Victoria, chupeteando mientras cuenta el cuento... |
En plena acción contando el cuento de Gina a una clase de tres años en la Escuela Infantil Belén |
Victoria, chupeteando mientras cuenta el cuento... |
En plena acción contando el cuento de Gina a una clase de tres años en la Escuela Infantil Belén |
Es un juego inocente para entretener a las criaturas, se sitúan alrededor de una persona mayor y colocan las manos cerradas unas sobre otras verticalmente.
Entonces, la persona que dirige el juego va tocando sucesivamente los
puños y preguntando: ¿Qué es esto?, a lo que los peques contestan: ¡puñico! ; ¿y
esto?, ¡puñico!. Y así hasta que tocando la parte superior pregunta ¿y esto? –
un agujerico -. ¿Qué hay dentro? –Oro y plata- ¿Quién lo ha dejado?- El gato y
la gata- El que se ría lo paga.
En ese momento sueltan los puños y empiezan a hacer gestos y visajes para
hacer reír, y el primero que se ríe se queda, preparándose para recibir unas leves
palmadas en la espalda al compás de la canción:
Digo din, digo dan,
A
la vera, vera van;
Del palacio de la cortina
¿Cuántos dedos hay encima?
Al terminar la canción toca ligeramente su espalda con uno o más dedos de
la mano. Si el peque adivina cuantos hay, queda libre, y si no continua el
“digo din, digo dan” hasta que lo adivine, en cuyo momento continua de nuevo el
juego.
La portería donde viven, lo tiene todo para ser un cuchitril; consta de una sola habitación situada en un semisótano con poca luz, mucha humedad y excesivo ruido. Tres resbaladizos escalones conducen —la desvencijada puerta de entrada—, al interior de la vivienda.
No es el sitio donde espera acabar sus días —no lo hubiera elegido nunca—, pero Úrsula, la portera, no es una mujer que se arredre ante nada. Esto es lo que le ha tocado vivir y, con los tiempos que corren, no puede sino agradecer al “régimen”, a Dios o al destino, tener un techo donde cobijarse con su pequeña familia.
Hay cosas que se escapan a sus entendederas y no es porque no sea lista —que lo es—, sino porque ante la situación imperante lo mejor es no preguntar. Lo que le ha llegado lo toma y ya está. Bien que ha aprendido a bajar los ojos con falsa modestia y con cara de no haber roto un plato en su vida. Arrastrarse si hace falta y agradecer, agradecer servilmente las migajas que va consiguiendo y que le permiten vivir, a ella y a los suyos, de una forma más o menos decente.
Úrsula, es viuda de guerra, una viudez que aun no termina de encajar. La idea de no volver a ver a Rodrigo, el amor de su vida, la tiene en una continua desazón. Si cierra los ojos, aun lo recuerda el último día que lo vio: pañuelo rojo al cuello, gorra de miliciano y fusil al hombro, presto para partir al frente de Madrid, allá por noviembre del 36. A esa imprevista despedida solo le siguió el silencio.
Los rumores que escuchó al terminar la guerra eran que Rodrigo se había pasado al ejército franquista, incluso que tuvo tiempo, antes de ser abatido, de llevar a cabo una gesta memorable por la que obtuvo la Cruz del Mérito. Parece ser que salvó la vida de un regimiento incluido su capitán.
No comprende el giro de esa historia, ni conoce en profundidad los hechos, por eso es consciente de que la portería le ha venido caída del cielo. Imagina que su tía la monja, abadesa de uno de los conventos de la capital, muy cercana por amistad y por fe, a Pilar Primo de Rivera, tiene mucho que ver con su buena suerte.
Con algunas verduras que le mandan del pueblo, menudencias que saca de aquí y de allá en sus recados diarios para las vecinas, sus largas esperas en las colas de racionamiento desde la amanecida, su inteligencia y su saber estar, va sacando adelante a su pequeña familia.
Rodriguín, su mayor, está ya aprendiendo las letras y Gonzalo, su eterno bebé, vive permanente pegado a ella o mejor dicho a su enjuto seno.
Con paciencia y esfuerzo ha sabido ir adecentando la triste vivienda; un buen fregado, en el que casi se ha dejado las manos, un colchón de borra sobre cartones, para aislarlo de la humedad, donde los tres se arrebujan cada noche, una mesa desvencijada, dos sillas, una sencilla hornilla y un barreño de zinc constituyen, por ahora, su escaso mobiliario.
La luz entra temerosa por los dos ventanucos enrejados que dan a la calzada. La calzada, nunca mejor dicho, porque desde allí lo que se divisa son solo los pies de los paseantes. Una cortina azul y otra rosa, recortes de trapos viejos regalo de la vecina del 4º, permiten ocultar la vivienda a las miradas indiscretas.
Úrsula ve pasar el tiempo con una mezcla entre el terror y la esperanza. Cada día se asombra de seguir viva, temerosa como está ante la llegada de algún viejo amigo de su marido, o que, los del otro bando, le exijan ser una delatora, función que -sabe bien- desempeñan la mayoría de las porteras.
