Desde el primer momento en que vio la luz sus ojos permanecieron abiertos. No lloró, no hizo el más mínimo gesto, si acaso agitó un poco los puñitos, como señalando aquí estoy, he llegado. La doctora al comprobar el vaivén de su tierno pechito y el color correcto de los labios, comunicó a sus progenitores que aquel niño ausente de llanto, estaba vivo.
El pequeño recibió el nombre de Nataniel, hijo de una india guaraní y de un indio quechua, venidos ambos del estado de Cesar, Colombia y afincados en un rincón del barrio del Zaidín, donde instalaron un pequeño negocio “La Flor de Maracuyá”, casa de los mangos, de los caquis, de las frutas de invierno y de verano, de las alubias secas y las nueces...
Desde la barriga de su madre pasó a ocupar un lugar privilegiado en el capazo que le instalaron en la tienda, cerca de la fruta fresca, pero suficientemente alejado de la gente, que al entrar a comprar, se acercaba curiosa a observar su crecimiento.
Nataniel, de piel morena y pelo oscuro, arropado por el aroma de las verduras, el ajo, los condimentos y las aceitunas aromáticas, se iba redondeando como un meloncito de invierno. Indiecito sereno y callado, mecido por el rumrum de las conversaciones educadas y risueñas, de unos padres que vendían fruta con la intención diaria de integrarse cada vez más en aquella tierra que les había acogido.
Empezó a gatear en la trastienda, sobre una manta en el suelo, parapetado en un fuerte de cajas de frutas que le hacía sentirse el rey. Con el tiempo aprendió a contar con las castañas y con las nueces, a pesar en la balanza de sus padres las ciruelas secas y los higos maduros, sus preferidos. No fue nunca un niño de rabietas ni de chucherías. Una mandarina jugosa o unas almendras tostadas le eran más que suficiente.
Empezó la escuela y observando a los demás se acostumbró a llevar fruta para sus compañeros. Nadie entendió nunca el misterio que escondía esa “generosidad”; para él, era la forma de que nadie tocara su merienda .
No era hablador, no era inquieto ni gritón, más bien de lenguaje parco, mediada sonrisa, actitud indolente, como invisible, como alejado de la realidad y del bullicio que existe en una escuela llena de pequeños. Nunca levantó la mano a otro niño, ni robó un caramelo, no se enfadó con nadie, no sufrió el más mínimo castigo. Tampoco ayudó, colaboró, confío o compartió uno solo de sus sencillos juguetes o una pieza de su fruta preferida.
Se podía decir que Nataniel pasaba desapercibido entre los demás, casi se mimetizaba con el ambiente. Su cuerpo desaparecía ante situaciones conflictivas, nunca estaba presente en las peleas del patio, no levantaba el brazo si la maestra preguntaba en clase, no acusaba a nadie… tampoco defendía a quien lo necesitara.
En las valoraciones que le hacían sus profesores señalaban lo correcto de su comportamiento: «Un niño educado que trabaja bien, un poco tímido, le falta iniciativa», escribían. Ni uno solo de sus maestros llegó a comprender jamás, la verdadera naturaleza de la criatura. Nadie supo ver nunca o no quiso ver cómo era realmente Nataniel.
A lo largo de su vida como alumno en el instituto y la Formación Profesional, repitió la misma forma de actuar, y mientras sus padres ampliaban la tienda y la trastienda, él se fue haciendo a un futuro marcado por el primer melocotón que tuvo entre las manos. Su carácter se afianzó haciéndose aun más sinuoso, como el agua liviana que no hace siquiera surcos, comedido en sus gestos, escéptico… ¿tímido? No esperaba nada más de la vida.
Aceptó sin objeciones a la primera chica que se le acercó. No tuvo que pensarlo y se dejó llevar por la perspectiva creada desde la cuna en cajas de plástico que contenían la fruta que marcaron su futuro. Marisa aceptó con Nataniel a “La Flor de Maracuyá”. Los hizo su centro de vida y fueron pasando los años tranquilos, sin intromisiones, sin complicaciones y sin la más mínima discusión o contradicción.
Y nació su primer hijo…
Cómo gritó cuando llegó al mundo. Aulló desde el primer instante en que vio la luz, chilló por todas las veces que su padre no había levantado la voz, lloró por todos los momentos en que no había señalado un pecado, berreó por todos los segundos en que no había defendido a un amigo, pataleó por todas las palabras que se había callado, por toda las voces que no había alzado y sobre todo vociferó para indicarle a su progenitor, desde su primer aliento, que nunca, nunca, nunca, sería como él.