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De nuevo volvimos Vicky y yo a contar cuentos. esta vez fue a la clase donde ella lleva colaborando desde hace un tiempo, se trata de un aula especifica del colegio Ave María San Cristobal.
Como hacemos siempre llevamos un programa previsto abierto a las modificaciones que se puedan producir y en este caso como la participación fue tan grande y variada quedamos muy satisfechas de los resultados al ver como desde el primer minuto los chicos y las chicas se lanzaron a contar cuentos a la clase.
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Vicky en acción con el cuento La casa que Pedro ha construido |
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Laura encantada de colaborar con Vicky con el cuento del chupete de Gina. |
( El Verdugo 2)
Se alzó rápido del lecho, atento, expectante, preparado ante cualquier contingencia. El silencio roto por la alarma luminosa le condujo a los movimientos precisos que correspondían a una situación extrema.
La temida lluvia de meteoritos había llegado.
Se percató de su desapego y de la poca atención prestada a las noticias de los últimos días. Como un autómata se aproximó al primer armario que, como correspondía e esta anómala situación, permanecía abierto.
Extrajo primero una luz frontal que le facilitó el desplazamiento por la estancia escasamente iluminada, después procedió a registrar el arcón de emergencia, situado en el primer estante del mueble. Conocía perfectamente su contenido sin necesidad de verlo, gracias a los ejercicios cien veces repetidos de salvamento, que establecían los protocolos gubernamentales que permitían a la población enfrentarse a la situación actual.
De la caja de alimentos desecados e liofilizados extrajo una de las burbujas hidratantes, comestibles, del tamaño de una pelota de tenis. Era justo lo que necesitaba para paliar la sequedad producida por un conato de pánico.
Una tormenta de meteoritos no era algo habitual, se daba una vez cada cuatro lustros y solía tener consecuencias devastadoras.
De manera mecánica, fue extrayendo la ropa del armario. Descartó el uniforme de trabajo que lo señalaría, peligrosamente, ante una población alterada. Era preferible y además recomendable pasar desapercibido. Adoptó, por tanto, el traje habitual de la mayor parte de la población de Urno y en breve terminó de vestirse.
Dos comprimidos vitamínicos y otra capsula de humedad le dejaron listo, en la medida de lo posible, para enfrentarse con la tarea del día.
No quiso indagar más allá de lo que le esperaba. El acto de la doce en el Gran Ronpoint podía ser cancelado, pero no le eximía tener que presentarse en el lugar, por encima de todas las tormentas que hubiera sobre el planeta.
Apoyó la mano derecha en la puerta permitiendo que el mecanismo previsto para las situaciones de emergencia la abriera. Cuando había que proceder con el menor gasto energético, los pertenecientes a su casta sabían muy bien cómo hacerlo.
En el descansillo de la escalera se enfrentó con el desconcierto inhabitual, de tener que usar las escaleras mecánicas. Era impensable coger el ascensor. Realizó la subida al nivel menos cuatro del edificio cruzándose con algunos vecinos cuya palidez extrema indicaba su preocupación ante la situación.
Se movió con soltura desplazándose con rapidez. Aunque había calculado que el trayecto, a la Gran Plaza, sería más largo que de costumbre, estaba seguro que había salido con el tiempo adecuado. Antes de abandonar su habitación se había procurado un móvil y un diminuto auricular que colocó en su oído izquierdo, aparato encargado de transmitirle las órdenes pertinentes sobre su tarea.
Normalmente los Ejecutores como él, no conocían su trabajo hasta escasa horas, y a veces minutos, antes de realizarlo. Sólo se fijaba el momento y por lo general, era un holograma en el bólido espacial quien le informaba del nombre de la persona y los delitos por los que había sido condenado.
Se apresuró a coger una línea de metro. En el arcén, entre los escasos pasajeros presentes, destacaba la presencia de los uniformes verdes oliva de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Polisenado.
La rotura del campo electromagnético, provocado por la tormenta de meteoritos, hacía imposible que los vehículos oficiales despegasen de las bases y se demandaba a la población que trabajara desde casa o recurriera a los transportes públicos.
