viernes, 17 de mayo de 2024

En noche lóbrega

 En noche lóbrega

galán intrépido
las calles céntricas
atravesó
y bajo clásica
ventana gótica
templo su cítara
y así cantó:
"Mujer purísima, de faz eufórica
que entre las sábanas
durmiendo estas,
escucha atenta los suspiros lánguidos
que entre mis cánticos
encontraras".
Pero la sílfide
que estaba oyéndole
entre las sábanas
se arrebujó
y dijo:
"¡Cáscaras! Este gaznápiro viene romántico.
No le abro yo".
Pero el galante cogió una pértiga
y en salto olímpico
subir pensó.
Pero la cáscara de un verde plátano
contra un semáforo le despidió.
"¡Socorro!" dijo.
¡¡Llamad a un médico!!
¡Me he roto el píloro y el esternón!
¡Tengo las vértebras en el estomago!
¡Maldita cáscara!
¡¡QUE COSCORRÓN!
Popular

domingo, 12 de mayo de 2024

Helga Cent-Velden

 

Monumento a las TrümmerfrauenDresde.

 De mi abuela Helga heredé su nombre, sus ojos verdes y su cabello indómito, también su pasión por el orden, las cosas bien hechas y su capacidad de organización.

Tuve la suerte de tratarla bastante, al  compartir con ella muchos años durante mi infancia. Me mostró la mujer valiente y fuerte que era y me impregnó de su filosofía de vida de tal manera, que ahora a mis 69 años decidí plasmarlo en este relato para que nunca se la olvide. Para que no olvidemos.

A mi abuela le gustaba relatarnos sus vivencias durante la Segunda Guerra Mundial a mis primos y a mí, cuando era solo una niña, lo que sufrió en ella y lo que le ocurrió después.

«Tenía 18 años y vivíamos en Berlín, la misma ciudad que me vio nacer. Cuando terminó la guerra todo estaba  destruido, las calles eran un cúmulo de escombros y cráteres terroríficos ocasionados por las bombas, pocas viviendas se mantenían en pie.

Nos convocaron como voluntarias pero era una voluntariedad casi forzosa, había que echar una mano y levantarnos de tanta  destrucción.

Con miles de mujeres formaron cuadrillas repartiéndonos por docenas; nuestra única e importante tarea: despejar de escombros la ciudad. ¿Cómo se despeja una ciudad de escombros? ¿Cómo se borra el dolor y el destrozo causado  por una guerra?

Algunas éramos casi unas chiquillas.

Nos dieron apenas tres indicaciones: aprovechar los ladrillos en buen estado, tapar los agujeros provocados por los obuses con fragmentos de muros o cacharros inservibles y  arrojar, con cierta precaución, los objetos que podían suponer un peligro como bombas o granadas sin explotar, al interior de un lago para que acallaran la posible metralla que llevaran dentro.

Así pasábamos los días, hasta los domingos. Más de ocho horas, hiciera sol o lloviese.

Al finalizar la jornada éramos unas figuras grises e irreconocibles, manos destrozadas, uñas rotas, riñones doloridos. No teníamos nada más que las manos desnudas para retirar tanto destrozo, no había siquiera una vulgar carretilla para transportar los ladrillos, ni un pico o una pala para extraer escombros de los escombros.

A partir del segundo día, aparecimos con los pantalones de nuestros hombres; padres que habían muerto en el frente, hermanos que penaban en campos de prisioneros y camisas de cuadros de parientes desaparecidos. Hacíamos historia vestidas con las historias de otros”.

Eso me contó mi abuela.

Tenía yo 12 años y mi imaginación desbordante bebía con emoción y congoja aquellos duros relatos. La veía comentar con sus compañeras de cuadrilla, dar una orden, organizar un traslado, asombrarse ante la aparición de un objeto inesperado, sintiendo casi secarse mi boca al mascar ese polvo cotidiano.

“No creáis, a veces reíamos mucho cuando terminaba  la jornada y podíamos lavarnos en alguno de aquellos caños que todavía funcionaban. Liberábamos las cabezas de nuestros pañuelos y empezaba la transformación, lavábamos con fruición nuestras caras, nuestros brazos, queriendo arrancar el anonimato de los rostros y tanta miseria gris de nuestras manos y uñas, hasta que empezábamos a reconocernos y sonreíamos. Entonces nos llenábamos la boca, como si no hubiera un mañana, de agua fresca y limpia,  escupiendo una y otra vez, haciendo gárgaras de forma osada, escandalosa, hasta grosera, intentando despejar de nuestras gargantas, todas las espantosas partículas que habíamos tragado.

Nuestras miradas acababan por encontrarse y poco a poco desaparecían algunos surcos de lágrimas que se nos habían quedado adheridos a los rostros, cuando habíamos encontrado algunos restos que no eran piedras, ni cristales, ni una puerta sin goznes, sino una muñeca rota, un reloj, una taza  desportillada, fragmentos de otras vidas o incluso en algunos terribles momentos, huesos semienterrados de un niño o  de un adulto.

Cuando esto ocurría intervenía el equipo de desaparecidos, que acudía a retirarlo, anotaba el número de la casa o la esquina del barrio y pasaba a inscribirlo en el censo de aquellas criaturas a las que no hacía falta seguir  buscando.”

Eso me contó mi abuela.

A veces mientras horneaba un strudel, uno de mis postres favoritos, seguía hablando de aquellos años, a pesar de la prohibición de nuestros padres que le suplicaban que no mencionara nada de los tiempos pasados, que los dejara de lado, pero la abuela sabía que su tarea no podía ser en balde, porque había ayudado a levantar un país y porque no hay que desconocer las guerras y sus funestas consecuencias, ya que quien olvida tiende a repetir el pasado.

“Entonces no había apenas hombres y nosotras teníamos la edad suficiente para acometer estas tareas, éramos valientes y fuertes, incluso conseguíamos así un plato de sopa caliente que nos daban los americanos. No era el momento de quedarse en casa, que ya ni siquiera teníamos, era el momento de volver a construir una ciudad que podía ser tan maravillosa como la de antes de que la guerra estallara.

Un día nos dieron guantes, cómo un útil tan sencillo pudo reconfortarnos tanto, a pesar de nuestras manos encallecidas de uñas destrozadas.

Nuestra camaradería se hacía cada vez más fuerte y cuando, por fin, apareció una carretilla en la que transportábamos los ladrillos, cantábamos alegres al limpiarlos y ordenarlos, apilándolos en una zona ya despejada, dejándolos listos para cuando los albañiles empezaran a construir las primeras viviendas”.

