«Cuando nos quedemos sin sonrisas es cuando nos percataremos de la importancia de las mismas»
Julieta Verdemar
Julieta es una señora muy
simpática que vive en una gran casa acompañada de sus nueve gatos, seis de
angora y tres persas.
La señora Julieta sale todo los días a dar un paseo y, por donde quiera que vaya, siempre camina repartiendo sonrisas.
Julieta sonríe haga frío, calor, viento o lluvia, y es que Julieta piensa que siempre hay motivos para sonreír.
Cuando se encuentra a alguna de sus vecinas, coge el autobús o tropieza con la señora cartera, aprovecha para dedicarle una de sus enormes sonrisas. Hace lo mismo con el panadero, la carnicera, el dependiente de la mercería (al que suele visitar un día si y otro también) y con la guardia urbana que cuida que todos las criaturas crucen correctamente la calle.
Alguna gente rechaza su sonrisa con una mueca de desprecio, otros sin embargo la cogen y se la guardan para pasar el día de una manera más confortable.
La señora Julieta no echa
cuentas de cómo suelta sus sonrisas por el mundo, tanto es así, que una mañana que
estaba especialmente alegre repartió más sonrisa de la cuenta. Se sentía pletórica
de energía, caminaba a tal velocidad que recorrió la ciudad, de punta a punta
hasta cuatro veces, y las cuatro veces depositó sus sonrisas por todos los
escaparates y por todas las tiendas.
Tantas y tantas sonrisas
esparció, que se fueron quedando por los portales, las avenidas, colgadas de
los semáforos, enganchadas en las papeleras, incluso alguna de ella se coló en
la mochila de un niño que marchaba tranquilamente a la escuela.
Otras se posaron en las
escaleras de una oficina, en el coche de la policía, en la puerta del
ayuntamiento y dejó tres o cuatro sonrisas más en el kiosco de prensa donde, cada día, se quedaba extasiada
mirando las revistas.
Tantas sonrisas dejó y
tantas repartió, que se fueron enganchando unas a otras a lo largo de las
aceras. Algunas quedaron prendidas en las hojas de los árboles del parque,
hasta que una ráfaga de viento las balanceó juguetona sobre las azoteas.
Volaron las sonrisas como
cometas por encima de los patios de los colegios, de las chimeneas, del río, de
los hospitales y de fábricas aburridas que además de provocar un horroroso humo
negro, despachaban cada día trabajadoras
de rostro entristecido.
La sonrisas navegaron horas
y horas sin detenerse, y las criaturas al verlas comenzaron a recogerlas,
husmeando por los rincones para ver si se encontraban alguna sonrisa despistada.
Poco a poco en lugares
perdidos, algunos bastante oscuros, fueron hallando sonrisas de la señora Julieta.
A veces era solo una media sonrisa o un pedazo, pero con gran paciencia
empezaron a cuidarlas y fueron recuperando las sonrisas dañadas, las no
aceptadas o arrugadas, de forma que aumentó tanto la colección de sonrisas, que
poco a poco y sin darse cuenta, fueron añadiendo las suyas propias.
Al día siguiente la ciudad
amaneció plagada de sonrisas, nevada de sonrisas. Tantas y tantas había, que
tenías que irlas apartando para poder caminar, y los chicos y las chicas de los
colegios las fueron repartiendo a todos los transeúntes, con una sonrisa enorme
puesta en sus rostros.
Aunque algunos las
despreciaron, la mayoría se las colocó cerca de la oreja y escucharon el rumor que
provocan las sonrisas, otros se las pusieron cerca del corazón y mucha gente,
la mayoría, las guardó en sus bolsillos notando, durante todo el día, unas ganas irresistibles de bailar.
Las sonrisas pasaron de mano
en mano, se cambiaron como los cromos de los álbumes, poblaron los jardines y
las plantas, y todos y cada uno de los presentes guardó el recuerdo del día de
las sonrisas, como uno de los más preciosos e importantes de su vida.
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