Desde hace dos semanas lo
vengo escuchando, es como un lamento sordo, como un sonido desgarrador y
penetrante que horada mis oídos y los de todas las criaturas que sobre él
habitamos.
Conforme el sol ataca los
días de este invierno tan extraño, nuestro suelo va emitiendo más y más
latidos, se asemejan a pulsos de agua, serpientes marinas que nos cercan.
Intento no perder de vista a
mis oseznos, los llamo con voz lastimera si se alejan apenas dos pasos, pero me
siento prisionera del momento, del terrible momento, si no puedo cazar, si me
alejo; si lo que llevo durante tantos días presintiendo se cumple, será nuestro
fin y, lo que es peor, será el de ellos, mis pequeños.
Las focas, nuestro alimento, hace tiempo que
emigraron más al norte huyendo de esta debacle que se acerca, pero yo, recién
parida, no sé siquiera cómo podré enfrentarme a mi propia debilidad y a la
crianza de mis dos cachorros.
Si no me alimento en breves
horas, en un par de días no tendré suficiente leche para amamantarlos.
Hasta mi blanco pelaje luce
más apagado, mi respiración se hace fatigosa por momentos, mi compañero se fue,
¿partió a la caza o nos abandonó?, prefiero no pensarlo.
El suelo de nuevo se cimbrea.
Acuso el tremendo y anómalo
sol de este extraño invierno. El viento templado que no permite mantener el
grosor del hielo, necesario para caminar sobre él con seguridad.
Tiemblo, no de frío, sino de
miedo.
Llamo a mis pequeños y me
acurruco solícita con ellos, los envuelvo en un abrazo que nos proteja del
desastre. ¿Acaso está en mi mano remediarlo?
De repente, el espacio que
ocupamos, amenaza con separarse de la enorme masa que nos ancla a un suelo más
compacto.
Gruño atemorizada, rujo, me
incorporo sobre mis patas traseras, levanto los brazos, enseño los dientes
embravecida, enfurecida, temerosa.
Pero lo más terrible ocurre.
Se desgaja definitivamente,
se rompe el hielo que pisamos. El sonido es patente. Se parte la lámina
cristalina y un lento desplazamiento se instaura.
Es un instante, apenas tres
segundos angustiosos, dejo de sujetar a mis criaturas. En el movimiento
realizado, a pesar de mi cautela, mi pequeño se separa de nosotras.
Lo veo alejarse con una
lentitud angustiosa. Casi puedo tocarlo, pero sé que es inútil moverme, hacerlo
sería ponernos en peligro a los tres. Sujeto con fuerza a mi osezna que gime
presintiendo la desgracia. Ella y yo permanecemos inmóviles…
Lloro con lamentos de
desesperación y rabia. No puedo alcanzarlo, no puedo…Tan pequeño, tan frágil,
apenas un ovillo de lana blanca y casi rosada, que destaca ante la luz hiriente
de la mañana…
Lanzo manotazos desesperados
al aire, lo llamo, me golpeo el pecho con fuerza, grito desesperada mientras la
pequeña asustada, entre mis gruesas patas, se aferra con fuerza a mi pelaje.
Pero mi otra criatura se
aleja, irremediablemente se aleja, a una velocidad tan lenta que puedo ir
captando su figura y cada uno de sus rasgos que fijo en mis pupilas para no
olvidarlo nunca: sus ojos bellos de bebé perdido, su negra mirada lánguida,
sentado en el suelo, alzando sus bracitos, llamándome, llamándonos, con un
gemido lastimero que me rompe, me quiebra, me destroza, como el
hielo, como la vida que se nos acaba de fragmentar en mil pedazos.
Amamanto a la pequeña con mis
lágrimas.
El sonido del hielo
destrozándose acompaña los lamentos de mi hijo que ya es un pequeño punto en
lontananza… No volveré a tenerlo en mis brazos, no podré enseñarle a nadar, ni
a cazar. Escasos días permaneció sobre la tierra. Al menos no tendrá tiempo de
conocer a los que se dicen humanos, ni espantarse de la brutalidad de sus actos
y las consecuencias de los mismos.
Maldigo a esos seres que han
destrozado mi espacio, nuestro espacio, que han provocado que nuestro tiempo
cambiara, que han hecho desaparecer nuestros alimentos, calentar nuestros mares
e inundar de basura nuestras aguas.
Los maldigo por no respetar
el ciclo sagrado de la vida. Y les auguro que también sufrirán la desgracia de
ver destrozado su hábitat y perder a sus
seres queridos.
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