Eso me contó mi abuela.

Yo bebía sus palabras y la perseguía por la casa y por el huerto para que me siguiera contando más y más, y la arrastraba de paseo por la ciudad rogándole que me indicara qué edificio o qué plaza había ayudado a reconstruir.

“Nos llamaban «Trümmerfrau» mujeres de los escombros. Llegamos a ser famosas. De hecho se comenta que si Alemania se reconstruyó tan rápido fue gracias a nosotras, gracias a nuestra ingente tarea de hormigas, paso a paso, como sólo las mujeres sabemos hacer. Otras ciudades como París o Londres, que también sufrieron una gran devastación, no lograron recuperarse en el mismo plazo de tiempo.

En muchas ciudades se levantaron monumentos para homenajearnos e incluso los periódicos publicaron fotos de nuestro trabajo”.

Eso me contó mi abuela.

Y se apresuraba a bajar un álbum de la parte más alta de su armario. Una preciosa colección de fotos y recortes de periódico que mostraban a un grupo de chicas jóvenes y desenfadadas con camisas a cuadros y pantalones de peto,  pañuelos en la cabeza, limpiando ladrillos, llenando una enorme carretilla a paletadas o barriendo una calle.

“Estas somos nosotras, esta de mi derecha es Margherita, la de mi izquierda es Enma, estuvimos dos años trabajando juntas, dicen que las preparé tan bien que luego fueron ellas jefas de otras cuadrillas. Se hablaba de que fuimos unas 60.000 mujeres las que participamos en la limpieza de Alemania e hicimos posible su pronta recuperación. Otros dicen que no fue así, que fueron sobre todo los hombres… Acaso ¿es eso lo más importante?”.

Eso me contó mi abuela.

Hoy lo certifico por los documentos que he consultado y que reiteran mi admiración por ella y las mujeres escombreras, que limpiaron las calles de la devastación y la barbarie de una guerra, que ayudaron a levantar un país y nos regalaron sus vivencias, su fuerza y su coraje, para que construir sea siempre nuestro objetivo… Para que no olvidemos.

Teresa Flores

viernes, 3 de mayo de 2024

EL OGRO

      Cómo esconder mis cuatro metros de estatura, mis 800 kilos de peso, la pelambrera rojiza que cubre mi cuerpo, estos larguísimos brazos que me permiten robar los huevos de las más altas ramas o mis enormes pies de seis dedos, cuyas huellas van señalando inequívocamente, mi rastro.

Por qué me tocaría ser así, quién me maldijo de esta manera, quién colocó sobre mi persona esta losa tan pesada. Por donde quiera que aparezca soy odiado y vitupendiado.

Por qué tuvo que ser Hanna, mi madre, la ogresa más temida de los bosques de Cornualles la que encontrará un día al terrible bastardo que la mancilló a traición, valiéndose de un potente narcótico.

Será esa mi condena, que por ser el fruto de una violación dominen en mí, dicen, las más viles pulsiones.

No soy yo quien desconfié de los humanos, fueron ellos los primeros que achacaron a mi persona los más terribles y violentos  crímenes. Me atribuyen el rapto de bebés de sus cunas, acarrear  tiernas criaturas dentro de un saco, cuando son sus propios padres quienes reclaman mi presencia ante sus malos comportamientos, si yo nunca respondí a dichas llamadas.   

¿Cómo pueden imputarme tanta barbarie? ¿Acaso fui yo quien engordó a Hansel para hacerlo mi comida? ¿Hay datos que corroboren que fuera mi persona la que devoró a los siete cabritillos? ¿Tuve algo que ver con aquel tontorrón que destrozó la puerta de mi reino con aquellas estúpidas habas?      

Reconozco que gozo con frenesí de una buena pitanza, que me complazco  al desventrar  un jabalí y sumergir mi hocico en sus entrañas palpitantes hasta notar cómo se le aleja la vida, que sacio mi sed al libar la dulce sangre de un tierno cervatillo degollado, que gusto de la voluptuosidad de un buen revolcón con una ogresa de mi tamaño,  pero ¿qué crueldad hay en eso? Acaso, no es ley terrenal que los grandes se alimenten de los pequeños. ¿No es bien cierto que cuando los libero de los feroces osos o de los hambrientos lobos en invierno, contribuyo a que el crecimiento animal mantenga su ritmo ordenado?   

No puedo negar que guardo algunos pecados en mis alforjas, que fui yo, quien corté por confusión la cabeza a mis siete hijas y estrangulé con mis propias  manos a mi mujer, cómplice de  parricidio,  por haber dado cobijo a aquel niño repulsivo y  a sus seis hermanos. ¿Tenía acaso que haberla perdonado cuando aun sufro con angustia la ausencia de mis preciosas ogritas y su asesinato puebla cada noche mis más oscuras pesadillas?

¿Es un defecto acaso, dejarme llevar por mis instintos más carnales?

¿Cuándo dejarán de hablar mal de mí, lanzar bulos sobre mi persona y reconocer la importancia de mi rol en la naturaleza?  

  Qué cansancio estar siempre escondido, agazapado, huyendo de un lugar a otro. ¡Qué cansancio!

domingo, 28 de abril de 2024

EMPIEZA LA SEMANA DEL LIBRO

 

Escuchar a Vicki contar YO VOY CONTIGO es precioso..

Esta ha sido una semana inquieta y divertida... Hace ya mucho tiempo que no contaba con una contadora tan entusiasta como este año, Victoria, Vicki para los amigos, Victoria Eugenia cuando se pone romántica @caperuazul para el Instagram....Vamos polifacética y policontática. Cuenta cuentos con gracia y salero, algunos los ha hecho tan suyos, como EL CHUPETE DE GINA, que el otro día salió de un cuentacuentos con el chupete colgando del cuello.. y los pájaros de su cabeza del cuento YO VOY CONMIGO amenazan con salir volando si no los contiene.

Así que ahí estábamos el lunes 22 con el coche mío roto, en un taxi a toda pastilla para el colegio MIGUEL DE  CERVANTES de Armilla donde unos 80 criaturas nos estaban esperando.. Qué nervios.

Arriba con el marinero enamorado, abajo el cuento que mi madre me contó.