Intenta mantenerse al margen de todo, lo que no quita que se paralice cuando identifica, al anochecer, los movimientos que escucha en el inmueble; los pasos de los que llegan a horas intempestivas al 2B, el resoplido asmático del anciano profesor que sube corriendo hasta el ático, las señales misteriosas en las puertas o las botas militares que, en tropel, parecen tirar la escalera a cualquier hora del día o de la noche.
No sabe, no quiere saber.
Cuando no puede dormir, se deja mecer por las sombras que las cortinas de sus ventanucos reflejan en las paredes de la portería y, acuna a sus pequeños con el repiqueteo de los pasos que avanzan en la oscuridad. Mientras, les va contando, en susurros, lo bueno que fue su padre y, cuales fueron sus incumplidos sueños.
Precioso mural realizado para la fiesta de los muertos |
https://www.blogger.com/blog/post/edit/515963 |
Lo encontraron un día, en un rincón de las dependencias que antiguamente ocupaban los animales, entre aperos de labranza polvorientos, un arado viejo y varios rastrillos desdentados. No se preguntaron qué hacía allí aquel mueble, ni mucho menos imaginaron su incalculable valor.
Debido a su gran tamaño costó
trabajo sacarlo al exterior. Estaba tan sucio y tan lleno de mugre que
enseguida pensaron que no tendría más destino que el hacha y una chimenea del
convento.
Lo primero fue fregarlo, a lo
bruto, a manguerazo limpio y después a
restregones exhaustivos con estropajo de aluminio y jabón de sosa, para poder
retirar la roña que lo envolvía desde, vete tú a saber, cuántos siglos. Poco a poco, aquel armatoste, empezó a
mostrar su verdadera fisonomía.
Cuando empezó a asomar la
marquetería de la superficie superior y en los laterales se encontraron
delicadas cenefas de taracea, abandonaron tan expeditivos métodos y
continuaron limpiándolo ya con tal
cuidado que parecía que lo que tenían entre manos no era otra cosa sino una
tierna criatura.
Fueron, entonces, trabajando
con delicados cepillos, pinceles de suave pelaje, lija del grano más fino, de
manera que nada pudiera dañar la estructura ni la decoración de aquel paralelepípedo
rectangular, apoyado sobre cuatro patas salomónicas de casi un metro de altura,
Que el frontal del mueble
apenas presentase ornamentación les llevó a pensar, como
mostraron los trabajos posteriores, que correspondía a una hoja abatible que se
posicionaba horizontalmente para permitir usarlo como escritorio, al apoyarla sobre dos
travesaños que se extraían de los laterales del mueble.
Fue la Hermana Coral, gitana del Albaicín, la
que se metió de lleno en la complejidad de los trabajos. Hija y nieta de
ebanistas de renombre, supo con
prontitud encontrar los útiles necesarios para la recuperación de aquel extraño
mueble. Con dos novicias jóvenes recién llegadas al convento, una de ellas de
origen incierto, pudieron romper la cerradura oxidada, casi escondida entre la
mugre, y abrir aquella misteriosa caja de pandora.
Para sorpresa de todas, el
interior del mueble estaba en buenas condiciones, habida cuentas de cómo habían
encontrado lo de afuera. Cuatro cajoncitos enmarcaban tres estantes, lo que no
dejaba lugar a dudas sobre el uso del bargueño. Con mucha precaución se fue
vaciando el mueble y entregado a la hermana Margarita lo obtenido. Se sacaron
las ocho gavetas y se dejó para más adelante la tarea de restaurarlas y de
examinar, con calma, su misterioso contenido. La madera del interior aunque
era de roble, no tenía ni la calidad ni
la calidez de la exterior, no presentaba ornamentaciones ni arabescos de ningún
tipo aunque sí precisaba un urgente barnizado.
Se retomó por tanto la
restauración del mueble y, acabada la limpieza de cada uno de los materiales
que lo conformaban, se empezaron a recuperar los preciosos decorados de
taracea; el nácar se llevó a su sitio, se restituyó el faltante de hueso y de
las otras maderas deterioradas, se encoló, se estucó y se aplicó, para
finalizar una protección general con
cera de abeja. Se limpiaron y repararon los herrajes oxidados y se colocó una
nueva cerradura. El mueble terminado luciría orgulloso en la biblioteca.
Margarita dedicó muchas noches a revisar aquellos latinajos encontrados. Su contenido siguió y sigue siendo hoy en día un secreto…
Cuando la madre abadesa
recorrió por primera vez la biblioteca, reconoció su magnificencia a pesar del
tremendo abandono que encontró en ella.
De planta rectangular y gran
tamaño, situada en la fachada noble del
convento, su pared principal estaba ocupada por dos amplios y hermosos
ventanales, que le permitían recibir la luz del sol, durante todo el año, gracias
a la orientación sureste del edificio. En las tres paredes restantes,
abigarrados anaqueles de roble y pino esperaban, detenidos en el tiempo,
recuperar sus antiguas funciones.
