Mary Shelley
Serán,
sus ojos garzos los que siempre me estén observando, su cabello ondulado color
del trigo maduro, su media sonrisa eternamente asombrada. Cuánto tiempo la
estuve esperando. Siempre ahí, callada, silenciosa, con la mirada atenta y esa
pluma tan glacial que a la velocidad del viento seguía el trazo de mis venas.
Cuánto
la quise, es más, aun puedo decir, cuánto la quiero. Es mi Mary. Sí, lo
proclamo. Nadie vendrá nunca a arrebatármela.
Es mi Mary, la eterna, la perpetua. Ella y yo somos uno. Ella en yo y yo en
ella. Inamovibles, inciertos, acostumbrados al paso del otro, al pensamiento
oscilante compartido. Cuándo alzo la voz, ella señala un grito. Soy su ser, su
creación, su alma.
Su
corazón es como el mío, trazado en mil pedazos, reconstruido daño a daño, puntada
a puntada.
¿Se
puede sufrir más de lo que ella lo hizo? Siempre con el tiempo a cuestas. Su
lamento callado, su culpabilidad acechante. ¿Cómo si no hubiera podido darme
vida? si plasmó en mí todo lo que ella era.
Agonía
maldita por una madre que la abandonó en la cuna, de una hermanastra que en la
flor de la vida prefirió envenenarse, de sus primeros hijos marchitados en
ansia de una muerte temprana. Fue demasiado llanto ahogado en su memoria y yo
fui su rescaté. En mí plasmó el deseo de lo imperecedero, conmigo vivirá para
siempre.
Fui
su criatura, su creación y su anhelo, aun tachado de monstruo por tormentoso e
iracundo. Fui mucho más que eso, y ella lo sabía, era consciente de que puso en
mis manos su futuro. Cómo no podía desesperar,
a veces, de lo que hubo de soportar en tanto que mujer, por creadora, por
poeta, por amante despechada, por no seguir su tiempo y mostrarse rebelde ante
las prejuicios de una sociedad tan conservadora.
Lo
confieso, yo la liberé del peso de ese marido infiel que jugaba con ella entre
bellas palabras que a nadie convencía, que abandonó hasta la muerte a su
primera esposa entre sufrimientos y promesas que nunca cumplió. Un naufragio
fue la excusa, pero conozco bien las
almas mortales que libran las batallas. Mary no merecía ese petimetre que no
supo enjugar ni una sola de sus lágrimas,
que la injurió ante otras mujeres y la vejó con el desprecio mientras aun
acunaba pequeñuelos que nunca jugarían al corro. Disfracé su muerte de accidente.
¿No soy acaso poderoso?
Ella
y yo viviremos para siempre. La consolaré de las desdichas futuras. Vivirá en mí
y yo en ella, seremos inmortales, mucho más que todos aquellos que la
abandonaron durante su vida. Nadie sabrá nunca quien fue el primero que inmortalizo
al otro. Pero así permanecemos, seremos recordados por siglos venideros. ¡Ay mi
Mary amada, mi princesa! Hoy los ríos de tinta correrán por nosotros. El
monstruo y la señora, amantes imperfectos de los sueños callados. Siempre,
irremediablemente yuxtapuestos.
Frankestein
Relato del taller de escritura