El hostal de los líos, El cuento que mi madre me contó, Yo voy conmigo, El Pollileón, El Sr Marwell, El rey que perdió su corona, entre otros... fueron los que contamos a dos clases de cuarto y dos clases de tercero.

Se portaron de maravilla y las clases de cuarto nos regalaron con dos cuentos estupendos, Se notaba que Yolanda la cuentera, que era la que nos había llamado hace muy bien su tarea como narradora.

En las clases de tercero hicimos casi el mismo programa. LO más divertido es que luego Valentina, una peque de 8 años y Hamad vinieron a pedirme un autógrafo. Emocionada de este emotivo gesto.

 

Vicki y el POLLILEÓN


Fue una mañana preciosa, algunas criaturas estaban tan entusiasmadas con los cuentos que no eran capaces de contener los grititos de asombro.. 



TALLER: LEER Y CONTAR TODO ES EMPEZAR

 

Preparando la sala para el taller

Presentación del vídeo LOS CUENTOS UN LENGUAJE UNIVERSAL, realizado en un taller durante la RIDEF (Encuentro Internacional de Educadores Freinet) en Suecia 2018.
https://drive.google.com/file/d/12EojGBWCFCi0ChYI-ZC7-rSesYm9xllV/view?usp=sharing_eil_m&ts=6613b914&sh=918IvUYqqz0DvkNY&ca=1

Hacía ya mucho tiempo que no impartía un taller para personas adultas en torno al cuentacuentos. 
Los hechos se desarrollaron como en un cuento y había que empezar casi por el conocido ERASE UNA VEZ ... 
En la ciudad de Logroño hay una Biblioteca preciosa que se llama Biblioteca Rafael Azcona, ocupa las dependencias de un antiguo colegio de primaria y ha sido reformado y lleno de luz y alegría. 
La bibliotecaria se llama Esther, que es como un torbellino... una Alicia en un país de libros, siempre llena de ideas, que no puede parar quieta ni un momento y que se saca de la manga como por arte de magia talleres y participaciones espectaculares. Por supuesto con Esther está un gran equipo que mantiene en marcha el engranaje de esta fantástica casa de los libros.

Para muestra un botón, este un trabajo realizado por @bibliotijeras -para Instagram- que se ocupa de la sección infantil.  

A esta biblioteca asiste Alberto Martín Tapia, conocido como NiñoCactus que es ilustrador de cuentos, amante de los libros y escribe en  este blog https://borronycuentonuevo.blogspot.com/, pues Alberto asistió a un taller que coordiné Online organizado por la asociación del libro infantil y juvenil  UGURUBÚ  https://www.uguburu.es/  y se quedó entusiasmado, así que convenció a Esther para que me buscara y pudiera realizar este taller.

Emocionada me sentí al encontrar mi nombre en un cartel del ayuntamiento por las calles de Logroño.

 LEER Y CONTAR TODO ES EMPEZAR
 Fue el título que le puse a la sesión de tres horas, ya que se trataba de una actividad de animación a la lectura. 
Bibliotecarias, familias, contadoras y contadores de cuentos hicimos masajitos para peques, repasamos los cuentos con las manos de la infancia, los cuentos con las cuerdas y hasta  con papiroflexia. 30 mayores jugando con los cuentos/juegos de  siempre. 

Los cuentos con papel y lápiz, un divertimento a no olvidar

Contando con papel 

Terminamos con la presentación de algunos cuentos y planteando alguna forma diferente de presentarlos para que ya el atractivo de los mismos fuera indiscutible.
  

 Algunos libros interesantes

Los libros listos para ser prestados

 

OSITO

 

ELSE HOLMELUND

 

OSITO TIENE FRÍO

 

ELSE HOLMELUND

 

ADIVINACUENTOS

VIRGINIA DONOSO

BERTA INÉS CONCHA

 

AL FURGÓN

HENRI MEUNIER

NATHALIE CHOUX

 

NIEBLA EN LOS BOLSILLOS

PAU ESTRADA

M DOLORS ALIBÉS RIERA

 

RICITOS DE OSO

STÉPHANE SERVANT

LAETITIA LE SAUX

 

YO VOY CONMIGO

 

RAQUEL DIAZ REGUERA

 

EL CHUPETE DE GINA

 

CHRISTINE NAUMANN VILLEMIN

 

MI PEQUEÑA BIBLIOTECA

 

 

¿DÓNDE ESTÁ EL LIBRO DE CLARA?

 

 LISA CAMPBELL ERNST

 

LA VERDADERA HISTORIA DE LA RATA QUE NUNCA FUE PRESUMIDA

 

ANA GRIOT 

 

LA VACA VICTORIA

 

NONO GRANERO

 

LAS DIEZ GALLINAS:

 

SYLVIA DUPUIS

 

EL CUENTO CÁLIDO Y TIERNO DE LOS CHODUDÚS.

CLAUDE STEINER

 

LA VOCECITA

 

MICHÄEL ESCOFFIER 

 

EL LOBO LLAMA A LA PUERTA

 

NONO GRANERO

 

CUENTOS EN VERSO PARA NIÑOS PERVERSOS

 

ROAL DHAL


La valoración fue muy buena y puedo decir que nos lo pasamos fenomenal.

martes, 23 de abril de 2024

EL REFUGIO (CUARTA PARTE)

 PEJIGUERO

Perdió su nombre hace mucho tiempo, tanto, que quien lo conoce no recuerda siquiera si algún día lo tuvo. Viste bien, camisa blanca, pantalón franela, chaqueta en tiempo frío. Escaso vocabulario, más de llanto perenne, lastimero.

Su zona de acción es el centro, entre Plaza de Cataluña y las Ramblas. Impertérrito pasea vaso de plástico en mano, pedigüeño, llorón, incomprensible frase, continua pejiguera. A veces se descifra: ¡Dame argo…niña, dame argo!

Extraña encontrarlo en el bus 12, prolijamente sentado, sonrisa desdentada, mientras desafina una copla española al son de una pequeña radio pegada a su oído.