En una de las esquinas de la
estancia una majestuosa escalera de caracol de madera, de balaustres
ornamentados con delicadas molduras en forma de hojas de acanto, permitía el
acceso a la galería superior. Un policromado artesonado mudéjar de finales del
siglo XVI, indicaba el poderío y origen de los antiguos moradores del palacio.
Las mesas de lectura de
madera de nogal, profusamente labradas, así como los sillones compañeros, eran
muebles recios y fuertes, capaces de aguantar generaciones enteras sin muchos
sobresaltos. La luz artificial provenía de apliques con tulipas de delicado
cristal de Bohemia y de grandiosas lámparas venecianas estratégicamente
colocadas a lo largo de toda la estancia.
La madre Margarita tenía
estudios. Había huido de Corea temiendo por su vida, a causa de la violencia
machista de su ex pareja, que para más inri mantenía unas extrañas relaciones
con la Mafia de aquel país. Licenciada en Biblioteconomía por la Universidad de
Busán, encontró en el convento la posibilidad de dar rienda suelta a sus sueños
de infancia que le habían conducido hasta la universidad.
Pero era mucho lo que había
que reparar y pocos los medios con los que se contaban y es que el deterioro de
la estancia era evidente; los estantes de los armarios se cimbreaban, la madera
aparecía desportillada en muchos de los anaqueles y se temía que la carcoma hubiera hecho su
agosto. En las vitrinas, dañados por la
humedad y el polvo, permanecían algunos libros a los que nadie había echado
cuentas durante siglos.
Pero ahí estaba ella,
voluntariosa, trabajadora y terca como ninguna… Si tenía que quitarse horas de
sueño, lo haría. Por la noche, después de vísperas, la hermana Margarita
escribía, en los cinco idiomas que dominaba, a las embajadas de diferentes
países y solicitaba libros en todas las lenguas posibles. Su objetivo: sacar
del analfabetismo a su congregación. Y poco a poco se
fueron retirando las librerías rotas,
pintando las paredes de un ligero tono amarillo, barnizados los
estantes, la puerta y los marcos de los
ventanales.
Terminada esta primera obra
se escribió con primor, a la entrada de la biblioteca, la que sería la segunda
máxima de aquella casa:
“Calladas, pero no
iletradas”.
Mientras que el padre Juan se
dedicaba con entusiasmo a las tareas de alfabetización, se continuaron las labores y se pulió la
balaustrada de la galería superior que, como la escalera, estaba realizada en
madera de teca roja brillante, con unas vetas exquisitas. Se limpiaron y
restauraron los vitrales de las dos ventanas y se repararon los emplomados. Las
mesas de lectura se fueron remodelando, ajustando, tratando agujeros y
abandonos, hasta que aquel espacio fue tomando forma.
Los libros fueron llegando y,
cada noche, antes del momento de lectura, la abadesa desempaquetaba, con un
misterio digno de un hada madrina, los maravillosos regalos que iban
recibiendo.
El arzobispado se desprendió
de algunos de sus viejos ordenadores, que el padre Juan supo traficar con
donaire, para que llegaran sin problema al convento.
Con los saberes de unas y de
otras, se mejoró y amplió la instalación eléctrica de forma que al poco tiempo
la biblioteca llegó a tener, también, un
rincón conectado con el mundo exterior.
Se escribieron en todas las
lenguas presentes las normas de la comunidad.
Un día al mes las hermanas se
comunicaban con sus familias, cruzándose así mensajes de esperanza.
En tres años, la biblioteca
brillaba. Constituía el orgullo de la casa, los libros ocupaban más y más
estantes, hasta que, debido a lo que acontecía en el convento, se creó una
sección infantil.
El padre Juan, ya jubilado y
demasiado ocioso para la energía que siempre había derrochado, se ocupó de que
una vez a la semana el letrado espacio fuera utilizado por los vecinos del
barrio y, de esta manera, el convento, a pesar de su clausura, se abrió al
mundo.
Teresa Flores
No quedó constancia por escrito de cómo se fueron desarrollando los hechos, habida cuenta que llegó un momento que la Hermana Escribana se percató de que plasmar en papel lo que acontecía en aquel lugar podía llegar a ser comprometido.
El Convento de Clausura de
Santa Carmelita del Penúltimo Suspiro era, a finales de los años 90, una congregación
lo suficientemente importante y conocida, como para preocupar al arzobispado
por su situación. La falta de vocaciones había convertido aquella Santa Casa en
un lugar fantasmal donde mal vivían media docena de ineficaces monjas
achacosas, menuditas y nonagenarias.
Pertenecientes a la orden de las Carmelitas Descalzas,
con voto de castidad y silencio,
ocupaban un amplio palacio del siglo XVII situado en el Cerrillo de Maracena.
