No puedo explicar como llegué a Áurea ni qué camino me llevó a ella, solo sé
que en el momento mismo en que me detuve
en una de sus plazas, sin asfaltar, me sentí
detenida en el tiempo.
Observé que sus calles no tenían
nombre, ni números sus casas, sus avenidas no poseían apodos, ni placas sus
parques, sólo letreros vacíos lucían sus estatuas y las fachadas de lo que me
parecieron inmuebles municipales.
Pregunté asombrada dónde estaba a dos
amables señoras que me miraron sin prestarme mucha atención y no quisieron o supieron
decirme nada, después vagué por entre sus edificios y cuando que me sumergí en
aquel particular caos me encontré viviendo el presente.
Los niños vinieron rápidos a saludarme, me llevaron de la mano a mostrarme
sus tesoros. Saboreamos todos los helados posibles de la heladería del pueblo
sin tener que pagar nada. Nos detuvimos ante señores que jugaban en el parque
partidas de ajedrez absurdas e interminables. Tropezamos con mochilas escolares
abandonadas por las esquinas. Empujamos a las abuelas que reían subidas en los
columpios y picoteamos en las cestas de la compra depositadas sobre los
mostradores vacíos del Banco.
No supieron explicarme el por qué de las farolas
encendidas en pleno día, ni qué hacían las cajas de bebidas tiradas por las
esquinas o los paquetes de cartas sin
repartir.
Conforme pasaban los días me fui acomodando con facilidad a la vida de Áurea,
a su caos civilizado, su permanente olvido, su pacificación absoluta. Ciudad de risa inmediata y vigorizante, de vida
al segundo, placer instantáneo, amores efímeros y vagabundeo insaciable.
Las mujeres del pueblo me aceptaron sin sorpresa, ya que para ellas solo era
una cara más a las que cada día les
enfrentaba su desmemoria. Juntas pasábamos los ratos hilando conversaciones, entre juegos infantiles, alrededor de una mesa de cocina, recogiendo frutos en el huerto o
solucionando problemas cotidianos en un
ayuntamiento improvisado en cualquier calle del pueblo.
Observaba admirada como llevaban a sus bebitos amarrados a la espalda para
evitar olvidarlos en cualquier sitio, niños que recibían en el momento de su
nacimiento un nombre, por medio de un beso que las madres depositaban en sus
frentes. Nombres que quedaban grabados para siempre y que tardé en descifrar el
tiempo justo que me llevó olvidar el mío.
Una vez que aprendían a andar los niños pasaban a ser de todos, ocupaban el
tiempo en jugar hasta caer rendidos y acababan paseando por las calles de Áurea
a ver dónde olía más rica la comida, otros veces se contentaban con un chusco
de pan o una fruta capturada en los árboles del “huerto parque”, que crecía
misteriosamente, sin que nadie lo cuidara, en el corazón de la ciudad.
Quise almacenar en mi memoria, que con el paso del tiempo se hacía cada vez
más inútil, los nombres de algunas de aquellas criaturas con las que tanto
compartí, tanto aprendí y tanto me dieron y me llené de palabras tan ligeras
como; Suspira, Momento, Inmediato, Efímera, Alba, Aliento ó Liviana.
Durante aquellos días, no puedo precisar cuantos, dormí en diferentes casas,
amé a algunos hombres de mirada sencilla, que nada pidieron y nada prometieron,
que me entregaron su enorme ternura y me olvidaron casi en el mismo momento en que los dejé.
Comprendí que la vida en este pueblo era chispeante y espontánea, siempre en permanente transformación, ya que las
familias cambiaban continuamente de casa, de esposos, de hijos, todas las
puertas permanecían abiertas, nada era de nadie, todos se cuidaban entre
sí y aprendían, tanto grandes como
pequeños de la maravillosa escuela de la vida.
De repente, sin saberlo, tal
vez a causa de los efectos de la luna nueva o de los diferentes solsticios del
año, todo volvía de una manera natural a un orden relativo, cada habitante buscaba su lugar; su casa, su
oficio, se encontraban las parejas, se reconocían tocándose las manos,
acariciándose las caras y se decían las cosas de siempre, que por ensalmo se
habían convertido en nuevas. Se reían fuerte, alegres, sin temor, estrujaban
hasta el límite a sus auténticos hijos que se dejaban querer y regañar sin
darle mucha importancia a lo que estaba ocurriendo.
Sentí que Áurea sería siempre la ciudad del permanente afecto. Ningún hombre
o mujer se enfrentaba jamás a su pareja, ningún hijo renegaba de sus padres,
porque nadie tenía memoria para el rencor, los abuelos, eran abuelos universales, de
todos, y, a pesar de ser los más desmemoriados, a partir de los setenta y cinco
años empezaban a recordar, como por arte de magia, que un día el pueblo no había
sido siempre de esta manera.
Intenté averiguar de qué vivían sus habitantes y para mi asombro pude ver
camiones repletos de alimentos que llegaban hasta el pueblo, no en vano Aurea estaba
en medio de ninguna parte por donde pasaban carreteras que iban a muchos
sitios, y los chóferes descargaban montones de víveres que les permitían vivir
sin problemas durante meses.
Me comentaron que un extraño sortilegio atraía esos camiones… luego como
cayendo de un hechizo, esos hombres pasaban algún que otro apuro al comprobar
que no dejaron la carga donde debieran, pero dónde la habían dejado no podían
encontrarlo en ningún mapa, ya que el pueblo se solía olvidar hasta de sus
propias coordenadas y se perdía en el espacio.
No sentí en ningún momento necesidad de irme de allí, no sólo porque
era difícil salir, si no porque para qué salir de la ciudad del infatigable
olvido, en donde nada comprometía ni distraía, y se vivía la vida
aferrándose al segundo inmediato para poder dejarlo caer en el abandono.
Nunca supe cuánto tiempo estuve viviendo en Áurea. Solo sé que un día siguiendo el rumor del agua que conducía a la Casa del Molino, me encontré
de pronto a la salida del pueblo y sin darme cuenta olvidé el camino de regreso
y me vi pisando caminos de tierra que me llevaron a una carretera asfaltada.
Unos excursionistas me encontraron perdida y desorientada, en el interior de
un bosque al caer la noche.
No supe decirles mi nombre, ni de donde venía. Tampoco pude responder ni entendí
una sola de las preguntas que me hicieron la policía, mi marido, mis hijos e
incluso los médicos que me examinaron. Hablaron de un golpe, accidente,
conmoción, ante mis explicaciones sobre el lugar perfecto en el que había
pasado el último mes.
Cuando les relataba que allí vida y
reposo se conjugaba en una mezcla agradable, que era lo que hacía que sus habitantes acabaran olvidando
el objetivo prioritario de sus vidas y se quedaran a morar para siempre en Áurea,
notaba sus miradas extrañadas y preocupadas. Con el tiempo aprendí a adaptarme
a mi antigua realidad.
Dónde estuve aquellos días, fue para todos un misterio.
Mi coche apareció, como por ensalmo, en un bancal de la Vega, solo tenía
algunos arañazos.
Eché de menos Áurea, aunque no logré amarrarla, por mucho tiempo en el
recuerdo, pero algunas veces… en las noches sin luna, cuando veo el columpio
del patio que se balancea solitario,
oigo voces de niños que canturrean y entonces sonrío, sonrío sin poder evitarlo.