sábado, 16 de marzo de 2024

El NIÑO DE VITRUBIO

 


Era mirada, solamente mirada de ojos castaños y largas y rizadas pestañas. Siete años apenas emparejados a un movimiento continuo, imposible seguirlo o detenerlo y, de repente, se había producido el milagro…

Aun vestido, se nos había escapado de las manos y a todo correr se había lanzado hacia aquella enorme masa de agua inquieta. Ante la escena que se mostraba a sus ojos, a apenas tres metros de la orilla, se había detenido… fijo… expectante, enterradas sus sandalias de plástico en aquella arena nuestra, tan negra, tan grosera y tan fresca…

El silencio podía mascarse. Todos a su alrededor, quienes le acompañábamos aquella mañana de agosto e incluso los paseantes que observaban curiosos la escena, se habían quedado tan inmóviles como él, como nosotros, sin querer perdernos la magia que se presintió en ese momento, extraño y único… ¿Acaso el mar y el niño se conocían?

Sin romper la distancia de seguridad, por si nos necesitaba o hacia cualquier gesto que implicara peligro, sin llamarlo ni acercarnos a su personita, fuimos ubicando toallas y esterillas que salieron de bolsas de lona y de capazos, surgieron dudas de si colocar o no la sombrilla, bisbiseos de dónde poner la cesta de la merienda para que tuviera más sombra, la silla para la abuela, ruidos que intentábamos aplacar moviéndonos como si fuéramos de algodón, para no romper aquella magia inesperada.

De haber podido: habríamos espantado a los pájaros, silenciado las risas de los niños, apagado la música del chiringuito, acobardado a los adolescentes de conversaciones estridentes y chabacanas, acallado al vendedor de helados… desalojado el pasaje de aquellos bloques inmundos y antiestéticos… de haber podido.

Como una tribu ibamos cercando filas a su alrededor -retirando vestimentas con prisa, ubicando sombreros, extendiendo olorosas cremas en los cuerpos escurridizos, de los más pequeños, que reían con sofoco agitados por nuestros precipitados gestos-  pendientes de la siguiente escena que pudiera producirse.

Él, impertérrito, permanecía en el mismo sitio, las sandalias casi sumergidas en la arena, la sonrisa aún más luminosa, un ligero aleteo de manos que por ratos aceleraba en  el inicio de un vuelo imposible queriendo imitar a la gaviota que se posó en vuelo rasante sobre las olas, introdujo el pico en el agua y subió riendo audaz hacia el cielo. Un estremecimiento de emoción o de frío, ante la liviana brisa que nos iba acompañando, erizaron la suave pelusa de su nuca.

Mirada perdida en un horizonte infinito.

Al ver a los primos entrar en el agua, sacudió con violencia la cabeza intentando despertar de un sueño tan profundo, avanzó unos pasos borrando, sin saberlo, el trazo de sus pequeñas huellas, se acercó a la primera espuma, se agachó e intentó recoger el agua con la mano.

Su maniobra nos costó un desvelo…

Su mirada se torció entre la frustración y el coraje y entonces avanzó furioso, con determinación, solo contra las olas, contra todas las olas presentes, como un pequeño Don Quijote, proponiendose conquistar el mundo. Los adultos nos levantamos al unísono, como si fuéramos un solo cuerpo  y ante el gesto de contención realizado por sus padres adoptivos, nos quedamos atrás, esperando.

Cómo lo conocen.

Cuando al agua le alcanzó las rodillas su sorpresa fue tan grande que a toda prisa dio un paso atrás y entre el vaivén de la ola y el suelo escurridizo bajo sus sandalias, perdió pie y se quedó extrañamente sentado.

Otra ola vino a saludarle y otra más y otra… la espuma le mojó la cara, sus pestañas y su rizado cabello se perlaron de gotitas similares a las estrellas luminosas que danzaban, aquel día, sobre la superficie del agua. Empapado mira al horizonte queriendo abarcarlo todo, mira al sol entrelazando las manos antes sus ojos, mira el agua e intenta atrapar una piedra que se le escapa. Se lame los labios, se relame y descubre un sabor inesperado, bebe un buche de agua salada, que escupe…

Se estremece, olisquea, se mece, se abraza, sigue indolente, con la mano, el vuelo de un enorme cormorán que se aleja, intenta capturar el sol y juega a  tapar y destapar sus ojos como  queriendo acostumbrarlos a la inmensa luz y  la penumbra...

