se levantaron monumentos para homenajearnos e incluso los periódicos publicaron fotos de nuestro trabajo”.

Eso me contó mi abuela.

Y se apresuraba a bajar un álbum de la parte más alta de su armario. Una preciosa colección de fotos y recortes de periódico que mostraban a un grupo de chicas jóvenes y desenfadadas con camisas a cuadros y pantalones de peto,  pañuelos en la cabeza, limpiando ladrillos, llenando una enorme carretilla a paletadas o barriendo una calle.

“Estas somos nosotras, esta de mi derecha es Margherita, la de mi izquierda es Enma, estuvimos dos años trabajando juntas, dicen que las preparé tan bien que luego fueron ellas jefas de otras cuadrillas. Se hablaba de que fuimos unas 60.000 mujeres las que participamos en la limpieza de Alemania e hicimos posible su pronta recuperación. Otros dicen que no fue así, que fueron sobre todo los hombres… Acaso ¿es eso lo más importante?”.

Eso me contó mi abuela.

Hoy lo certifico por los documentos que he consultado y que reiteran mi admiración por ella y las mujeres escombreras, que limpiaron las calles de la devastación y la barbarie de una guerra, que ayudaron a levantar un país y nos regalaron sus vivencias, su fuerza y su coraje, para que construir sea siempre nuestro objetivo… Para que no olvidemos.

Teresa Flores

viernes, 3 de mayo de 2024

EL OGRO

      Cómo esconder mis cuatro metros de estatura, mis 800 kilos de peso, la pelambrera rojiza que cubre mi cuerpo, estos larguísimos brazos que me permiten robar los huevos de las más altas ramas o mis enormes pies de seis dedos, cuyas huellas van señalando inequívocamente, mi rastro.

Por qué me tocaría ser así, quién me maldijo de esta manera, quién colocó sobre mi persona esta losa tan pesada. Por donde quiera que aparezca soy odiado y vitupendiado.

Por qué tuvo que ser Hanna, mi madre, la ogresa más temida de los bosques de Cornualles la que encontrará un día al terrible bastardo que la mancilló a traición, valiéndose de un potente narcótico.

Será esa mi condena, que por ser el fruto de una violación dominen en mí, dicen, las más viles pulsiones.

No soy yo quien desconfié de los humanos, fueron ellos los primeros que achacaron a mi persona los más terribles y violentos  crímenes. Me atribuyen el rapto de bebés de sus cunas, acarrear  tiernas criaturas dentro de un saco, cuando son sus propios padres quienes reclaman mi presencia ante sus malos comportamientos, si yo nunca respondí a dichas llamadas.   

¿Cómo pueden imputarme tanta barbarie? ¿Acaso fui yo quien engordó a Hansel para hacerlo mi comida? ¿Hay datos que corroboren que fuera mi persona la que devoró a los siete cabritillos? ¿Tuve algo que ver con aquel tontorrón que destrozó la puerta de mi reino con aquellas estúpidas habas?      

Reconozco que gozo con frenesí de una buena pitanza, que me complazco  al desventrar  un jabalí y sumergir mi hocico en sus entrañas palpitantes hasta notar cómo se le aleja la vida, que sacio mi sed al libar la dulce sangre de un tierno cervatillo degollado, que gusto de la voluptuosidad de un buen revolcón con una ogresa de mi tamaño,  pero ¿qué crueldad hay en eso? Acaso, no es ley terrenal que los grandes se alimenten de los pequeños. ¿No es bien cierto que cuando los libero de los feroces osos o de los hambrientos lobos en invierno, contribuyo a que el crecimiento animal mantenga su ritmo ordenado?   

No puedo negar que guardo algunos pecados en mis alforjas, que fui yo, quien corté por confusión la cabeza a mis siete hijas y estrangulé con mis propias  manos a mi mujer, cómplice de  parricidio,  por haber dado cobijo a aquel niño repulsivo y  a sus seis hermanos. ¿Tenía acaso que haberla perdonado cuando aun sufro con angustia la ausencia de mis preciosas ogritas y su asesinato puebla cada noche mis más oscuras pesadillas?

¿Es un defecto acaso, dejarme llevar por mis instintos más carnales?

¿Cuándo dejarán de hablar mal de mí, lanzar bulos sobre mi persona y reconocer la importancia de mi rol en la naturaleza?  

  Qué cansancio estar siempre escondido, agazapado, huyendo de un lugar a otro. ¡Qué cansancio!