Rodeado de una amplia extensión de terreno poblado de hermosos frutales, se
ocupaban, otrora, de un provechoso huerto así como de animalitos diversos, que
no solo permitía autoabastecer a las más
de trescientas monjas, como sostener aquella casa, su Iglesia y sus cada vez
más decrépitas paredes.
No fue extraño que, con el
comienzo del siglo el Arzobispado, seriamente preocupado por la coyuntura,
enviara novicias jóvenes a ocupar aquellas plazas. Eran casi unas chiquillas
provenientes de diferentes partes del mundo, cuyo único punto en común era haber escapado del hambre y de la
miseria “convencidas” de que Servir al
Señor podía ser lo que les salvara la vida.
Que se mantuviera el Régimen
de Silencio como principio sagrado de la
Comunidad les facilitó la acogida.
Senegalesas, malienses, filipinas, chilenas o serbocroatas, eran conducidas ante la Madre Superiora que
les hacía besar su crucifijo, las bendecía,
les entregaba una hoja con una
serie de leyes, claramente ilustradas con pictogramas sobre las normas de la
Comunidad y, convencida de que Dios iluminaría el siguiente paso, las enviaba a
sus celdas.
Poco a poco, en el silencio
de las tareas cotidianas y unos ritos, de tan repetitivos relajantes, la marcha
en el Convento empezó a adquirir forma.
No tardó ni un año en ser
nombrada la hermana Margarita, de origen coreano, como nueva madre abadesa; 35
años, fuerte, alegre y llena de vitalidad, promovió tal cambio que en pocos meses se remozaron los estucos, se
arreglaron las tejas, se cepillaron los
bancos del refectorio y de la iglesia, se pintaron la paredes y se enjalbegaron
las fachadas.
Aquella media docena de
jóvenes novicias, bien alimentadas y protegidas, se anticipaban a cualquier
gesto de la madre Margarita, que subiendo una ceja o alzando la mano, indicaba sin indicar, a
donde había que acudir y cual era la tarea pendiente.
La Comunidad variopinta y colorida floreció
como una madreselva en primavera.
La Hermana Jardinera
consiguió una variedad híbrida de arbusto tropical que, con sus sabias manos y
sus tiernos bisbiseos, creció sin desmán por los rincones, antes yermos, que
rodeaban el huerto. A raíz de aquellas plantas palmeadas y rabiosamente verdes,
no era extraño que al llegar la noche, el claustro se viera enardecido por un
aroma dulzón y agradable que dejaba a las monjitas en un arrebato permanente, que les permitía dormir sin
pesadillas y levantase a maitines con alas en los pies y una energía
encomiable.
Poco a poco las habitaciones
se fueron ocupando por novicias menudas y ágiles venidas de otros rincones del
mundo. El Convento entero hervía de ebullición y de alegría contenida. Había
tanto que ofrecer a las demás y tantas heridas de las que recuperarse...
Hasta el padre Juan, el
confesor, decidió que, ante la poca faena que le daban aquellas buenas mujeres,
lo más coherente era remangarse la sotana y compartir en cuerpo y alma la vida
y las tareas de la Comunidad.
En breve se puso en marcha el
Economato y la Madre Abadesa se encargó personalmente del torno, donde se
vendían huevos criados, no con gallinas alegres sino extasiadas, frutos y
verduras de los huertos tan sabrosos que parecían regadas con agua bendita y a
las que los vecinos, que se surtían de aquel vergel, les achacaban propiedades
milagrosas.
Únicamente tenía derecho a
salir de aquel reducto, Asunción, la Hermana Recadera, que con sus 86 años
poseía una mente inteligente y curiosa. Al haber ingresado en las Carmelitas en
su senectud, no se vio sujeta al voto de silencio, por lo que se ocupaba de las
compras necesarias para la buena marcha del Convento. La pobre, arrastrando una
seria escoliosis, caminaba tan agachada que parecía buscar moneditas del suelo
por las calles de Granada mientras se ocupaba, entre otras cosas, en comprar
lanas para las labores o seda para los bordados.
Poco a poco el arzobispado
fue dejando a su suerte a aquella Comunidad de monjas hacendosas y autónomas
que no daban la lata, nada reclamaban y hasta aportaban sabrosos productos del
huerto o mágicas infusiones caseras para las migrañas del obispo.
Y así fue como siguieron
aparecieron en la puerta mujeres maltratadas, criaturas abandonadas a su suerte, emigrantes o
refugiadas. Nadie preguntó nada y se fueron abriendo más y más celdas,
reconvirtiendo salas abandonadas en dormitorios, desempolvando ollas y
cacerolas, conscientes del lema que dignificaba las paredes del Convento: “Dios
tiene espacio y corazón suficiente para acoger a quienes lo necesitan”.
Nadie se extrañó tampoco
cuando apareció el primer bebé en el torno, no importaba si venía de dentro o
de fuera de la casa. El silencio tiene eso cuando se respeta. Después fueron
llegando niños abandonados o perdidos que se hicieron al silencio, a los juegos
sin ruido y a las risas sofocadas, acostumbrados como venían de pasar la vida
bajo situaciones inimaginables.
