La portería donde viven, lo tiene todo para ser un cuchitril; consta de una sola habitación situada en un semisótano con poca luz, mucha humedad y excesivo ruido. Tres resbaladizos escalones conducen —la desvencijada puerta de entrada—, al interior de la vivienda.
No es el sitio donde espera acabar sus días —no lo hubiera elegido nunca—, pero Úrsula, la portera, no es una mujer que se arredre ante nada. Esto es lo que le ha tocado vivir y, con los tiempos que corren, no puede sino agradecer al “régimen”, a Dios o al destino, tener un techo donde cobijarse con su pequeña familia.
Hay cosas que se escapan a sus entendederas y no es porque no sea lista —que lo es—, sino porque ante la situación imperante lo mejor es no preguntar. Lo que le ha llegado lo toma y ya está. Bien que ha aprendido a bajar los ojos con falsa modestia y con cara de no haber roto un plato en su vida. Arrastrarse si hace falta y agradecer, agradecer servilmente las migajas que va consiguiendo y que le permiten vivir, a ella y a los suyos, de una forma más o menos decente.
Úrsula, es viuda de guerra, una viudez que aun no termina de encajar. La idea de no volver a ver a Rodrigo, el amor de su vida, la tiene en una continua desazón. Si cierra los ojos, aun lo recuerda el último día que lo vio: pañuelo rojo al cuello, gorra de miliciano y fusil al hombro, presto para partir al frente de Madrid, allá por noviembre del 36. A esa imprevista despedida solo le siguió el silencio.
Los rumores que escuchó al terminar la guerra eran que Rodrigo se había pasado al ejército franquista, incluso que tuvo tiempo, antes de ser abatido, de llevar a cabo una gesta memorable por la que obtuvo la Cruz del Mérito. Parece ser que salvó la vida de un regimiento incluido su capitán.
No comprende el giro de esa historia, ni conoce en profundidad los hechos, por eso es consciente de que la portería le ha venido caída del cielo. Imagina que su tía la monja, abadesa de uno de los conventos de la capital, muy cercana por amistad y por fe, a Pilar Primo de Rivera, tiene mucho que ver con su buena suerte.
Con algunas verduras que le mandan del pueblo, menudencias que saca de aquí y de allá en sus recados diarios para las vecinas, sus largas esperas en las colas de racionamiento desde la amanecida, su inteligencia y su saber estar, va sacando adelante a su pequeña familia.
Rodriguín, su mayor, está ya aprendiendo las letras y Gonzalo, su eterno bebé, vive permanente pegado a ella o mejor dicho a su enjuto seno.
Con paciencia y esfuerzo ha sabido ir adecentando la triste vivienda; un buen fregado, en el que casi se ha dejado las manos, un colchón de borra sobre cartones, para aislarlo de la humedad, donde los tres se arrebujan cada noche, una mesa desvencijada, dos sillas, una sencilla hornilla y un barreño de zinc constituyen, por ahora, su escaso mobiliario.
La luz entra temerosa por los dos ventanucos enrejados que dan a la calzada. La calzada, nunca mejor dicho, porque desde allí lo que se divisa son solo los pies de los paseantes. Una cortina azul y otra rosa, recortes de trapos viejos regalo de la vecina del 4º, permiten ocultar la vivienda a las miradas indiscretas.
Úrsula ve pasar el tiempo con una mezcla entre el terror y la esperanza. Cada día se asombra de seguir viva, temerosa como está ante la llegada de algún viejo amigo de su marido, o que, los del otro bando, le exijan ser una delatora, función que -sabe bien- desempeñan la mayoría de las porteras.
Intenta mantenerse al margen de todo, lo que no quita que se paralice cuando identifica, al anochecer, los movimientos que escucha en el inmueble; los pasos de los que llegan a horas intempestivas al 2B, el resoplido asmático del anciano profesor que sube corriendo hasta el ático, las señales misteriosas en las puertas o las botas militares que, en tropel, parecen tirar la escalera a cualquier hora del día o de la noche.
No sabe, no quiere saber.
Cuando no puede dormir, se deja mecer por las sombras que las cortinas de sus ventanucos reflejan en las paredes de la portería y, acuna a sus pequeños con el repiqueteo de los pasos que avanzan en la oscuridad. Mientras, les va contando, en susurros, lo bueno que fue su padre y, cuales fueron sus incumplidos sueños.