Acarició su vestimenta naranja que le uniformaba frente a la masa. La habitual para aquel día, el uniforme color mostaza, llamaría demasiado la atención y le hubiera puesto en una situación comprometida por parte de algún fanático contrario a la pena de muerte.
En la parada de Maizka Lominosa «primera lideresa de la revolución terrícola» su móvil le transmitió el nombre de la persona a la que tenía que ajusticiar.
Fue el único momento, de su vida, en el que se alegró de poder confundirse con la masa. No sólo la ropa le concedía el anonimato, si no que era consciente de que las cámaras, colocadas en miles de puntos invisibles de la estación, no estaban operativas.
Su corazón empezó a latir con un clamor insoportable. Sus manos se humedecieron. Su piel empezó a tornarse pálida. Se sujetó con tanta fuerza al asiento que casi le dolieron los nudillos.
Durante las cuatro paradas siguientes intentó relajar su respiración y calmar su angustia. El auricular continuó informando de los cargos por los qué había sido condenada. ¿Cómo era posible?, ¿ella? Por un momento tuvo su imagen delante, sus ratos de charla. ¿Ella? Compañera de trabajo, de formación en la Alta Academia. Habían compartido momentos de confidencias, entrenamientos, se sabían los mejores en su ramo, se desafiaban jugando a paralizar sus emociones, en acallar los estados emotivos de sus pieles, en aclarar sus pensamientos, en someter sus dudas. Habían reído. Incluso atrevidamente se habían acariciado.
El veredicto, traición al estado y ocultación de pruebas.
Entendió perfectamente lo qué esto implicaba. Era consciente de que una autocracia acaba por eliminar a todos aquellos que cuestionen su autoridad, aunque sea por un comportamiento inapropiado, en solitario, al escapar de la cotidianidad establecida por la Norma.
Tuvo claro que él sería el siguiente.
Se estaban divirtiendo por haberle destinado esta tarea.
El túnel, por el que estaban pasando, era largo y oscuro, aunque alguna luz centelleante entre sus muros indicaba la presencia de habitantes del inframundo. Conocía su existencia, los poderes fácticos necesitan la presencia de una casta sometida, carne de cañón a la que echar mano, para los trabajos más esclavos y con la que experimentar en esta era de debacle.
En un primer momento desechó la idea por absurda, aun siendo consciente de que su vida había dejado de ser importante.
Aquellas imágenes miserables se le aferraron a la mente como una obsesión. Aunque nadie librara a Mara de una muerte segura, podía evitar la inmediatez de la suya.
Tal vez era preferible vivir libre a seguir sometido.
En la siguiente parada, haciendo una finta, simulando que perdía el equilibrio, dejó caer su móvil en la bolsa de una señora que casi atropella con su gesto. El auricular como por descuido se estrelló contra las vías del metro y amparándose en la marea que salía de los vagones, la confusión y el despiste de los guardias aceitunados se perdió, con premura, por el interior de los túneles...
(El verdugo 1)
No necesitó timbre. Su mente le mandó al cerebro las
señales pertinentes para que supiera que era el momento de alzarse de la cama.
Hoy era el día. Se mesó su pelada cabeza y en un gesto innecesario, pero mil
veces repetido, levantó el brazo y al instante la sala se inundó de luz. Se
aproximó a uno de los paneles del cubículo y los muros opacos se transparentaron
dejándole ver un amanecer indescriptible. El sol inundó hasta el último rincón
de la estancia.
Sus pensamientos
se organizaron con rapidez mientras se desplazaba a un rincón del cuarto, donde una
puerta armario se abrió de forma automática mostrándole el impecable uniforme
que, hoy, debía colocarse. Todo estaba medido y controlado. El gran Ordenador Central
se ocupaba de esas menudencias cotidianas que antes costaran tantos esfuerzos.
