miércoles, 9 de noviembre de 2022

ALMA CÁNDIDA

Este es un relato realizado en mi taller de escritura, espero que os divierta.     

  Marisa se había encerrado en  el dormitorio de sus padres, único lugar de la casa que  contaba con llave, el santa sanctórum - como era denominado por los hijos—, lugar prohibido al que solo se entraba con permiso expreso o, como en aquella ocasión, aprovechando la ausencia de sus progenitores.

Pasó un buen rato rebuscando en el armario, de donde sacó tres vestidos, dos bolsos, una rebeca y dos pelucas que colocó con cuidado sobre la cama. En el más infinito silencio fue probándose un modelo tras otro hasta que eligió el que más le convenció. Frente al espejo de la cómoda hurgó por los cajones hasta encontrar un lápiz de labios que le convenciera para acabar  optando por un tono rojo mate. Se pintó con cierta inexperiencia debido a su escasa práctica  pues a pesar de sus diecisiete años el maquillaje era para ella un verdadero incordio por muchas recriminaciones que le hicieran, sobre el tema, sus hermanas.

De naturaleza inquieta y alegre, aprovechó la complicidad con su hermano Tomás, trece meses más joven, compañero de juegos y travesuras, para llevar aquella tarde a cabo la broma urdida durante varias semanas.

Mientras sus padres se dedicaban al rito diario de la misa en la iglesia de la Magdalena y el cafelito posterior  en el Suizo, ellos se ocupaban de prepararlo todo, conscientes de que contaban con dos horas sin apenas vigilancia.

Una vez disfrazada, y sabiendo lo trasto que era para el orden, guardó todo lo que no usó poniendo atención en colocarlo en el mismo lugar, arregló con mimo la preciosa colcha de crochet que tanto trabajo le había costado tejer a su madre y, preparada, pasó al cuarto de costura, donde Tomás le esperaba impaciente por llevar a cabo lo propuesto.

En el hogar reinaba un cierto silencio propiciado por que sus innumerables hermanos estaban ocupados en las habituales tareas de la tarde, estudios, deporte o alguna clase particular.

Royéndose las uñas, hábito que no lograba quitarse desde que era pequeña, salió impaciente de la casa por la puerta de servicio, y en el descansillo, metida ya en su papel, respiró profundamente varias veces, tal como venía practicando en el grupo de teatro al que asistía desde hacía dos años todos los sábados por la mañana. Terminó de comprobarse la ropa, se ajustó la peluca, se puso las gafas de sol que también había sustraído a su madre, sujetó el bolso tratando de esconder sus raídos dedos y llamó al timbre.

El mismo Tomás le abrió la puerta principal y con una cortesía no exenta de alguna sonrisilla, le preguntó con toda corrección y en voz suficientemente alta, por si algunos de los habitantes de la casa andaba por allí cerca, qué era lo que deseaba.

Hizo pasar a aquella extraña señora al despacho, lugar de trabajo de don Matías, el padre, un serio señor, inspector de educación, que aunque tenía su oficina en la delegación de la calle Duquesa contaba con aquella sala de muebles pesados y oscuros como refugio y biblioteca, donde, algunas veces se encerraba pretendiendo, ingenuamente, huir de la algarabía que provocaban a todas horas sus siete hijos.

Una vez regresado de su paseo entró en la habitación, diez minutos más tarde, un circunspecto don Matías con cara seria y ojos risueños, que sentándose frente a la sorpresiva visita, se dispuso a atender.

El señor inspector estaba acostumbrado a recibir personajes de la más extraña condición; gente a la que ayudaba a rellenar los papeles de una beca para su criatura, escuchar reclamaciones de una familia alterada con los resultados escolares de sus vástagos, profesores indignados ante  directores, directores indignados ante  profesores, o demandantes de materiales y fondos que nunca llegaban  y  madres, madres, como aquella, que sufrían lo indecible con el futuro incierto de su muchachada.

Lo que no le cuadraba era que aquella señora de aspecto extraño  se le hubiera presentado en su casa sin avisar y más aun a esas horas de la tarde. Pero siendo un señor bonachón como era, se dispuso con paciencia, a atender todo lo que aquella buena mujer tuviera que llorarle. Porque eso fue lo que hizo, llorarle. Le lloró con voz plañidera y tono agudo, le habló con pesar de su Ramoncín, lo buen hijo que era pero que no se juntaba con las compañías que debía, lo mal estudiante que se había vuelto, que lo iban a echar del instituto y que si lo echaban su padre lo mataba y que ella, y que ¡ay! y que ella no sabía qué hacer y que quería traérselo personalmente de una oreja a ver si Don Matías lo enderezaba…

Mientras derrochaba esta verborrea que tenía en vilo al pobre señor y que le estaba alterando su incipiente úlcera, retorcía con fruición  el pañuelito bordado o aferraba el bolso contra el pecho  como si de un salvavidas se tratase, se tiraba de los pelos que parecían salírsele de sus sitio, se reía, volvía a lloriquear hasta que comenzó con las lagrimas, lágrimas y más lágrimas y algún que otro gritito y una carcajada medio histérica, de manera que el pobre inspector no sabía ya por donde salir.

Toda esta situación se veía acompañaba por un silencio demasiado sospechoso en una casa donde a esas horas de la tarde, sus propios mastuerzos o malandrines, como solía llamarles, preparaban la mesa para la cena, acostaban a las pequeñas y se finalizaban las tareas domésticas cotidianas, con todo los ruidos y rumores que ello suponía.

Pero don Matías siempre fue un infeliz y demasiado buena persona, y no escuchaba las risas, risillas y alguna que otra carcajada suelta que llegaban desde detrás de la puerta del despacho, advertidos unos y otros de lo que allí estaba ocurriendo.

Marisa incapaz de seguir con la farsa y ante la incapacidad de que su padre la acabara reconociendo, empezó a reírse de manera franca, se retiró las gafas de sol que además eran graduadas y la estaban mareando bastante,  y  rejuveneció como por ensalmo, don Matías estupefacto del cambio pero aun ajeno a lo que ocurría le preguntó con un hilo de voz:

-¿Pero, señora, de qué se ríe?

Y ella con esa sonrisa pícara que siempre le  caracterizaba le respondió mientras se levantaba del asiento:

-Papá, por dios,  que soy tu hija Marisa.

Don Matías se quedó atónito, y más aun porque en ese momento todos los que estaban en la puerta irrumpieron en la sala a carcajadas limpia, hasta doña Pacita, puesta al corriente de la broma, también estaba allí confundida y convencida, de que el alma cándida de su marido hubiera sido capaz de continuar la conversación, sin percatarse de nada, durante horas y horas.

No se enfadó su padre con la broma, solo dijo a manera de disculpa que le había parecido reconocer el vestido, y como era de buen talante y sabía reírse de sí mismo,  le regaló a su hija de premio por su arte e ingenio cien hermosas pesetas. Lo equivalente a la paga de tres meses. Vamos, un dineral.


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