Parece que su gemelo ha salido hoy de faena y se han intercambiado los papeles. Entran ganas de seguirlo. Provocan tantas dudas estos dos seres en uno. ¿Es realmente pobre?, ¿está loco?, ¿de dónde viene?, ¿tiene alguien que lo cuide?, ¿es infeliz su llanto?, ¿recibe alguna caricia?, ¿quién le plancha su camisa almidonada?, ¿cuál es su pena eterna?, ¿alguna tumba espera sus flores?…

Se acerca, juguetón, a Martín, a por una comida caliente, y con una sonrisa desdentada de molares pregunta:

—¿Hoy lentejas? ¿Eih, eih?…

EL REFUGIO (TERCERA PARTE)

 CERDEÑA

En Cerdeña, dice, cuando alguien le pregunta dónde vive. En el 127, allí tienes tu casa, reitera. Y es cierto. Su rincón es fijo, permanente. En la salida de la cochera de ese bloque estableció su hogar, a pesar de que la comunidad de propietarios le enrejara la zona para evitar su presencia. Le importó poco. Se desplazó medio metro más afuera y se afincó bajo la marquesina. 

De sistemático parece compulsivo. Cada día los mismos ritos, las mismas costumbres. A las 8 en punto, cuando el tráfico de la calle indica que la ciudad se despierta, recoge sus cosas: la maleta vieja donde deposita el pan, la manta de cuadros preciosamente doblada, el cojín que le sirve de almohada, y en una maraña de ruidos, pliega las innumerables bolsas de plástico que completan su ajuar y que usa para guardar cosas o para protegerse del frío. Bolsas y más bolsas que cuida como si fueran tesoros.

Un poco más abajo, en la misma calle, en el bar Juani, le dejan guardar sus pertenencias. A veces, si no hay muchos clientes, puede hasta acicalarse. Si el dueño está de buen humor cae un café con leche y pan migao, en tazón grande, como los de antes.

Después inicia su marcha. Ser metódico tiene sus ventajas y sabe bien dónde dirigir sus pasos, a qué horas y en qué lugar puede encontrar a sus conocidos de siempre. Un rato de charla, un cigarrillo siempre aligera ese permanente estar mano sobre mano.

Más bien parco, saluda apenas con un gesto a los viandantes habituales. La calle Cerdeña no es cualquier cosa y tantos años allí establecido hacen que sea conocido y reconocido. Sólo algunos chiquillos, al pasar, lo miran con curiosidad, sus preguntas quedan frenadas en las mirada censoras de los mayores. No quieras saber, parecen decir, qué te voy a contar de una sociedad que fracasa de esta manera.

A la noche volverá a su puesto. Acomodará sus cosas, se fumará el último cigarro reclinado bajo su manta, mientras divisa las piernas de los paseantes que presurosos se retiran a guarecerse en  verdaderos refugios.

 

domingo, 21 de abril de 2024

EL REFUGIO (SEGUNDA PARTE)

 LA POLACA

Gruñona, exasperante, bruja por dentro y por fuera. Los niños la persiguen por las calles, la corren, le tiran piedras mientras la insultan con lengua de fuego. Con su vocabulario de peón carretero les responde en un escándalo mayúsculo que nadie detiene. ¿Lo provoca acaso ella con sus cabellos locos, rizosos, sucios, que de apelmazados resultan compactos?

Pasea por la Gran Vía, renqueante, patizamba,   increpando a los viandantes con ademanes histriónicos. Chapurrea las pocas palabras que recuerda de su lengua natal a los extranjeros, que se preguntan, si acaso este curioso personaje no forma parte del mobiliario urbano.

Traída con engaños de Cracovia, casi secuestrada, a los diecisiete, belleza rubia de ojos verdes, promesas que se consumieron en burdeles y camas ajenas. Las palizas fueron su pan cotidiano, su día a día, el trazo de su desgracia.

Con apenas cincuenta años, aparenta ser una vieja de ochenta. Nariz rota, contrahecha, inútil, desahuciada.

Recorre la ciudad como alma en pena. Se pierde por cementerios donde llora en tumbas ajenas la ausencia  de su angelito, del que no sabe siquiera si llegó a vivir. Fue desde entonces cuando su cabeza se voló entre nubes.

Cada tarde, a la caída del sol pasa por la puerta de El Refugio. Invariablemente mira, duda, vacila. Odia a todos los que como ella esperan. Qué esperan realmente, se cuestiona.

Martín el encargado de día, la invita a pasar con una mirada acogedora, una, dos veces, en un parpadeo casi en código. La Polaca duda, vacila. Mañana, se dice,  quizás mañana.

martes, 9 de abril de 2024

EL REFUGIO (PRIMERA PARTE)

CALLADO

Aníbal es una persona discreta, apagada, silenciosa. Pobre de solemnidad desde donde se declara su memoria. Sólo aparece por El Refugio cuando Callado, su lebrel gris, tan gris como él, se le escapa y le concede un respiro, como queriendo decirle, anda, te mereces una ducha y un plato de comida caliente.

Hombre de pocas palabras pero culto cómo él solo. Antiguo profesor de latín, lengua hoy tan denostada.  Cayó tan bajo cuando empezó a morir esta asignatura o fue antes, cuando empezó a beber y perdió el norte, el sur y hasta el oeste.

Amable en el trato, mirada franca, cabello entrecano, ojos castaños perdidos entre verdes. Observa el mundo con mirada asombrada como queriendo llenarse de todo lo que se ha perdido en los últimos años.

Duerme habitualmente en los jardines de la Ciudadela pero las noches más frías, se refugia, en los soportales de algún edificio perdido del Raval.

Sus conocidos le llaman El Profesor y le piden entre risotadas que les suelte unos cuantos latinajos. Callado gruñe espantado ante tanta carcajada.

No añora apenas nada, si acaso sus viejos libros o el tacto del papel entre sus dedos, tal vez alguna sonrisa picarona de sus viejos alumnos de mirada inteligente con los que con-jugaba la lengua que con pasión enseñó.

Cuando descubrió que podía pasar las mañanas de invierno en la Sala de Prensa de la biblioteca de Poble Nou, le volvió la sonrisa a la mirada. Callado, desde la puerta del edificio, con dos ladridos cortos y uno largo le avisa cuando el hambre le azuza, indicándole que es tiempo de volver a la calle.

 

sábado, 6 de abril de 2024

SÉKIA

 

Es la segunda feria del mes del Agrado. Hoy me corresponde. El corazón me salta desbocado y la agitación corre por mis venas a pesar del corto periodo pasado desde la última vez. Tanta emoción me reseca la boca. Lo he conseguido con gran esfuerzo y mucha obediencia, corresponde bajar la cabeza si quieres recibir tan meritoria recompensa.

Soy consciente de que durante mi corta vida he estado supeditado a estos encuentros. Es así, esta es la sociedad que tenemos, esta es la única razón que me permite seguir viviendo “si es que a esto se le llama vivir”.