Más tarde entraron jóvenes, y
no tan jóvenes, de cuerpos andróginos, que también recibieron la misma acogida;
una sonrisa, una manta, un catre, una cuchara, un plato de lata, una túnica y
una tarea diaria de la que ocuparse.
Y por las noches, en el
refectorio, después de un plato de sopa caliente, un tazón de leche y un trozo
de bizcocho de las semillas que la Hermana Jardinera cultivaba con tanto arte,
la gran casa comenzaba a llenarse de cantos
sofocados y muchas, muchas
silenciosas risas.
Teresa Flores
MANO MUERTA, MANO MUERTA
QUE UN SAPO LLAMA A LA PUERTA.
EN MI CASA NO ENTRARÁS
PEQUEÑO SAPO VETE YA.
1.- Coger la mano por la muñeca con suavidad y agitarla
2.-Darle golpecitos en la barbilla
3.- Hacer el gesto de despedirlo
Foto realizada en el claustro del antiguo Convento de Santa Paula |
Menuda para su edad, silenciosa, delgadita y frágil, de cabello pajizo y barriga inflamada tal vez a causa del hambre o de los parásitos. Hubo rumores sobre si había aparecido en el torno… si la encontraron en la puerta de la cocina, si era la hija del jardinero o de alguna de las novicias que acababan de incorporarse al monasterio. Poco más se pudo vaticinar en el convento de Santa Paula, para más inri de clausura y con voto de silencio.
Llevaba prendida entre sus ropas una carta, una carta mal escrita llena de tachones y faltas de ortografía, tantas, que necesitaron varias horas para poder descifrarla. Tres cosas dejaba en claro: que se llamaba Elisa, que tenía cuatro años y que nadie la reclamaría nunca. No había apellidos, ni lugar de origen de la desconocida criatura: abandono. Tedioso y vulgar abandono.
Los primeros meses le habilitaron un jergón de paja en la misma celda donde dormía la hermana cocinera, el lugar más caliente de la casa; no era para menos, en esta Granada que cuando dice de ser inhóspita se lleva la palma.
La nena miraba la comida con una mezcla entre la ansiedad y el respeto, esperaba que alguien le pusiera en la mano un plato de gachas y luego, con la mirada baja, no sabía qué hacer con la cuchara, como temiendo un arrebato violento que llevara consigo, quizás, un fuerte manotazo.
Para las hermanas fue el farolillo que iluminó aquel duro invierno de 1844. Espiaban sus escasas sonrisas, esperaban con ansia sus balbuceantes y tardías palabras y aplaudían con ahínco sus primeros logros. Peleaban por trenzarle su ralo cabello y le regalaban a escondidas, algunas bellotas de la encina del huerto o los primeros frutos de la higuera.
Elisa fue creciendo, tranquila, triste, lentamente, sin aspavientos, sin arrullos, sin abrazos, no parecía, tampoco, echarlos de menos. Era la más pequeña del internado que las monjas regentaban y aprendió, con bastante dificultad, a desgranar las primeras palabras, recorriendo los negros renglones de la cartilla con sus deditos menudos, así como a cantar, desafinando en el coro, por maitines.
Tal como vaticinaba su carta de presentación, nadie regresó a reclamarla.
Con el tiempo, la alimentación, el aire libre en el huerto y la compañía de unas y otras, creció su cuerpecillo, su tez adquirió un color saludable, su cabello tomó lustre y, cuando forjó una amistad con una pequeña de su edad y pergeñó, con ella, su primera travesura, sus ojos adquirieron un ligero brillo, descubrió la risa y, en cierto modo, la alegría de estar viva.
Cada noche se escapaba por los lóbregos pasillos a buscar la calle, a espiarla desde las celosías, queriendo escuchar en los huertos vecinos alguna voz humana ajena al convento.
Su cabecita empezó a llenarse de sueños locos, con los relatos que traían sus compañeras sobre sus vidas de afuera, sus familias, hermanos, madres y padres. Palabras que le resultaban difíciles de asimilar, sobre todo aquellas vacaciones o fines de semana tediosos cuando era la única criatura menuda que vagaba solitaria por el convento.
Espiaba los comentarios de la hermana lega, del pescadero cuando traía la comanda, los vendedores que en la calle voceaban las mercancías, y se acostumbró a esperar. Quizás ella, sí, quizás ella, un día podría salir de aquel encierro, porque alguien vendría a buscarla.
Indagó su rostro en cada una de las monjas e imaginó que era hija de alguna, de las que llegaron antes que ella o de las que llegaron después. Las observaba cautelosa; atenta a un gesto, al color de los ojos, el rasgo de sus barbillas, la forma de la nariz, el tono de las voces, para acabar sollozando cada noche, en el dormitorio común, a la espera de que un día aquella cárcel, que le había sido impuesta, se terminara.
