Cuando empezaban los frutales a llenarse de flores y los campos a cubrirse de margaritas, se removía el pueblo en un frenesí inquieto. Terminaba el invierno, las casas en aquellos desconsolados aguaceros, heladas mañaneras y alguna que otra ligera nevada habían perdido su elegancia. Era el momento de enjalbegarlo todo, volver a recuperar la luz de antaño anunciando así la llegada de una nueva estación.
Desde la mañana a la noche, las
mujeres, como si se volvieran locas de repente se llenaban de un extraño
frenesí, interpelaban a gritos a sus hombres apresurándolos a que fueran a por
cal, que revisaran los útiles de pintura, vigilaran si hacían falta brochas
nuevas, les indicaban donde estaban los desconchones que había que tapar y de
paso exigían que repararan los maltrechos tejados y para ello, que sacaran las
escaleras altas de los graneros.
La segunda fase, en la que todos los
niños contribuíamos, en una casi fiesta, era retirar las macetas de geranios y
de petunias de las fachadas y de las rejas. Macetas que iban pasando de mano en
mano a otras zonas provisionales en las que la fiesta blanqueadora no les
afectara.
Aquel extraño jaleo, puntual año tras
año, olvidado y de nuevo recuperado, nos sacudía de la apatía del invierno y, con alegría y
esperanza, empezábamos a rememorar las aguas frescas del verano y, por supuesto
la inminente llegada de las vacaciones.
Terminadas las pequeñas tareas en las
que nos dejaban participar nos retirábamos satisfechos de aquella algarabía,
conscientes de que esa intensa actividad no iba con nosotros. Hartos de las
regañinas que nos caían por aquello de
estar siempre en los lugares más inoportunos, recuperábamos con placer
nuestros papel de niños y nos metíamos
de lleno en otros juegos, mil veces inventados y no por ello menos nuevos,
sabiendo que por el momento éramos aun más libres que de ordinario.
En ese frenesí que inundaba el pueblo
nos tocaba, a veces, ocuparnos de los más pequeños de la casa y alejarlos de
aquella peligrosa operación, según señalaban nuestros mayores, correspondiente
al apagado de la cal que se realizaba en aquellos enormes barreños de zinc.
Desde lejos y expectantes observábamos como los polvos blancos empezaban a
bullir y a soltar extraños humos cuando las mujeres, cabellos protegidos con
pañoletas, removían aquellos baldes con unos gruesos palos de madera, era un
proceso casi mágico en el que aquellas piedras traídas de la calera pasarían a
ser el líquido lechoso con el que nuestras casas recuperarían sus aspectos de
antaño.
A los pocos días, el pueblo
convenientemente blanqueado aparecía luminoso y alegre, las mujeres iban
calmando su excitación y aprovechaban para arreglar sus plantas y compartir
esquejes de los geranios que se habían librado de las heladas.
Los
días se alargaban, según decía mi madre, al paso de una gallina, y
podíamos jugar en la plaza hasta que aparecían las primeras estrellas, acunados
por aquel blanco resplandeciente que confería una belleza especial a
nuestros estrenados pueblos.
Las macetas volvían a sus lugares,
las escaleras a sus graneros, se empezaba a enredar la parra, los grillos
cantaban con intensidad y la primavera asomaba con más fuerza con un cielo tan
luminoso que hasta dañaba.
Yo era una chicuela feliz, normal y
corriente, que según supe por mis padres marqué mi primera infancia enganchando
una enfermedad tras otra. Además de pasar por todas las epidemias propias de la
edad como el sarampión, la tosferina o las paperas, estuve, a los dos años, a
punto de irme al otro barrio debido a la difteria. Aun de aquello pude salvarme
y, aunque flacucha y desgarbada, era una niña inquieta llena de vida con muchas
ganas de imitar las travesuras de todos los muchachos del pueblo.
No supe hasta muy mayor, gracias a mi
hermano Rafael, que se ocupa de acordarse de las cosas más nimias de nuestra
infancia, que había una frase en torno a mí que alertaba a la familia:
—¡Mamá, Tere está chupando las
paredes!
Mi madre, inevitablemente y para mi
asombro, comprendía muy bien lo que estaba pasando y se apresuraba a adquirir
varios botes de Calcio 20, líquido
blanquecino que tenía un delicioso sabor, una cucharada sopera cada día le
aseguraría que yo no siguiera estropeando su reciente trabajo. Mis hermanos
entonces, hacían cola para recibir también una dosis del preciado líquido. No
eran conscientes que bastaba un lametón en un muro para reclamar una dosis
extra.
Crecimos con el Calcio 20, la botella
transparente de largo gollete, que mis padres tenían que esconder en el
rincón más difícil de la casa, mejor
bajo cuatro llaves, porque no era extraño que, al ir a buscarlo, más de un día
ya se hubiera acabado.
A pesar de que el blanco no es uno de
mis colores favoritos, que nunca conseguiré el blanco nuclear en mis coladas y
que el Ariel siempre me fallará, a pesar de que no me identifico ni con la
pureza, ni con la virginidad, ni con el odioso término inmaculado, guardaré en
mi memoria el recuerdo de nuestros pueblos blancos andaluces, tan significativos,
tan nuestros y nombres tan sonoros y maravillosos como: encalijo, enyesar,
blanquear, enjalbegar, enlucir, revocar, pintar, lucir, emblanquecer, y
encalar, estarán siempre conmigo y, por supuesto, el Calcio
20.
Relato realizado en el taller de escritura creativa con Alfonso Salazar, basado en un color de nuestra elección.
Que hermoso texto, que cantidad de palabras te sabes y que bien las colocas.
ResponderEliminarMe has llevado contigo a esos 'recuerdos' que yo no tengo. Gracias por compartirlos y por dejarme una cucharadita de Calcio 20 para mi también, que de no ser por esa mágica medicina, yo caminaría ahora mas patizamba que los dos paréntesis de este maldito teclado del ordenador.
La frase de Rafa me dio la clave para el texto, el resto es pura invención..
EliminarNo es tanta invención, si acaso lo exagerado, pero era verdad el lío del blanqueo....
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