No me mueve el dinero, ni los bienes materiales con los que intentan embaucarnos, no me ayudan las drogas dulces que puedo conseguir por unos minares. El castigo perenne es no poder vivir otras vidas pasadas sólo conocidas gracias a la IA.

Espero a la entrada de la gran semiesfera gigante, de tonos plateados, con otros ambivalentes como yo. Cada uno llevamos al cuello la insignia del premio conseguido. No todas son del mismo color ni tienen la misma grafía, la mía es roja iridiscente con partículas blancas. Revela gran categoría, casi sesenta mega espectros, lo que me asegura una poderosa experiencia.

Por fin llega el momento. Nos hacen pasar a la gran sala circular de proyección múltiple que nos acoge. Me acomodan en  un brillante sillón de resina polimérica que se adapta con facilidad a mi personal geografía. Solicito un hidratante y recibo una bebida energética, de sabor indefinido, que relaja y calma mi corazón encabritado.

Se va haciendo el silencio. Baja paulatinamente la intensidad de los neones. Me envuelve una música personal que se abre paso en mi cerebelo interior. Sé que es la mía, la que he solicitado, debidamente  programada en un correo, días antes de asistir a este evento. Mis manos se estremecen sujetándose a la Patética de Beethoven. La gravedad desaparece de mi entorno y me dejo llevar por este túnel del tiempo.

De repente, mis pies descalzos pisotean margaritas de colores rabiosos, el prado por el que camino rezuma agua. ¡Agua!, me sumerjo en un río bravo de remolinos tumultuosos, la humedad impregna todos mis poros, me hago sirena, pez, medusa. Saboreo frenéticamente el delicioso líquido queriendo esponjarme de este bien casi inexistente. Una cascada intenta acallar mi preciada música sin conseguirlo, el viento azota mi cara, respiro a pleno pulmón y mis bronquios se abren al oxígeno puro que llena todos los rincones de mi existencia. Corro por terrenos pantanosos sintiendo el azote, en mis piernas desnudas, de los frescos juncos. Salto, mis pies se enfrentan a rocas musgosas y me abrazo, con entrega infinita a los árboles de mi infancia. Grito con todas mis fuerzas. Río, río estrepitosamente a carcajadas valientes, como hacía mucho tiempo no había sentido. Lágrimas reparadoras inundan mi rostro… Lloro durante largos momentos en sacudidas alegres que acaban haciéndose, después de unos instantes, más y más amargas.

Las luces de la sala van insinuándose. El silencio nos aplasta como una losa. Una voz metalizada recomienda esperar unos momentos, antes de desalojar la sala, hasta que nuestros ritmos cardiacos hayan adquirido su “natural” cordura.

Salgo borracho de emociones.

Han merecido la pena las jornadas extras trabajadas en la mina, a cielo abierto, donde me ocupo de la difícil extracción del Colimbo, último elemento de la tabla periódica, fundamental para poner en marcha los reactores de potencia, que durante unas horas diarias  conceden energía a la población

Solo quedamos 200 millones de habitantes que ocupamos, apenas, el espacio de dos de los Antiguos Países. Vivimos distribuidos entre el subsuelo y los grandes rascacielos que pudieron salvarse de la terrible hecatombe que supuso La II Gran Guerra Mundial del Agua.

Son muchos los compañeros que he visto perderse en estos desastres, muchas las mañanas que no quisiera despertarme, mucho el odio a toda nuestra raza por no haber sabido cuidar la Tierra. Es grande el cansancio que nos provoca respirar, con máscaras, un gas licuado que sabe a tierra batida, asearnos a base de nano partículas de aire, hidratarnos con líquidos energéticos de sabor artificial y alimentarnos de sucedáneos plásticos cultivados en laboratorios.

Por eso agradezco y vivo pendiente de estos momentos de asueto que me permiten renovarme y construir recuerdos que no me pertenecen, llorar por el terrible pasado que nos condujo al ocaso, poder visionar imágenes prestadas de mi infancia, de mi familia y de aquellos queridos amigos que se perdieron en este largo y terrible proceso.

La próxima vez volveré, si puedo, al lugar donde nacieron mis antepasados, recordaré las alamedas doradas en el otoño, el pozo de agua fresca de casa de mi abuela y, entraré en el mar…ese mar que espero deje en mi boca un permanente sabor a salitre.

viernes, 5 de abril de 2024

MUCHACHA EN LA VENTANA

 



Tomás duerme…

La noche ha sido bastante tranquila después de todo. Tendría que aprovechar su sueño y descansar antes de que reclame la siguiente toma, pero disfruto gratamente de este momento.

Es tanto el silencio que hasta parece que la casa entera ha dejado de respirar.

Cuántas horas he pasado mirando por esta ventana. Cuántas horas esperando a que llegara padre de faenar. Cuántas horas al acecho de los cortejos de mi muchacho,  mi gran muchacho, el padre de Tomás.

Dentro de un rato romperá la amanecida y se llenará el paisaje de matices. Los colores del mar y del cielo se confunden en este instante, si no fuera por la franja arbórea que delimita  el contorno de la bahía no se podría saber dónde termina el horizonte.

Acaricio con delicadeza mis brazos desnudos. Sobre mi piel llevo únicamente la ligera bata que con tanto mimo me cosió madre; suave, de raso blanco en ligeros tonos azulados. No se permitió ni una concesión, por más que le gustaban las blondas y los encajes, me la hizo ligera, cómoda, sabedora de lo poco que yo apreciaba las florituras. Apenas un cinturón para cerrarla y permitirme amamantar, con comodidad, al hijo que ahora descansa.

Mi mente viajera acaricia el marco de la ventana, madera serena mil veces pulida por manos expertas, tanto cuidado puesto, año tras años, en esta casa frente al mar… mi querida casa y mi mar Mediterráneo.

A mi lado, sobre el alfeizar, reposa  como abandonada la toquilla de mi pequeño, si acercara mis dedos a ella todavía apreciaría su ternura y su calidez.

¿Se puede sentir tan grande por una criatura tan pequeña?

Visillos azules y livianos enmarcan mi presencia en esta ventana también azul, de este cuarto azul. ¿Tal vez soy la mujer azul que espera el regreso de su hombre que cada tarde le sonríe, a través de una pantalla,  desde el otro lado del Atlántico?

Qué lejos te me has ido a trabajar huyendo del campo de tu padre y de su barca de pesca.