De repente se incorpora, se arranca iracundo la ropa, enfadado, saturado tal vez de tantas nuevas vivencias y, desnudo y descalzo grita con todas sus fuerzas.

Tememos una de sus conocidas rabietas, uno de sus arrebatos de cólera y nos miramos sin saber bien qué hacer y entonces, su grito se desvanece como por ensalmo, se sucede un silencio y, para nuestro asombro, la playa entera se llena de su risa, una risa encantadora, escandalosa, desvergonzada, primaria, emocionada, fuerte… una risa, que de no conocerlo parecería llanto.

Y ya todo en él se hace movimiento, persigue a los correlimos y a las olas, y va y viene entrando y saliendo del rompeolas, queriendo modificarles el ritmo, queriendo impedir que el movimiento siguiente se produzca. Se deja seducir por los juegos de los pequeños y junta infatigablemente piedrecitas blancas, redondas, perfectas, en el cubo de plástico que alguien le ha aportado, abre en el suelo agujero tras agujero, con las manos, con la pala, con un palo,  queriendo horadar, saber, llegar más allá, quizás a la otra orilla donde quedó su casa.

Rescata tesoros en forma de cristalinas, rocas delicadas que al mojarse se hacen transparentes, raíces de caña de forma traviesa que parecen animales fantásticos.

Mira a su alrededor, brazos abiertos, piernas abiertas… “Niño de Vitrubio” queriendo apoderarse de todo lo que le rodea. Observa el mar, el cielo delicadamente azul, ligeras nubes, montañas, gira sobre sí mismo impregnándose de cada escena, de cada paisaje y repite en voz baja, muy baja: il mare…  

Es, esta mañana, el niño más feliz del mundo.

Entrega a sus padres cada objeto recogido con el compromiso de que volverán con él a Nápoles, a su tierra natal.

miércoles, 13 de marzo de 2024

EL OJO DE CRISTAL

 

La cajita del abuelo

Un día, durante la hora de la siesta que los mayores nos obligaban a hacer, descubrimos en un cajón de la cómoda del dormitorio de los abuelos un ojo de cristal cuidadosamente envuelto en un pañuelo dentro de una caja de metal.

Mis hermanos pequeños creían que se trataba de una canica más grande de lo habitual, pero ya vimos que se trataba de un ojo como los nuestros, de color marrón claro y una pupila negra.

Esa tarde, cuando el abuelo volvió del campo, se lo enseñamos, y cuando lo tuvo en sus manos nos contó la historia del ojo.

“¡Ah, sí! Pero… ¿Cómo ha llegado a vuestras manos? Es el ojo de cristal de mi tío Manolico, que se fue a América a buscarse la vida y tuvo tan mala suerte que en una revuelta en el puerto americano donde trabajaba, le dieron una paliza tan grande que lo dejaron medio muerto y cuando lo recogieron al día siguiente y lo llevaron al hospital, comprobaron que uno de sus ojos estaba muy mal y se lo tuvieron que quitar.

 Primero se lo taparon con un parche hasta que se le secó bien el hueco y así estuvo mucho tiempo, triste, torpe y sin dinero; luego su suerte cambió, empezaron a irle las cosas bien y sus ganancias aumentaron. Volvió por el hospital y le dijeron que podían ponerle un ojo de cristal para taparle el hueco; se lo pusieron tan parecido al suyo que no se sabía cuál era el verdadero.

Cuando volvió al pueblo, nadie se lo notó; pero a mí me contaba que ese ojo veía por su cuenta todo lo que nadie veía y que, por las noches, se ponía muy nervioso y no lo dejaba dormir. Decía que veía los sueños de los que dormían en la casa; así es que acabó por quitárselo para dormir primero y luego, cansado de tantas visiones cristalinas, le dijo a la tía María que le hiciera un parche y acabó por guardarlo en un cajón de la cómoda, donde lo habéis encontrado”.

