sábado, 11 de abril de 2020

LA CLASE DE PINTURA

Hoy traigo un relato que acabo de escribir, mitad realidad mitad ficción, gracias al taller de escritura al que estoy asistiendo que coordina el escritor Alfonso Salazar. A pesar del confinamiento no dejamos de trabajar y reunirnos ONLINE.

Mis pinitos con la acuarela

Todas las tardes después de merendar una taza de chocolate con picatostes que nos servía la tata en la cocina, salíamos mi hermana y yo para recibir clases extras.  A veces nos cambiábamos el horroroso uniforme escolar y nos poníamos nuestros trajes de paseo. Normalmente era mamá la que nos acompañaba, otras, alguna de las innumerables muchachas que se ocuparon de nosotras a lo largo de nuestra vida.
Yo, por la calle, iba mirándolo todo, como si lo viera por primera vez, y cuando me paraba en un escaparate me arrastraban entre las dos y alegaban que siempre íbamos con la hora atrasada y que una señorita jamás llegaba tarde a sus compromisos.
Mi segundo placer sucedía cuando me dejaban sola en la academia de pintura y empezaban a llegar las chicas con las que estudiaba. Como solía ser antes de hora, todavía me quedaban unos minutos en que me entretenía en mil y unas confidencias con Aurora, mi amiga preferida, y con Luciana. Era consciente de que ninguna de las dos hubieran sido del gusto de mi madre, ya que eran, digamos,  “de otra clase”. Las dos, mayores que yo, divertidas y “chispeantes” como las hubiera definido el abuelo, siempre tenían mil y un asuntos que contarme de sus novios,  cosas que para mis 16 años me resultaban bastante misteriosas y lejanas.
Mientras llegaba el señor Tarsici preparábamos el estudio, limpiábamos los pinceles, echábamos  un ojo a los cuadros de las compañeras ausentes, levantando una esquina del lienzo que cubría sus cuadros y seguíamos riéndonos como locas de cualquier tontería, sabiendo que una  vez que el maestro llegara con su paso patizambo, su melena leonina y su voz grave, nuestra diversión se habría terminado. Durante la clase imponía una férrea disciplina y solo nuestras miradas cruzadas y las risitas que nos dirigíamos a sus espaldas, eran las que permitían que yo siguiera regresando a aquel lugar.
Tenía claro, que nunca sería pintora, que no me iba aquello, que además no tenía ni la más mínima habilidad.
Mientras estuvimos entretenidas el primer trimestre con el carboncillo, las líneas, los trazos y más tarde el pastel, las cosas se fueron sobrellevando, me distraía, me gustaba que saliera algo positivo de esas “manazas” que ya desde pequeña me habían sido adjudicadas por mi madre y demás mujeres de mi familia, pero el arte del señor Tarsici suplió mi inexperiencia y lo pasé bastante bien, tanto, como para llegar a creerme que algún día podría llegar a ser una gran artista.  
Ahora las cosas habían cambiado, nos habíamos metido de lleno en el “óleo” y de la noche a la mañana aquello se había convertido en una tortura. Durante dos semanas sufrí todos los improperios que el maestro quiso dedicarme por no aprender a coger bien la paleta, que se empeñaba en escaparse de mis manos emborronando todo a su paso. Pude con un bodegón que más que figurativo fue una muestra abstracta de colores, pero entonces a pesar de mis ansias de libertad y de la diversión que me procuraba el encuentro con Aurora y Luciana, me aterraba la perspectiva de la nueva muestra que, como todos los lunes, nos tendría preparada el pintor.
  En el centro de la estancia donde convergían las miradas de nuestros caballetes ya estaba colocada, debidamente cubierta de un lienzo blanco, impoluto, la que sería mi tormento en los siguientes días. Cuando el “Maestro”, como le gustaba que le llamáramos, llegó a la sala, las chicas cloquearon al unísono. Respondimos a su saludo y él de forma solemne, como le gustaba hacer, se acercó a pasitos cortos al busto expuesto.