En la encimera de aluminio, que ocupaba una de las paredes de la sala, un vaso de cristal de bohemia le esperaba con un batido verde pistacho, repleto de proteínas, vitaminas y sales minerales. Como tenía por costumbre se lo llevó a los labios y sin aprensión tragó un sorbo, el líquido anodino, de forma inesperada, le trajo a las papilas el aroma del café recién molido. Se quedó paralizado ante tal pensamiento y, por un momento, algo parecido al miedo le correteó por las venas.En la pared que reflejaba su figura se contempló tal como era: alto, fuerte, un metro noventa de estatura, cabeza esférica libre de cabello, incluso carecía de pestañas, sus pabellones auditivos, atrofiados, eran apenas unos apéndices decorativos. Lo inútil había sido suprimido en la propia evolución de la especie.
Casta Diva, de «Norma», una de sus arias preferidas, flotó en el ambiente, le bastaba desear una cosa para obtenerla.
En el ascensor acristalado que le llevó al exterior, terminó de ajustarse el cuello del ropaje especial que definía su trabajo. En la puerta del enorme edificio uno de los bólidos oficiales sin conductor, le esperaba. Sus puertas se abrieron al aproximarse.
Nada más ocupar su asiento, el vehiculó con un suave ronroneo se puso en marcha hacia su destino. Mientras el coche se desplazaba entre un enjambre de trasportes diversos y edificios acristalados, el holograma oficial le presentó el caso del día.
Cansado de la burocracia a la que se habían visto sometidos últimamente los profesionales de su ramo, miró sin ver la imagen que se le presentaba.Su carrera había sido meteórica, aunque había tenido que demostrar, siguiendo una serie de rigorosísimos exámenes que estaba preparado para ello. Al contrario de la mayoría de los habitantes de la casta superior de Urno, «planeta perteneciente a la galaxia de Aztia» él formaba parte de los que no manifestaban nunca sus sentimientos. Los demás mortales, si eso se les podía llamar, no poseían esa propiedad y palidecían en momentos de angustia, se ruborizaban ante situaciones delicadas, su piel se tornaba violeta ante la ira o el descontrol y mostraban un verde aceitunado ante la satisfacción. Él, cómo los gobernantes del «Polisenado» controlaba de tal manera su mente que podía realizar su tarea sin la más mínima alteración de su epidermis.
Extrañamente aquella mañana no era verdad, ya que cuando por fin se fijó en la imagen que tenía delante, empezó a sentir como las puntas de sus dedos, sin uñas, se estaban comenzando a blanquear. Sabía que el interior del vehículo estaba acondicionado para conocer en cada momento sus reacciones y analizar el más mínimo gesto: sensores que medían su temperatura corporal, cámaras que controlaban sus facciones, pulsímetros atentos a la modificación de su ritmo cardiaco, a su tensión, a los cambios de humedad.
Consciente de lo que estaba viviendo, con el hábito de tantos años aprendido, pudo corregir su propio pulso y se enfrentó con el informe. Hoy a las 12 horas en la Gran Plaza Ronpoint debía llevar a cabo la ejecución más difícil de su carrera. Su compañera de trabajo con la que había tenido tantas horas de discusión y consuelo caería bajo su mano.
Bajó contrito la cabeza, no se planteó negarse, era consciente de que su propia sentencia de muerte estaba ya firmada.
Ortuella (Vizcaya) España.
23 de Octubre 1980.
10 horas de la mañana.
En las aulas voces de niños, juegos de mesa desparramados, lápices
y plastilina de colores, murales de láminas plastificadas; tablas matemáticas del
1 al 9, enormes mapas físicos de ríos y montañas. Fotos del rey. Negras
pizarras.
11 horas de la mañana.
Viento suave, limpio cielo de nubes. Risas livianas. Ecos repetitivos
de canciones infantiles. Caminatas traviesas por los pasillos. Baberos
desmayados sobre las perchas. Balancín estático en el patio. Pelota solitaria
en el arenero. Relativo silencio.
VIDA
Explosión de gas, terrible accidente, confusión, tremendo
destrozo. Vocerío, gritos… avisos: ¡al colegio! ¡El colegio! Gente en
movimiento. Carreras sin sentido y el caos, enorme caos. Mesas sobre mesas,
paredes y cristales rotos, escombros, polvo gris, espeso y amenazante.
13 horas de la mañana.