 El abuelo nos dijo que lo pusiéramos donde estaba y así lo hicimos.

Hasta que una tarde, decidimos llevarlo a pasear en secreto;  cada día le tocaba a uno llevar el ojo en el bolsillo y, ya en la calle, lo poníamos en la mano para que viera lo que nosotros no veíamos: estábamos tan convencidos de los poderes que tenía el ojo de cristal que lo mirábamos todo como si fuera la primera vez, para luego contárselo a los demás.

 A la hora de la siesta, reunidos en el dormitorio, nos sentábamos en el suelo con el ojo de cristal en el centro sobre un trozo de algodón y comenzaban las historias de lo que había visto el ojo el día anterior: si las contaba mi hermana pequeña, eran fantasías fantásticas, si las contaba mi primo mayor eran de miedo y si las contaba yo eran mágicas e increíbles.

Una noche, decidimos dejar el ojo encima de la cómoda a ver si veía los sueños y por la mañana, el ojo había desaparecido; lo buscamos con mucho sigilo por el suelo, por los cajones, detrás de la puerta… No lo volvimos a ver. Y ese verano seguimos mirándolo todo como si lleváramos con nosotros el ojo de cristal.

                                                                        Conchi Gallego


domingo, 3 de marzo de 2024

Lasana

       

Le gustaba el aroma de los pinos al amanecer y sobre todo el silencio. Apenas levantaba el sol se dirigía con pasos precisos, mochila al hombro, a recoger las plantas habituales para su oficio.

Mientras sus manos, de manera casi mecánica, cortaban la lavanda, despetalaban el cantueso, se surtían de brotes nuevos de belladona, troceaban una hierba de San Juan o unas tiernas belloritas, su mente volaba por encima del horizonte y planeaba por años de miseria y abandono. Era su abuela Basilisa la que le había dado todo, su abuela, vieja y desdentada desde que la conoció, la que le había procurado el sustento necesario al cuerpo y al espíritu. Gracias a ella, ahora podía gozar de una posición económica envidiable en aquella aldearía, con una casa-cueva sólida, grande, afianzada a la tierra, dominando el paisaje desde donde otear a los que, cada día, venían a pedirle consejo.

Se llamaba Lasana. Era santón y almandero. Sus manos curaban, sus palabras mecían las penas de los infelices, sus dedos colocaban miembros rotos, palpaban heridas sangrantes y limpiaban furúnculos. Su mirada, ambarina, penetraba más allá de donde llegaban los demás, a veces tan lejos que hasta él mismo se asustaba de lo que percibía.

Se sentó en la misma atalaya de cada día y admiró el amanecérrimo momento, único y precioso en que el sol comenzaba a apuntalar por encima de las montañas vecinas. Poco a poco la vivienda a sus pies se iría llenando de ruidos. Las mujeres de la casa, Juana, su primera esposa, su hembra madre de sus cuatro retoños y casi a la par, se alzaría Oniria, la segunda,  una francesa que arribó un día cuajada de moretones y desamores y supo curarla de ambas cosas, en breves semanas.

La «legal» era fornida, de anchas carnes y brazos fuertes; la otra, rubia, de piel blanca, delicada, pero astuta e inteligente, que se movía con los euros y los trueques como nadie. Las dos se complementaban y se respetaban, aunque a veces entre ellas estallaran aguaceros, habían acabado por lograr una convivencia aceptable.

Encendió el primer cigarrillo del día y suspiró con un lamento amargo. El motivo de sus cuitas no era otro que su Candela, su Candelilla, quince años, la niña de sus ojos, que de pronto se le había atravesado y se le había ido de las manos.

El perro en trote galopérrico salió a buscarlo a la senda y de dos lametones le borró las penas mañaneras. ¡Si podía ser bueno aquel jodío cachorro!