Decepcionada y aburrida optó por centrarse en el estudio. Cuando cayeron en sus manos la vida de los santos comenzó a fascinarse y, vivió con cada uno de estas historias la existencia que nunca tendría. Suspiró con aquellas que fueron mártires, viajó con las que fueron secuestradas, entregó sus cortos años a la penitencia, a las ciudades desconocidas, a los descubrimientos.
Las hermanas percibieron en ello una señal y no fue extraño que, a los 16 años, animada por la madre superiora, se decidiera tomar el hábito de novicia con el nombre de María Elisa de los Dolores… Nombre con el que fue enterrada como monja ocho años más tarde, víctima de una larga y terrible enfermedad.
Sor Fuencisla, la madre cocinera, que la cuidó cuando pequeña y la escuchaba llorar, desde su jergón, sospecha que la muchacha se consumió de tristeza.
__________________
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Se fue padre.
Se fue de madrugada, silencioso,
como siempre, pensando que yo no lo escuchaba, que no percibía los crujidos de
sus pasos por la casa, recorriendo el pasillo profundo, que separó siempre
nuestras alcobas.
Se fue calladamente, como si así
hiciera menos daño, como si en cada ausencia no se llevara un fragmento de cada
uno de nosotros.
¿Cree acaso que no notamos cuando comienza
los preparativos? ¿Qué estamos ciegos ante la ligereza de sus gestos, sordos a
los cuchicheos de los criados, los movimientos en las caballerizas o el piafar
de su yegua favorita, que presiente alegre el fragor de futuras batallas?.
Cómo puede ser tan ingenuo, tan
irresponsable, tan insensible, tan insensato.
¿No sabe acaso que deja a madre en
una profunda tristeza? Que, ante su ausencia, acompasa su respiración cotidiana
al ritmo del telar y nos despierta en las noches insomnes con su monótono zis
zas perpetuo.
Ni siquiera las doncellas se
atreven a reírse y transitamos los días como almas en pena, vagando por
corredores soñolientos, penando entre páginas de la enorme biblioteca,
desordenando el cuarto de juegos, bajando y subiendo escaleras para intentar otear desde las almenas… Vigilando
emocionados el horizonte, por si vuelve, por si un día vuelve o si alguien,
acaso, regresa con sus nuevas.
Se fue padre.
Apenas las cinco de la mañana. El
cielo en lontananza, comienza a poblarse de azulrojos y a escondidas de la
nodriza, descalza y en camisa, me aproximo a la alcoba de madre, queriendo asirme
de su mano. Esa blanca mano que nadie acogerá en mucho tiempo. Pretendiendo acunarla
en mis torpes catorce años, con la cabeza, aun, inundada de imágenes relatadas,
en noches frente al fuego, de aquellas aventuras que padre nos traía de sus guerras
inútiles pobladas de cadáveres sangrientos.
Maldigo no haber nacido varón para
impedirle el paso, para obligarle a que me llevara con él, a donde fuera, poder
enarbolar con orgullo su estandarte y huir así del silencio de las estancias en
los próximos días, meses y, puede, que hasta años.
Quisiera suprimir el color ceniciento
del castillo, siempre a media luz, y, las tardes odiosas bordando sábanas
inútiles que nunca conocerán el amor verdadero.
Se fue padre.
No recibiremos nada más que migajas
de palabras devanando contiendas, inútiles misivas, relatando pasajes que, por
sabidos, no resultaran más esperanzadores. Al final de cada carta un liviano epitafio.
Apenas tres palabras para dedicarnos un: “te quiero”, dulce, un “os amo a todos”.
Ternura para su bella esposa, besos y abrazos para sus pequeños hijos, su
futuro.
¿Amor sincero?
¡Se puede ser más rastrero!
¡Cobarde!, ¡cobarde!, ¡cobarde!
Se fue padre.
Por qué te ausentas si dejas en tu
casa las puertas abiertas a la desgracia, a nuestra tristeza infinita, al acoso
que, los que se dicen nuestros guardianes hacen a madre, a las miradas libidinosas
que me persiguen por los pasillos, los roces inoportunos de los escasos varones
que, por vejez, no fueron a la batalla, que aterran y soliviantan mi juventud
inocente.
¡Olvídate canalla, de conquistar el
mundo y regresa antes que sea demasiado tarde! Antes que tu señora ceda ante
tanto despropósito, antes que me vea mancillada por un vulgar lacayo, antes que tus hijos pequeños se
asalvajen entre las patas indomables de los caballos de tus cuadras y la
dejadez de las nodrizas.
Se fue padre.
Cuánto tiempo tenemos que llorarte
después de cuatro meses sin una sola carta.
¿No hay nadie al otro lado del muro?,
dinos, ¿no hay nadie?
Tendré que cortarme los cabellos,
robar la vestimenta de uno de tus pajes, y escapar en mi alazán a recorrer el
mundo, a buscarte. Ser, por fin, el varón que quisiste tener, el que soñaste
levantar en tus brazos y nombrarlo tu príncipe heredero.
