No podía ser menos que la tarea que nos pusiera nuestro profe del taller de escritura estuviera relacionada con la semana santa. Este fue mi relato:
—¡Er
moñeco, ermoñeco!
Julián
Sartre, prefería no saber de dónde salían las voces y los gritos. ¡Ahora no!,
se dijo. En este preciso momento era lo único que le faltaba.
—¡Apá,
ermoñeco!
Era
un error haberse traído a Manuel al acto, ya estaba demasiado grande y se
descontrolaba más de la cuenta. No quiso siquiera mirar hacia atrás a comprobar
lo que ocurría y siguió, furioso, organizando las tareas del magnífico evento
que tenía entre manos: tenía que salir perfecto.
Sentía
que iba a sufrir unos de sus arrebatos de rabia y coraje. Maldijo que la niña,
la Amparito, su Amparito, se hubiera vuelto a escaquear y no se estuviera
ocupando del tonto de su hermano. Mira que había repetido hasta la saciedad lo
importante que era que todo estuviera bajo control, que los había llevado a los
dos a la procesión, con esa condición. Seguro que la muy estúpida, estaba
tonteando con el chulito ese del barrio que le ponía ojos de carnero degollao
cuando la veía. A la noche, en casa, se iba a despachar a gusto.
Se
le llenaron los ojos de lágrimas intentando contener la furia que le subía
garganta arriba. Ese maldito hijo, mira que lo habían esperado con tanta
ilusión; un niño, el primero, el varoncito y primogénito de la familia, el que
llevaría sus apellidos. Después ya podían venir todos los que quisieran, a él
le daba igual, mejor niñas que pudieran ocuparse de ellos cuando mayores y
acompañaran a su mujer, esa mujer siempre huraña y enfadada. El sí que tenía
que estar enfadado, cuando le dijeron que el niño sería “retrasado” se le
atragantó la criatura. Sí que era retrasado, no logró aprender ni a leer ni a
escribir. Diecisiete años y hablaba como un crío de tres, todo el pueblo se
reía de él, el “Tonto Manuel” lo llamaban. Cómo lo odiaba, odiaba a ese niño,
que no servía para nada, que le seguía como un perrillo lastimero por más que
lo despreciara y al que, por desgracia, le encantaba la Semana Santa y ponerse
el traje de penitente. Vaya rabietas que cogía y cómo lloraba si no lo sacaba
en la procesión, su Procesión.
Julián
Sartre de Medinacelis, era nada más y nada menos que el Hermano Mayor de la
Cofradía “Nuestro Padre Jesús Cautivo y Rescatado” y “María Santísima del Mayor
Dolor en su Soledad”. Distinción conseguida después de muchos años de trabajo y
de esfuerzo, de mucha limosna y de mucho enchufe a unos y a otros, que este año
se estrenaba por fin en el cargo y
estaba a punto de sufrir un infarto, si seguía escuchando al tonto Manuel,
gritar y vociferar en medio de la calle.
Para
su asombro, el clamor fue en aumento y los gritos de su hijo se soliviantaban
cada vez más.
-¡Apá,
ermoñeco, guapa, guapa...agua…agua... agua…!
Una
oleada humana se movió al unísono a su alrededor, nazarenos que empezaban la
marcha, la banda de música que iniciaba los primeros compases, las niñas con sus mantillas
blancas, las señoras desde sus altos tacones.
Ante
un gesto de Julián, la campanilla del vocero empezó a repicar dando la señal de marcha para la comitiva,
pero los gritos de Manuel se alzaron por encima de la muchedumbre.
-¡Apá,
ermoñeco se quema...ay...ay!
Julián,
preocupado ante lo que parecía una inevitable catástrofe, miró hacia atrás. Del precioso trono de
“María Santísima del Mayor Dolor en su Soledad” un humo velado entre blanco y
gris empezaba a aparecer. El tonto enaltecido, abandonando el capirote a su
suerte, giraba como una peonza, mientras gritaba palabras ininteligibles. El
resto de la comitiva observaba paralizada la escena.
Julián
corrió hacia el paso, Manuel, reaccionó por fin; más próximo, más joven, más ligero, saltó a
la plataforma queriendo salvar la imagen. En su torpe torpeza pretendió apagar
el fuego a manotazos, un fuego que se iba propagando veloz en aquella profusión
de terciopelos y organzas.
Para
cuando el padre llegó, Manuel el tonto tenía las manos quemadas, la cara
ennegrecida y tosía con desesperación. Lloraba llamando a su madre a la que
confundía con la Virgen. Entre unos y otros lograron retirarlo y contener el fuego. Al
muchacho se lo llevaron al hospital, con las manos envueltas en su propia capa de penitente. La
procesión, para susto y disgusto de todos, se dio por concluida.
Julián
Sartre de Medinacelis, Hermano Mayor de la Cofradía “Nuestro Padre Jesús
Cautivo y Rescatado” y “María Santísima del Mayor Dolor en su Soledad”, veló a su hijo junto a su lecho de enfermo hasta
que se recuperó y lloró arrepentido, como un crío, por todos los improperios y
odios almacenados durante tantos años. Para aumentar, aún más, su sensación de mal padre, tuvo que escuchar
de los vecinos las felicitaciones que vinieron
a hacerle, por haber educado tan bien a ese hijo, santo varón, inocente
como un niño, que tal vez había nacido para salvar a María
del fuego eterno.
Amparito
nunca le confesó a su padre que vio a Manuel, aquella tarde, demasiado cerca de
la Virgen y de las velas, toqueteando y arreglándolo todo con ese afán
protector y maniático que le era propio. Se dijo, con gran sabiduría para sus
quince años: hay cosas que es mejor no contar.
Jajaja😂😂
ResponderEliminarMe ha encantado tu cuento Tiene un poco de todo. Fantástico!
Seguro que tu profe te ha dado una buena nota.
Creo que tendrías que publicarlo en una revista. De verdad.
Me lo pensaré para el libro que preparamos para final de curso. Gracias por tus comentarios siempre tan positivos.
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