Mis zapatillas ligeras empiezan a impregnarme de la frialdad del suelo.

Observo con interés el flujo de los marineros regresando a la orilla. 

El día empieza a levantarse y yo voy con él repasando, en mi cabeza, las tareas que me esperan.

En realidad nada acuciante me espera. Nada.

Tomás duerme…

      

sábado, 16 de marzo de 2024

El NIÑO DE VITRUBIO

 


Era mirada, solamente mirada de ojos castaños y largas y rizadas pestañas. Siete años apenas emparejados a un movimiento continuo, imposible seguirlo o detenerlo y, de repente, se había producido el milagro…

Aun vestido, se nos había escapado de las manos y a todo correr se había lanzado hacia aquella enorme masa de agua inquieta. Ante la escena que se mostraba a sus ojos, a apenas tres metros de la orilla, se había detenido… fijo… expectante, enterradas sus sandalias de plástico en aquella arena nuestra, tan negra, tan grosera y tan fresca…

El silencio podía mascarse. Todos a su alrededor, quienes le acompañábamos aquella mañana de agosto e incluso los paseantes que observaban curiosos la escena, se habían quedado tan inmóviles como él, como nosotros, sin querer perdernos la magia que se presintió en ese momento, extraño y único… ¿Acaso el mar y el niño se conocían?

Sin romper la distancia de seguridad, por si nos necesitaba o hacia cualquier gesto que implicara peligro, sin llamarlo ni acercarnos a su personita, fuimos ubicando toallas y esterillas que salieron de bolsas de lona y de capazos, surgieron dudas de si colocar o no la sombrilla, bisbiseos de dónde poner la cesta de la merienda para que tuviera más sombra, la silla para la abuela, ruidos que intentábamos aplacar moviéndonos como si fuéramos de algodón, para no romper aquella magia inesperada.

De haber podido: habríamos espantado a los pájaros, silenciado las risas de los niños, apagado la música del chiringuito, acobardado a los adolescentes de conversaciones estridentes y chabacanas, acallado al vendedor de helados… desalojado el pasaje de aquellos bloques inmundos y antiestéticos… de haber podido.

Como una tribu ibamos cercando filas a su alrededor -retirando vestimentas con prisa, ubicando sombreros, extendiendo olorosas cremas en los cuerpos escurridizos, de los más pequeños, que reían con sofoco agitados por nuestros precipitados gestos-  pendientes de la siguiente escena que pudiera producirse.

Él, impertérrito, permanecía en el mismo sitio, las sandalias casi sumergidas en la arena, la sonrisa aún más luminosa, un ligero aleteo de manos que por ratos aceleraba en  el inicio de un vuelo imposible queriendo imitar a la gaviota que se posó en vuelo rasante sobre las olas, introdujo el pico en el agua y subió riendo audaz hacia el cielo. Un estremecimiento de emoción o de frío, ante la liviana brisa que nos iba acompañando, erizaron la suave pelusa de su nuca.

Mirada perdida en un horizonte infinito.

Al ver a los primos entrar en el agua, sacudió con violencia la cabeza intentando despertar de un sueño tan profundo, avanzó unos pasos borrando, sin saberlo, el trazo de sus pequeñas huellas, se acercó a la primera espuma, se agachó e intentó recoger el agua con la mano.

Su maniobra nos costó un desvelo…

Su mirada se torció entre la frustración y el coraje y entonces avanzó furioso, con determinación, solo contra las olas, contra todas las olas presentes, como un pequeño Don Quijote, proponiendose conquistar el mundo. Los adultos nos levantamos al unísono, como si fuéramos un solo cuerpo  y ante el gesto de contención realizado por sus padres adoptivos, nos quedamos atrás, esperando.

Cómo lo conocen.

Cuando al agua le alcanzó las rodillas su sorpresa fue tan grande que a toda prisa dio un paso atrás y entre el vaivén de la ola y el suelo escurridizo bajo sus sandalias, perdió pie y se quedó extrañamente sentado.

Otra ola vino a saludarle y otra más y otra… la espuma le mojó la cara, sus pestañas y su rizado cabello se perlaron de gotitas similares a las estrellas luminosas que danzaban, aquel día, sobre la superficie del agua. Empapado mira al horizonte queriendo abarcarlo todo, mira al sol entrelazando las manos antes sus ojos, mira el agua e intenta atrapar una piedra que se le escapa. Se lame los labios, se relame y descubre un sabor inesperado, bebe un buche de agua salada, que escupe…

Se estremece, olisquea, se mece, se abraza, sigue indolente, con la mano, el vuelo de un enorme cormorán que se aleja, intenta capturar el sol y juega a  tapar y destapar sus ojos como  queriendo acostumbrarlos a la inmensa luz y  la penumbra...

De repente se incorpora, se arranca iracundo la ropa, enfadado, saturado tal vez de tantas nuevas vivencias y, desnudo y descalzo grita con todas sus fuerzas.

Tememos una de sus conocidas rabietas, uno de sus arrebatos de cólera y nos miramos sin saber bien qué hacer y entonces, su grito se desvanece como por ensalmo, se sucede un silencio y, para nuestro asombro, la playa entera se llena de su risa, una risa encantadora, escandalosa, desvergonzada, primaria, emocionada, fuerte… una risa, que de no conocerlo parecería llanto.

Y ya todo en él se hace movimiento, persigue a los correlimos y a las olas, y va y viene entrando y saliendo del rompeolas, queriendo modificarles el ritmo, queriendo impedir que el movimiento siguiente se produzca. Se deja seducir por los juegos de los pequeños y junta infatigablemente piedrecitas blancas, redondas, perfectas, en el cubo de plástico que alguien le ha aportado, abre en el suelo agujero tras agujero, con las manos, con la pala, con un palo,  queriendo horadar, saber, llegar más allá, quizás a la otra orilla donde quedó su casa.

Rescata tesoros en forma de cristalinas, rocas delicadas que al mojarse se hacen transparentes, raíces de caña de forma traviesa que parecen animales fantásticos.

Mira a su alrededor, brazos abiertos, piernas abiertas… “Niño de Vitrubio” queriendo apoderarse de todo lo que le rodea. Observa el mar, el cielo delicadamente azul, ligeras nubes, montañas, gira sobre sí mismo impregnándose de cada escena, de cada paisaje y repite en voz baja, muy baja: il mare…  

Es, esta mañana, el niño más feliz del mundo.

