miércoles, 14 de octubre de 2020

LA CIUDAD DEL PERMANENTE OLVIDO

 

No puedo explicar como llegué a Áurea ni qué camino me llevó a ella, solo sé que en  el momento mismo en que me detuve en una de sus plazas, sin asfaltar,  me sentí detenida en el tiempo.

  Observé que sus calles no tenían nombre, ni números sus casas, sus avenidas no poseían apodos, ni placas sus parques, sólo letreros vacíos lucían sus estatuas y las fachadas de lo que me parecieron inmuebles  municipales.

Pregunté asombrada  dónde estaba a dos amables señoras que me miraron sin prestarme mucha atención y no quisieron o supieron decirme nada, después vagué por entre sus edificios y cuando que me sumergí en aquel particular caos me encontré viviendo el presente.

Los niños vinieron rápidos a saludarme, me llevaron de la mano a mostrarme sus tesoros. Saboreamos todos los helados posibles de la heladería del pueblo sin tener que pagar nada. Nos detuvimos ante señores que jugaban en el parque partidas de ajedrez absurdas e interminables. Tropezamos con mochilas escolares abandonadas por las esquinas. Empujamos a las abuelas que reían subidas en los columpios y picoteamos en las cestas de la compra depositadas sobre los mostradores vacíos del Banco. 

No supieron explicarme el por qué de las farolas encendidas en pleno día, ni qué hacían las cajas de bebidas tiradas por las esquinas o los  paquetes de cartas sin repartir. 

Conforme pasaban los días me fui acomodando con facilidad a la vida de Áurea, a su caos civilizado, su permanente olvido, su pacificación absoluta.  Ciudad de risa inmediata y vigorizante, de vida al segundo, placer instantáneo, amores efímeros y  vagabundeo insaciable.

Las mujeres del pueblo me aceptaron sin sorpresa, ya que para ellas solo era una  cara más a las que cada día les enfrentaba su desmemoria. Juntas pasábamos los ratos hilando conversaciones, entre juegos infantiles, alrededor de una mesa de cocina,  recogiendo frutos en el huerto o solucionando  problemas cotidianos en un ayuntamiento improvisado en cualquier calle del pueblo.

Observaba admirada como llevaban a sus bebitos amarrados a la espalda para evitar olvidarlos en cualquier sitio, niños que recibían en el momento de su nacimiento un nombre, por medio de un beso que las madres depositaban en sus frentes. Nombres que quedaban grabados para siempre y que tardé en descifrar el tiempo justo que me llevó olvidar el mío.

Una vez que aprendían a andar los niños pasaban a ser de todos, ocupaban el tiempo en jugar hasta caer rendidos y acababan paseando por las calles de Áurea a ver dónde olía más rica la comida, otros veces se contentaban con un chusco de pan o una fruta capturada en los árboles del “huerto parque”, que crecía misteriosamente, sin que nadie lo cuidara, en el corazón de la ciudad.

Quise almacenar en mi memoria, que con el paso del tiempo se hacía cada vez más inútil, los nombres de algunas de aquellas criaturas con las que tanto compartí, tanto aprendí y tanto me dieron y me llené de palabras tan ligeras como; Suspira, Momento, Inmediato, Efímera, Alba, Aliento ó Liviana.

 Durante aquellos días, no puedo precisar cuantos, dormí en diferentes casas, amé a algunos hombres de mirada sencilla, que nada pidieron y nada prometieron, que me entregaron su enorme ternura y me olvidaron casi en el mismo momento en  que los dejé.


Comprendí que la vida en este pueblo era chispeante y espontánea,  siempre en permanente transformación, ya que las familias cambiaban continuamente de casa, de esposos, de hijos, todas las puertas permanecían abiertas, nada era de nadie, todos se cuidaban entre sí  y aprendían, tanto grandes como pequeños de la maravillosa escuela de la vida. 

De repente, sin saberlo, tal vez a causa de los efectos de la luna nueva o de los diferentes solsticios del año, todo volvía de una manera natural a un orden relativo,  cada habitante buscaba su lugar; su casa, su oficio, se encontraban las parejas, se reconocían tocándose las manos, acariciándose las caras y se decían las cosas de siempre, que por ensalmo se habían convertido en nuevas. Se reían fuerte, alegres, sin temor, estrujaban hasta el límite a sus auténticos hijos que se dejaban querer y regañar sin darle mucha importancia a lo que estaba ocurriendo.

Sentí que Áurea sería siempre la ciudad del permanente afecto. Ningún hombre o mujer se enfrentaba jamás a su pareja, ningún hijo renegaba de sus padres, porque nadie tenía memoria para el rencor,  los abuelos, eran abuelos universales, de todos, y, a pesar de ser los más desmemoriados, a partir de los setenta y cinco años empezaban a recordar, como por arte de magia, que un día el pueblo no había sido siempre de esta manera.

Intenté averiguar de qué vivían sus habitantes y para mi asombro pude ver camiones repletos de alimentos que llegaban hasta el pueblo, no en vano Aurea estaba en medio de ninguna parte por donde pasaban carreteras que iban a muchos sitios, y los chóferes descargaban montones de víveres que les permitían vivir sin problemas durante meses.

Me comentaron que un extraño sortilegio atraía esos camiones… luego como cayendo de un hechizo, esos hombres pasaban algún que otro apuro al comprobar que no dejaron la carga donde debieran, pero dónde la habían dejado no podían encontrarlo en ningún mapa, ya que el pueblo se solía olvidar hasta de sus propias coordenadas y se perdía en el espacio.

No sentí en ningún momento necesidad de irme de allí, no sólo porque era difícil salir, si no porque para qué salir de la ciudad del infatigable olvido, en donde nada comprometía ni distraía, y se vivía la vida  aferrándose al segundo inmediato para poder dejarlo caer en el abandono. 

Nunca supe cuánto tiempo estuve viviendo en Áurea. Solo sé que un día  siguiendo el rumor del agua que conducía a la Casa del Molino, me encontré de pronto a la salida del pueblo y sin darme cuenta olvidé el camino de regreso y me vi pisando caminos de tierra que me llevaron a una carretera asfaltada.

Unos excursionistas me encontraron perdida y desorientada, en el interior de un bosque al caer la noche.

No supe decirles mi nombre, ni de donde venía. Tampoco pude responder ni entendí una sola de las preguntas que me hicieron la policía, mi marido, mis hijos e incluso los médicos que me examinaron. Hablaron de un golpe, accidente, conmoción, ante mis explicaciones sobre el lugar perfecto en el que había pasado el último mes.

 Cuando les relataba que allí vida y reposo se conjugaba en una mezcla agradable, que era lo que  hacía que sus habitantes acabaran olvidando el objetivo prioritario de sus vidas y se quedaran a morar para siempre en Áurea, notaba sus miradas extrañadas y preocupadas. Con el tiempo aprendí a adaptarme a mi antigua realidad.

Dónde estuve aquellos días, fue para todos un misterio.

Mi coche apareció, como por ensalmo, en un bancal de la Vega, solo tenía algunos arañazos.

Eché de menos Áurea, aunque no logré amarrarla, por mucho tiempo en el recuerdo, pero algunas veces… en las noches sin luna, cuando veo el columpio del patio que se balancea solitario, oigo voces de niños que canturrean y entonces  sonrío, sonrío sin poder evitarlo. 

 


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