Sirenas alborotadoras, policía, bomberos, lugareños desesperados y
expectantes. Más gritos. Aullidos, llantos de niños. Miedo, mucho terror ante
la posible escena. Preguntas sin respuesta, respuestas sin preguntas: ¿Mi hijo?
¿Mi nieta? ¿Tu sobrino?
MUERTE
En su cementerio criaturas durmientes para siempre, ¡qué
tristeza!, para siempre.
Después de 24 años, Ortuella en permanente luto diario.
Son las 10 de la mañana de un año que comienza. Un año redondo, completo, que ya se anuncia esquinado. No habrá libretas, agenda, ni folios en blanco para anotar los propósitos habituales en estas fechas, no habrá una sola línea… nada, mientras no corrijamos los errores del pasado.
Aquí, desde esta habitación,
mientras comienza a entrar el sol de invierno los convoco, a los tres, a los
tres grandes, los tres Pablos. Viajeros incansables, artistas, habitantes de
diferentes rincones del planeta. No llegaron, si acaso, a conocerse y si lo
hicieron es lo mismo, no es eso lo que nos ocupa, o al menos lo que me ocupa
hoy, aquí, en mi sala de trabajo.
No habrá concierto de año
nuevo, no lo quiero. No quiero valses vieneses ni señoritas edulcoradas en sus
trajes de fiesta, me quedo con los
acordes del Himno para la paz de Pau Casal, compositor reconocido por su activismo
en la defensa de la paz, la democracia, la libertad y los derechos humanos. Con
los acordes de su música los sigo convocando, a cada uno en su lugar del mundo,
cada uno el primero en lo suyo, artes tan distintas, tan diversas y sin
embargo, unidos los tres por el mismo deseo…
Mientras, admiro la pintura
que el Pablo, el otro Pablo, el chicuelo malagueño que pintarrajeaba guijarros
a la orilla de un mar que no era el suyo, llenaba de carboncillo cualquier muro
encalado para acabar, un día, creando esa increíble litografía conocida como
la Paloma de la Paz… No fue la única
paloma, hubo muchas palomas, 20, 30… ¿quizás más? Dibujos, grabados, pinturas,
a veces cuatro trazos livianos en un simple papel, tras una búsqueda perenne.
Así se declaraba pacifista, con este
símbolo que sería ya para siempre el nuestro. La paloma; una llamada a la Paz,
el Guernica; un grito desgarrador del después, para mostrar los desastres de una guerra. Recordar para no
repetir.
Pájaros… Pintó suficientes
pájaros para llenar cien cielos, cómo si no hubiera suficientes aves en el
planeta para que no llegara su mensaje:
"La pintura no fue
inventada para decorar las casas. Es un arma de guerra para defenderse del
enemigo", decía.
Y volando, en mi mente nueva
de año nuevo, que parece viejo ya de tan masacrado, atravieso continentes para
llegar a Chile… donde otro Pablo, ¡Pablo querido!, que acompañó mis dudas y
llantos adolescentes, fiel amigo a la puerta de una mano, tardes de amor, melancolía, risas ante cebollas odalificadas,
recurso perenne de belleza, ¿qué decirle?
Yo también puedo llorar los versos más tristes esta noche y los seguiré
llorando mientras acompaño, en la calle, las luchas cotidianas que reclaman la
Paz.
Poeta grande, pacifista,
concienciado.
Con los ecos del chelo de
Casal, dejándome acariciar por el vuelo
ligero de la paloma picassiana, releo una y mil veces el hermoso poema de
Neruda:
Oda a mis amigos defensores
de la Paz, guerreros contra el odio y la barbarie. A su manera cada uno, con su
arma personal: su chelo, su pincel o su pluma.
Los tres se fueron el mismo
año… Nonagenarios los dos Paus, el otro Pablo, herido de muerte por el golpe de
estado chileno, decidió tal vez, abandonarnos antes de tiempo. Es posible que
los otros Pablos le estuvieran llamando desde donde quiera que acaben los
grandes maestros, para hacer juntos aun algo más para terminar con estas
malditas guerras y quienes las consienten.
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