Entrega a sus padres cada objeto recogido con el compromiso de que volverán con él a Nápoles, a su tierra natal.

miércoles, 13 de marzo de 2024

EL OJO DE CRISTAL

 

La cajita del abuelo

Un día, durante la hora de la siesta que los mayores nos obligaban a hacer, descubrimos en un cajón de la cómoda del dormitorio de los abuelos un ojo de cristal cuidadosamente envuelto en un pañuelo dentro de una caja de metal.

Mis hermanos pequeños creían que se trataba de una canica más grande de lo habitual, pero ya vimos que se trataba de un ojo como los nuestros, de color marrón claro y una pupila negra.

Esa tarde, cuando el abuelo volvió del campo, se lo enseñamos, y cuando lo tuvo en sus manos nos contó la historia del ojo.

“¡Ah, sí! Pero… ¿Cómo ha llegado a vuestras manos? Es el ojo de cristal de mi tío Manolico, que se fue a América a buscarse la vida y tuvo tan mala suerte que en una revuelta en el puerto americano donde trabajaba, le dieron una paliza tan grande que lo dejaron medio muerto y cuando lo recogieron al día siguiente y lo llevaron al hospital, comprobaron que uno de sus ojos estaba muy mal y se lo tuvieron que quitar.

 Primero se lo taparon con un parche hasta que se le secó bien el hueco y así estuvo mucho tiempo, triste, torpe y sin dinero; luego su suerte cambió, empezaron a irle las cosas bien y sus ganancias aumentaron. Volvió por el hospital y le dijeron que podían ponerle un ojo de cristal para taparle el hueco; se lo pusieron tan parecido al suyo que no se sabía cuál era el verdadero.

Cuando volvió al pueblo, nadie se lo notó; pero a mí me contaba que ese ojo veía por su cuenta todo lo que nadie veía y que, por las noches, se ponía muy nervioso y no lo dejaba dormir. Decía que veía los sueños de los que dormían en la casa; así es que acabó por quitárselo para dormir primero y luego, cansado de tantas visiones cristalinas, le dijo a la tía María que le hiciera un parche y acabó por guardarlo en un cajón de la cómoda, donde lo habéis encontrado”.

 El abuelo nos dijo que lo pusiéramos donde estaba y así lo hicimos.

Hasta que una tarde, decidimos llevarlo a pasear en secreto;  cada día le tocaba a uno llevar el ojo en el bolsillo y, ya en la calle, lo poníamos en la mano para que viera lo que nosotros no veíamos: estábamos tan convencidos de los poderes que tenía el ojo de cristal que lo mirábamos todo como si fuera la primera vez, para luego contárselo a los demás.

 A la hora de la siesta, reunidos en el dormitorio, nos sentábamos en el suelo con el ojo de cristal en el centro sobre un trozo de algodón y comenzaban las historias de lo que había visto el ojo el día anterior: si las contaba mi hermana pequeña, eran fantasías fantásticas, si las contaba mi primo mayor eran de miedo y si las contaba yo eran mágicas e increíbles.

Una noche, decidimos dejar el ojo encima de la cómoda a ver si veía los sueños y por la mañana, el ojo había desaparecido; lo buscamos con mucho sigilo por el suelo, por los cajones, detrás de la puerta… No lo volvimos a ver. Y ese verano seguimos mirándolo todo como si lleváramos con nosotros el ojo de cristal.

                                                                        Conchi Gallego


domingo, 3 de marzo de 2024

Lasana

       

Le gustaba el aroma de los pinos al amanecer y sobre todo el silencio. Apenas levantaba el sol se dirigía con pasos precisos, mochila al hombro, a recoger las plantas habituales para su oficio.

Mientras sus manos, de manera casi mecánica, cortaban la lavanda, despetalaban el cantueso, se surtían de brotes nuevos de belladona, troceaban una hierba de San Juan o unas tiernas belloritas, su mente volaba por encima del horizonte y planeaba por años de miseria y abandono. Era su abuela Basilisa la que le había dado todo, su abuela, vieja y desdentada desde que la conoció, la que le había procurado el sustento necesario al cuerpo y al espíritu. Gracias a ella, ahora podía gozar de una posición económica envidiable en aquella aldearía, con una casa-cueva sólida, grande, afianzada a la tierra, dominando el paisaje desde donde otear a los que, cada día, venían a pedirle consejo.

Se llamaba Lasana. Era santón y almandero. Sus manos curaban, sus palabras mecían las penas de los infelices, sus dedos colocaban miembros rotos, palpaban heridas sangrantes y limpiaban furúnculos. Su mirada, ambarina, penetraba más allá de donde llegaban los demás, a veces tan lejos que hasta él mismo se asustaba de lo que percibía.

Se sentó en la misma atalaya de cada día y admiró el amanecérrimo momento, único y precioso en que el sol comenzaba a apuntalar por encima de las montañas vecinas. Poco a poco la vivienda a sus pies se iría llenando de ruidos. Las mujeres de la casa, Juana, su primera esposa, su hembra madre de sus cuatro retoños y casi a la par, se alzaría Oniria, la segunda,  una francesa que arribó un día cuajada de moretones y desamores y supo curarla de ambas cosas, en breves semanas.

La «legal» era fornida, de anchas carnes y brazos fuertes; la otra, rubia, de piel blanca, delicada, pero astuta e inteligente, que se movía con los euros y los trueques como nadie. Las dos se complementaban y se respetaban, aunque a veces entre ellas estallaran aguaceros, habían acabado por lograr una convivencia aceptable.

Encendió el primer cigarrillo del día y suspiró con un lamento amargo. El motivo de sus cuitas no era otro que su Candela, su Candelilla, quince años, la niña de sus ojos, que de pronto se le había atravesado y se le había ido de las manos.

El perro en trote galopérrico salió a buscarlo a la senda y de dos lametones le borró las penas mañaneras. ¡Si podía ser bueno aquel jodío cachorro!

En la lumbre que humeaba aromaba el café y en su taza el pan migao le esperaba. Su desayuno de siempre, desde que era un mocoso y traducía a los clientes lo que su abuela desdentada farfullaba entre susurros. De ahí le vino la labia, el camelarse al personal, la sonrisa pícara, seductora, el saber escuchar, decir lo justo, insinuar, esperar a que se anticipasen. Como le repetía incansable Basilisa: «La gente al final de tan simple acaba por ser transparente».