Yo también anhelo tus sueños, deseo
luchar contra Polifemo, encontrar la fuente de la eterna juventud, surcar en un
barco océanos de admiración y aventura, enamorarme de un tierno efebo que me
haga estremecer en sus brazos.
Quiero ser otra, no quiero seguir
pudriéndome aquí en este bando donde nos has dejado, sin preguntarnos, sin
poder defendernos de este futuro incierto, imperfecto, duradero, absurdo.
Nunca más seré la niña delicada, no
querré escuchar tus poemas ni tus cartas, no ansío abrir esas delicadas sedas con
las que regresas de tus viajes protegiendo valiosos presentes. Dejé de ser tu
princesa para comprender, demasiado pronto, hasta donde llega el egoísmo de los
hombres. No quiero un varón que me salve de mi presente ni dirija, en su arrogancia,
mi futuro.
Regreses cuando regreses, llegarás
tarde. Tu hija volará enjalbegada, cubierta de tules y dorados, con el corazón roto
por todo lo vivido, por tener que hacerme mayor antes de tiempo, por ver morir
a madre lentamente de tristeza enterrada cada día en devanar madejas inútiles de futuro.
No me busques padre, no me busques.
Seré el arquero más ágil de tus ejércitos, el soldado más valiente, el más
rápido. Si hay que ir a la guerra iremos todos, o no fue ese el juego que nos enseñaste
desde nuestra más tierna infancia. No hubo otras historias que las conquistas,
que el descubrir nuevos mundos para hacerlos propios. Nos hiciste palpitar con tus grandes relatos…
Llegar siempre más lejos, más alto.
Allí nos encontraremos, padre… en
la batalla,
No dudaré en defenderme.
Extraído del libro PEDRO MELENAS de Heinr, Hoffmann.
Por no cortarse las uñas
le crecieron diez pezuñas,
y hace más de un año entero
que no ha vuelto al peluquero.
¡Qué vergüenza! ¡Qué horroroso!
¡Qué niño más cochambroso!
Cuento
dialogado para pies, destinado a criaturas pequeñas
(Se cuenta el cuento sentados todos en el suelo con las piernas encogidas, el pie derecho es la vaca y el izquierdo el toro, conforme se hace el dialogo los pies toman vida y se mueven)
-¡Vaca!
-¡Toro! (las piernas se estiran al
nombrarlos)
(Siempre habla el contrario, si no se
especifica se turnan cada vez uno)
-¡Hola vaca!
-¡Hola Toro!
-Dame un besito (se tocan las puntas)
-¡Mua, Mua!
-Vaca ¿nos damos un paseo?
-¡Vale Toro!
(caminan)
-Vamos a correr (trotan)
-¡Uf, que cansancio!
(Un zumbido se escucha)
ZZZZZZZZZZZZ
-¡Ay, Ay me ha picado una avispa!
-Ven, vaca, yo te mezo (se sube encima del
otro pie)
-EA, EA
-¿Damos otro paseo, Toro?
-¡Vale!
-¿Saltamos el río? (con los pies juntos)
-Ahora tu primero, Vaca.
-Ven tú ahora, Toro.
-Me tengo que ir ¡adiós, Toro, adiós!
-Un besito (se tocan las puntas)
-¡Mua, Mua!
-Adiós Vaca ¡hasta mañana!
-¡Hasta mañana Toro!
(El cuento se puede alargar todo lo que
queramos)
Para la edición en papel podéis encontrarlo por internet
Este es un cuento muy bonito para contarlo con ayuda de las muñecas rusas.
Hace mucho, mucho tiempo, un carpintero salió de su cabaña y recorrió lentamente el camino hacía el bosque, en busca de un buen tronco para tallar. En un claro del bosque, el viejo carpintero vio un tronco tan hermoso como nunca antes había visto. Lo cogió y lo llevó a casa. Era un hermoso tronco, con el que, sin duda, debía fabricar algo muy especial. Durante varios días, no supo qué hacer. Finalmente una mañana, despertó y decidió hacer una muñeca. Puso el tronco sobre la mesa de trabajo y empezó a tallarla suave y delicadamente. Cuando la terminó, le gustó tanto, que decidió no ponerla en venta y la colocó en su mesilla de noche. Le puso por nombre Matrioska. Cada mañana, el carpintero se levantaba y la saludaba cortésmente, antes de iniciar sus tareas:
—Buenos días, Matrioska.
Un día tras otro repetía la misma expresión, hasta que una mañana, un tenue
susurro le respondió:
—Buenos días.
El carpintero quedó tremendamente impresionado y repitió:
—Buenos días, Matrioska...
—Buenos días —le contestó la muñeca, con un hilo de voz.