 Niñas- dijo, -he querido traeros una obra de arte. Sé que no va a ser fácil, no os preocupéis, bastará un detalle, unas líneas. Lo que quiero es que vuestra mirada llegue más allá. Me basta un apunte, un color, un fragmento-.
Aquí se interrumpió dando aun mas teatralidad a la escena y con sumo cuidado tiró del extremo de la sábana dejando al descubierto una muñeca de porcelana de cincuenta centímetros de altura. Era realmente un ejemplar único, creí reconocerla enseguida, se trataba de una Mariquita Pérez, la muñeca que mamá me llevaba prometiendo desde que tenía siete años cada vez con una nueva excusa; si sacaba buenas notas, si ordenaba mi cuarto, si cambiaba mi actitud, si dejaba de pelearme con Merceditas, si no me subía a los árboles en casa de la abuela, si esto, si lo otro….
Para cuando terminó de descubrirla mi corazón saltaba a vuelos desbocados, no sabía si de odio, de rabia, de emoción contenida o de impotencia. ¿Qué iba yo a hacer con “eso”?, ni siquiera sería capaz de pintar los capullitos de su falda plisada, y no digamos el abriguito de paño azul marino, sus cabellos rizados, rubios y cortos, sus enormes ojos verdes, su maletita de viaje que sujetaba con coquetería en la mano derecha.
De la clase entera se escapó un enorme suspiro de agradecimiento.
-¡Oh Maestro, es preciosa!, ¿es de su madre?, ¿de su hija?, ¿de su señora?..
Yo ya no escuchaba, echaba de menos no estar en clase de piano con la tonta de mi hermana Mercedes, que por nacer trece meses  antes que yo se creía la más lista de las mujeres. Quien, además, era buena, inteligente, complaciente y todas aquellas cosas que yo no sería jamás, y que ahora me estaría enfrentando a un piano y me pelearía con un pentagrama y no con todo un cúmulo de sentimientos.
Pedí permiso para salir de la sala alegando que tenía que ir al baño donde me refresqué la cara con agua helada, me arreglé un poco las trenzas casi deshechas y me quede alelada mirándome, sin verme, en aquel espejo roto.
A pesar de la tarde de mayo, del día abierto al azul, del ruido de la gente que pasaba por la calle, yo no veía nada más que esa estúpida muñeca, atada, encorsetada, llena de lacitos y de blondas, esa muñeca que nunca querría ser. ¿Cómo era posible que la hubiera deseado tanto?
Con mi maletín de pintura al brazo atravesé corriendo el estudio y me despedí en un grito apenas sentido.
- ¡Tengo que irme, han venido a por mí, tengo dentista!-
En mi desatino, mi bata de trabajo se enganchó con el pedestal donde lucía triunfante el objeto de mi ojeriza que se tambaleó y cayó al suelo. La porcelana de su cabeza se abrió en varios fragmentos, uno de sus ojos redondos se me quedó mirando de manera obscena mientras el corro de gritos de mis compañeras me acompañó escaleras abajo.
En la calle, me puse a llorar como una tonta. Nunca sería pintora, ni pianista, ni maestra de escuela, ni señora de mi casa, nunca aprendería a bordar ni a hacer algo de provecho y nadie se querría casar conmigo.
Di paseos por las calles de Madrid mientras la tarde iba cayendo, hasta que en un arrebato de cordura me acerqué a la oficina de mi padre, que no preguntó nada al verme, me abrió sus brazos y me limpió las lagrimas, llamó a casa, tranquilizó a todo el mundo y me invitó a otro chocolate. No pidió explicaciones, mientras me cogía las manos, me dijo simplemente que no tenía que hacer lo que no quisiera, que si amaba escribir que escribiera… que yo era su hija favorita y me consoló como solo un padre, que parece que nunca está en casa, sabe hacerlo.    

 
Mi única Mariquita Pérez de 10 cm de alto.


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