Llamó a gritos a su hijo mayor para que hiciera la corranza de un motocarro y una furgoneta, que entorpecían el paso en el camino losadizo. Últimamente le pagaban así. Él no entraba ni salía, si Oniria le decía que la chatarra valía dinero, estaba convencido de que tendría razón.

El día transcurrió como de costumbre. Organizó unos cuantos brebajes, recibió tres visitas por la mañana y otras tres después de la siesta. Quitó una garrapata de la cabeza de su hijo más chico, preparó un emplasto para la tos al segundo y los alejó a todos, a la hora del crepúsculo en un intento de refrenar el rumrum que ocupaba su cabeza desde que amaneciera. Candela ni le había mirado. Cuando la llamó, para hablar con ella, se le acercó peligrosamente sumisa para acabar plantándose en jarras, con las piernas abiertas, bravucona y desafiante. Ojos tristes. Muy tristes. Cabellos desmayados, piel apagada, lunitaria total. Algo le pasaba a la chiquilla y él, al que venían a consultar de todas partes del mundo, no sabía qué hacer.

Se aseguró por medio de sus mujeres que la niña había tenido su mes, y pudo suspirar aliviado. Pero si no era esto, ¿qué le carcomía a la muchacha?

Al findedía se fue a dormir a su hora de siempre, después de un café de puchero tomado en cuclillas junto a la lumbre, en el patio, bajo un ultracielo tan cuajado de estrellas que casi sobrecogía.

Al día siguiente su hijo le llevó a Granada a terminar unos asuntos y a ver a una cliente que no podía desplazarse.

Al subir al coche de regreso, en la calle Alhamar, cogió sin pensarlo, la publicidad sujeta en el limpiaparabrisas y leyó con interés: «Profesor Musa, Chamán africano con 28 años de experiencia…» bla, blabla… Prometía resolver todos los males de la tierra.  

Se dijo a sí mismo que por qué no, después de todo sería una consulta entre colegas.


(Otro ejercicio del taller de escritura, en este caso se trataba de escribir un texto con palabras inventadas)... 

sábado, 2 de marzo de 2024

LA DICHA ES FLOR DE UN DÍA

     Fue en un poblado Cherokee, situado en la  región de los Grandes Lagos,  territorio en que la caza y el agua son abundantes, donde la encontré.

Una muchachita, apenas una niña, ojos intensos, negros almendrados y cabellos azabaches, con reflejos curiosamente cobrizos.  

Gemía escondida bajo unas mantas destrozadas. En el aire, aun perduraba el olor a quemado, que señalaba el paso reciente de la caballería.

Temblaba como un cervatillo herido. No lloraba, sólo su mirada furiosa me indicó el odio tan potente que le inundaba. Debía de haber visto tanto.

Me pareció tan frágil, tan tierna, tan pequeña. Se resistió con bravura, cuando la cogí en mis brazos y la subí al caballo. Apenas gritaba.

Yo, era sólo un buscador de oro, nómada sin destino, habituado al aquí y allá, al ahora. A dormir bajo las estrellas, sin importarme el lugar ni los peligros que me acecharan.  

 Mi vida cambió con ella y por ella. No fue fácil para ninguno de los dos. Por donde aparecíamos los hombres nos miraban con recelo. Una india no era nada, ni nadie, si acaso una esclava para la cama o la casa.

Juro que, al principio, no le toqué ni un pelo. Dejé que la muchacha se habituara a mi presencia. Le puse por nombré Wahya, que significa loba en cherokee, lo elegí, por su bravura y por haber sido tan inteligente, como para escapar sana y salva de aquella  terrible contienda.

La llevé a que conociera a mi familia: granjeros adinerados, presuntuosos, cargados de prejuicios que rápidamente la rechazaron.

Me acostumbré, con el día a día, a sus silencios, a que me siguiera los pasos,  que aprendiera a la velocidad que lo hacía,  que me sirviera al más mínimo gesto;  observándome siempre, desde la profundidad de sus ojos negros, eternamente abiertos y expectantes.

Con el tiempo, me pude hacer con un pequeño terreno donde construimos una cabaña. Teníamos lo suficiente, lo justo para vivir. Unas gallinas y un ternero, después vendría la carreta y las cabras. Sembré con alborozo aprendiendo a  hermanarme con la tierra.  

Se fue haciendo una mujer cada vez más mujer,  dócil aunque poco habladora. Su mirada se fue enterneciendo. Dejó, con los días, que me acercara a su cama y me aceptó como compañero.

El tiempo me diría lo equivocado que estaba.

Cada noche, le enseñaba varias palabras que asimilaba con presteza, ella, pretendía hablarme en su lengua, no la dejé, no me interesaba, para qué.

 Qué torpeza la mía.

Se fue habituando a mis ritos, a mis costumbres, a mi forma de ver la vida y el mundo. A veces incluso, cuando le mostraba las estrellas, diría que su mirada se dulcificaba.

Qué estúpido, qué le iba yo a enseñar a una cherokee sobre lo que expresan los astros.

Se habituó a recoger plantas silvestres por las praderas y bosques cercanos, con ellos preparaba brebajes y pócimas, que bien  servían ante una enfermedad liviana y que, incluso, nos proporcionaban buenos trueques con los vecinos de la comunidad en la que nos habíamos instalado.

No precisaba de más: mi preciosa Wahya, mi casita, mi huerto y una pieza de caza de vez en cuando, de la que ella sacaba tanto partido. Hubiera deseado un hijo, pero su vientre se mostraba estéril.

Le pedí matrimonio, una tarde de primavera, me miró con expresión seria. Sabría acaso qué significaba esa palabra. Pretendí así reconciliarme con mis padres, recuperar la parte de la herencia que me correspondía, que vieran que el tarambana de su hijo había sentado cabeza.

Como hacía cada cierto tiempo Wahya, me comunicó que se ausentaría, para buscar los productos que necesitaba del  pueblo cercano. La vi preparar la carreta, enfilar el caballo, se le notaba muy feliz. Me pareció hasta que canturreaba.

 

Han pasado tres días y de repente he comprendido.

Como antaño hiciera en momentos oscuros, dirigí mis pasos hacia la taberna. Yo, que la creí buena, cómo pude ser tan ingenuo. Tengo que decirlo en voz alta para convencerme, una y mil veces, las que precise; mi india me ha dejado, no volverá a mi choza.

 La dicha es flor de un día, rebóseme la copa, por esta pena mía, señora María Rosa.