Asombrado, se acercó a la
muñeca para comprobar que era ella quien hablaba y no sus viejos oídos que le
jugaban una mala pasada. Desde aquel día, vivió acompañado por la pequeña
Matrioska, que era un pozo de palabras y risas, y le distraía y alegraba en su
trabajo diario. Una mañana, Matrioska despertó muy triste. Tras mucho rogarle,
un poco avergonzada, ella le explicó que cada día veía por la ventana los
pájaros con sus crías, los osos con sus oseznos, y hasta las orugas que se
enganchaban unas a otras formando una gran fila familiar.
—Incluso tú —apuntó Matrioska— me tienes a mí, pues bien, yo también querría
tener una hija.
—Pero entonces —respondió el carpintero— tendría que abrirte y sacar la madera
de tu interior para hacerte una hija y eso sería doloroso y nada fácil.
—Ya sabes que en la vida las cosas importantes siempre suponen pequeños
sacrificios —respondió la dulce Matrioska.
Y así fue como el carpintero abrió a Matrioska y extrajo cuidadosamente la
madera de su interior, para hacer una muñeca un poco más pequeña, a la que
llamó Trioska. Desde aquel día, cada mañana, al levantarse, saludaba:
—Buenos días, Matrioska; buenos días, Trioska.
—Buenos días, buenos días —respondían ellas al unísono. Ocurrió que también
Trioska sintió la necesidad de ser madre. De modo que el viejo carpintero
extrajo la madera de su interior y fabricó una muñeca, aun más pequeña, a la
que puso por nombre Oska. Al cabo de un tiempo, también Oska quería tener su
propia hija, pero al abrirla, se dio cuenta de que sólo quedaba un mínimo
pedazo de madera, tan blanca como el primer día, pero del tamaño de un
garbanzo. Sólo una muñeca más podría fabricarse. Entonces el carpintero,
temeroso de no poder cumplir el deseo de la pequeña muñequita y de que ésta se
sintiera triste toda su vida, le dibujó unos enormes bigotes y lo puso ante el
espejo diciéndole:
¿Hasta qué punto está el lobo dispuesto a cambiar para poder comerse a los siete cabritillos?
Esta es otra original versión de esta conocida historia infantil.
Sorprendente aventura y sorprendente historia de Nono Granero que nos divierte a la vez que nos muestra que el futuro puede ser incierto y a la vez tierno.
La historia nos atrapa como un imán y nos muestra como pueden llegar a cambiar las personas.
NONO GRANERO, es un gran escritor e ilustrador de cuentos que tiene en su haber una inmensa bibliografía. https://www.todostuslibros.com/autor/granero-nono
También podéis seguirlo en su blog https://nonogranero.blogspot.com/
Tuve la suerte de conocerlo en Guadalajara, durante la celebración de el popular Maratón de cuentos, que se celebra cada mes de junio desde hace ya más de 28 años. En ese evento Nono presentó una original exposición titulada Cartografía del cuento popular, que recopiló en el libro que os muestro a continuación.
Para que lo conozcáis un poquito más os traigo estas palabras extraídas de como se presenta en su blog.
Narrador, Titiritero -entre otras ocupaciones-, fundamentalmente me gusta hacer aparecer cosas a partir de otras que no tenían nada que ver: De gestos y palabras, salen historias y cuentos; De pedazos de carbón y manchas de pintura, personajes y mundos; De retales y trozos de corcho y espuma, escenas y acciones; Y de la curiosidad enorme, una manera de ver.
Y para terminar, os presento otro de mis cuentos preferidos con los que he jugado y reído, al contarlo, en más de una clase. La presentación y sus posibilidades de explotación las podéis encontrar en mi blog;
La mirada afrutada de aquel niño se extendió por encima de los controvertidos picachos. El polvo del amanecer cuajaba de esencias el azul momento y la risa de los que se acercaban rompió en crueles fragmentos el plateado instante.
Sonaron los
limoneros a sinfonía de cuerdas, y
vincas y jaramagos iniciaron una
tormenta de palabras. El campo hablaba. Mientras, un labrador de sueños enjaretaba en surcos
fragmentos de cristal, y en el agua del estanque se estremecía gozosa la espuma
de azahar de los mandarinos.
Era un
encarado edén, salvaje, primitivo, lastimado por sendas quejumbrosas que
rogaban un poco de respeto. Ante aquel algarrobo deprimido, inocentemente
centenario, cobijamos nuestra mutua soledad y los lamentos metalizados del
ángelus que nos llegaban del cercano horizonte asfixiaron nuestros oídos.
El tiempo
atenazaba acometidas de contrastes.
En la sinfonía
de aromas esparcidas por el valle, se asomaba el odio cotidiano de la fruta
asesinada. Sobre la hierba llorosa alas de mariposas esparcían sus estériles
semillas de desdén.
La sonrisa de
cascabel del muchacho volvió a perfumar el momento. ¿Cómo esperar, en el
espacio indecente que lo abruma, que lo que le quede por vivir, en su inocencia
adulta, sea menos infructuosamente bello que lo ya gastado?
Teresa Flores