Este es un relato realizado en mi taller de escritura, espero que os divierta.
Marisa se había
encerrado en el dormitorio de sus
padres, único lugar de la casa que
contaba con llave, el santa sanctórum - como era denominado por los hijos—, lugar prohibido
al que solo se entraba con permiso expreso o, como en aquella ocasión,
aprovechando la ausencia de sus progenitores.
Pasó un buen rato
rebuscando en el armario, de donde sacó tres vestidos, dos bolsos, una rebeca y
dos pelucas que colocó con cuidado sobre la cama. En el más infinito silencio fue
probándose un modelo tras otro hasta que eligió el que más le convenció. Frente
al espejo de la cómoda hurgó por los cajones hasta encontrar un lápiz de labios
que le convenciera para acabar optando
por un tono rojo mate. Se pintó con cierta inexperiencia debido a su escasa
práctica pues a pesar de sus diecisiete
años el maquillaje era para ella un verdadero incordio por muchas
recriminaciones que le hicieran, sobre el tema, sus hermanas.
De naturaleza
inquieta y alegre, aprovechó la complicidad con su hermano Tomás, trece meses
más joven, compañero de juegos y travesuras, para llevar aquella tarde a cabo
la broma urdida durante varias semanas.
Mientras sus
padres se dedicaban al rito diario de la misa en la iglesia de la Magdalena y
el cafelito posterior en el Suizo, ellos
se ocupaban de prepararlo todo, conscientes de que contaban con dos horas sin
apenas vigilancia.
Una vez disfrazada,
y sabiendo lo trasto que era para el orden, guardó todo lo que no usó poniendo atención
en colocarlo en el mismo lugar, arregló con mimo la preciosa colcha de crochet
que tanto trabajo le había costado tejer a su madre y, preparada, pasó al
cuarto de costura, donde Tomás le esperaba impaciente por llevar a cabo lo
propuesto.
En el hogar
reinaba un cierto silencio propiciado por que sus innumerables hermanos estaban
ocupados en las habituales tareas de la tarde, estudios, deporte o alguna clase
particular.
Royéndose las
uñas, hábito que no lograba quitarse desde que era pequeña, salió impaciente de
la casa por la puerta de servicio, y en el descansillo, metida ya en su papel,
respiró profundamente varias veces, tal como venía practicando en el grupo de
teatro al que asistía desde hacía dos años todos los sábados por la mañana.
Terminó de comprobarse la ropa, se ajustó la peluca, se puso las gafas de sol
que también había sustraído a su madre, sujetó el bolso tratando de esconder
sus raídos dedos y llamó al timbre.
El mismo Tomás le
abrió la puerta principal y con una cortesía no exenta de alguna sonrisilla, le
preguntó con toda corrección y en voz suficientemente alta, por si algunos de
los habitantes de la casa andaba por allí cerca, qué era lo que deseaba.
Hizo pasar a
aquella extraña señora al despacho, lugar de trabajo de don Matías, el padre,
un serio señor, inspector de educación, que aunque tenía su oficina en la
delegación de la calle Duquesa contaba con aquella sala de muebles pesados y
oscuros como refugio y biblioteca, donde, algunas veces se encerraba pretendiendo,
ingenuamente, huir de la algarabía que provocaban a todas
horas sus siete hijos.
Una vez regresado
de su paseo entró en la habitación, diez minutos más tarde, un circunspecto don
Matías con cara seria y ojos risueños, que sentándose frente a la sorpresiva
visita, se dispuso a atender.
El señor inspector
estaba acostumbrado a recibir personajes de la más extraña condición; gente a
la que ayudaba a rellenar los papeles de una beca para su criatura, escuchar
reclamaciones de una familia alterada con los resultados escolares de sus
vástagos, profesores indignados ante
directores, directores indignados ante
profesores, o demandantes de materiales y fondos que nunca llegaban y
madres, madres, como aquella, que sufrían lo indecible con el futuro
incierto de su muchachada.
Lo que no le
cuadraba era que aquella señora de aspecto extraño se le hubiera presentado en su casa sin
avisar y más aun a esas horas de la tarde. Pero siendo un señor bonachón como
era, se dispuso con paciencia, a atender todo lo que aquella buena mujer
tuviera que llorarle. Porque eso fue lo que hizo, llorarle. Le lloró con voz
plañidera y tono agudo, le habló con pesar de su Ramoncín, lo buen hijo que era
pero que no se juntaba con las compañías que debía, lo mal estudiante que se
había vuelto, que lo iban a echar del instituto y que si lo echaban su padre lo
mataba y que ella, y que ¡ay! y que ella no sabía qué hacer y que quería
traérselo personalmente de una oreja a ver si Don Matías lo enderezaba…
Mientras
derrochaba esta verborrea que tenía en vilo al pobre señor y que le estaba
alterando su incipiente úlcera, retorcía con fruición el pañuelito bordado o aferraba el bolso
contra el pecho como si de un salvavidas
se tratase, se tiraba de los pelos que parecían salírsele de sus sitio, se
reía, volvía a lloriquear hasta que comenzó con las lagrimas, lágrimas y más
lágrimas y algún que otro gritito y una carcajada medio histérica, de manera
que el pobre inspector no sabía ya por donde salir.
Toda esta
situación se veía acompañaba por un silencio demasiado sospechoso en una casa
donde a esas horas de la tarde, sus propios mastuerzos o malandrines, como
solía llamarles, preparaban la mesa para la cena, acostaban a las pequeñas y se
finalizaban las tareas domésticas cotidianas, con todo los ruidos y rumores que
ello suponía.
Pero don Matías
siempre fue un infeliz y demasiado buena persona, y no escuchaba las risas,
risillas y alguna que otra carcajada suelta que llegaban desde detrás de la
puerta del despacho, advertidos unos y otros de lo que allí estaba ocurriendo.
Marisa incapaz de
seguir con la farsa y ante la incapacidad de que su padre la acabara
reconociendo, empezó a reírse de manera franca, se retiró las gafas de sol que
además eran graduadas y la estaban mareando bastante, y
rejuveneció como por ensalmo, don Matías estupefacto del cambio pero aun
ajeno a lo que ocurría le preguntó con un hilo de voz:
-¿Pero, señora, de
qué se ríe?
Y ella con esa
sonrisa pícara que siempre le
caracterizaba le respondió mientras se levantaba del asiento:
-Papá, por
dios, que soy tu hija Marisa.
Don Matías se
quedó atónito, y más aun porque en ese momento todos los que estaban en la
puerta irrumpieron en la sala a carcajadas limpia, hasta doña Pacita, puesta al
corriente de la broma, también estaba allí confundida y convencida, de que el
alma cándida de su marido hubiera sido capaz de continuar la conversación, sin
percatarse de nada, durante horas y horas.
No se enfadó su
padre con la broma, solo dijo a manera de disculpa que le había parecido
reconocer el vestido, y como era de buen talante y sabía reírse de sí
mismo, le regaló a su hija de premio por
su arte e ingenio cien hermosas pesetas. Lo equivalente a la paga de tres
meses. Vamos, un dineral.