En la lumbre que humeaba aromaba el café y en su taza el pan migao le esperaba. Su desayuno de siempre, desde que era un mocoso y traducía a los clientes lo que su abuela desdentada farfullaba entre susurros. De ahí le vino la labia, el camelarse al personal, la sonrisa pícara, seductora, el saber escuchar, decir lo justo, insinuar, esperar a que se anticipasen. Como le repetía incansable Basilisa: «La gente al final de tan simple acaba por ser transparente».

Llamó a gritos a su hijo mayor para que hiciera la corranza de un motocarro y una furgoneta, que entorpecían el paso en el camino losadizo. Últimamente le pagaban así. Él no entraba ni salía, si Oniria le decía que la chatarra valía dinero, estaba convencido de que tendría razón.

El día transcurrió como de costumbre. Organizó unos cuantos brebajes, recibió tres visitas por la mañana y otras tres después de la siesta. Quitó una garrapata de la cabeza de su hijo más chico, preparó un emplasto para la tos al segundo y los alejó a todos, a la hora del crepúsculo en un intento de refrenar el rumrum que ocupaba su cabeza desde que amaneciera. Candela ni le había mirado. Cuando la llamó, para hablar con ella, se le acercó peligrosamente sumisa para acabar plantándose en jarras, con las piernas abiertas, bravucona y desafiante. Ojos tristes. Muy tristes. Cabellos desmayados, piel apagada, lunitaria total. Algo le pasaba a la chiquilla y él, al que venían a consultar de todas partes del mundo, no sabía qué hacer.

Se aseguró por medio de sus mujeres que la niña había tenido su mes, y pudo suspirar aliviado. Pero si no era esto, ¿qué le carcomía a la muchacha?

Al findedía se fue a dormir a su hora de siempre, después de un café de puchero tomado en cuclillas junto a la lumbre, en el patio, bajo un ultracielo tan cuajado de estrellas que casi sobrecogía.

Al día siguiente su hijo le llevó a Granada a terminar unos asuntos y a ver a una cliente que no podía desplazarse.

Al subir al coche de regreso, en la calle Alhamar, cogió sin pensarlo, la publicidad sujeta en el limpiaparabrisas y leyó con interés: «Profesor Musa, Chamán africano con 28 años de experiencia…» bla, blabla… Prometía resolver todos los males de la tierra.  

Se dijo a sí mismo que por qué no, después de todo sería una consulta entre colegas.


(Otro ejercicio del taller de escritura, en este caso se trataba de escribir un texto con palabras inventadas)... 

sábado, 2 de marzo de 2024

LA DICHA ES FLOR DE UN DÍA

     Fue en un poblado Cherokee, situado en la  región de los Grandes Lagos,  territorio en que la caza y el agua son abundantes, donde la encontré.

Una muchachita, apenas una niña, ojos intensos, negros almendrados y cabellos azabaches, con reflejos curiosamente cobrizos.  

Gemía escondida bajo unas mantas destrozadas. En el aire, aun perduraba el olor a quemado, que señalaba el paso reciente de la caballería.

Temblaba como un cervatillo herido. No lloraba, sólo su mirada furiosa me indicó el odio tan potente que le inundaba. Debía de haber visto tanto.

Me pareció tan frágil, tan tierna, tan pequeña. Se resistió con bravura, cuando la cogí en mis brazos y la subí al caballo. Apenas gritaba.

Yo, era sólo un buscador de oro, nómada sin destino, habituado al aquí y allá, al ahora. A dormir bajo las estrellas, sin importarme el lugar ni los peligros que me acecharan.  

 Mi vida cambió con ella y por ella. No fue fácil para ninguno de los dos. Por donde aparecíamos los hombres nos miraban con recelo. Una india no era nada, ni nadie, si acaso una esclava para la cama o la casa.

Juro que, al principio, no le toqué ni un pelo. Dejé que la muchacha se habituara a mi presencia. Le puse por nombré Wahya, que significa loba en cherokee, lo elegí, por su bravura y por haber sido tan inteligente, como para escapar sana y salva de aquella  terrible contienda.

La llevé a que conociera a mi familia: granjeros adinerados, presuntuosos, cargados de prejuicios que rápidamente la rechazaron.

Me acostumbré, con el día a día, a sus silencios, a que me siguiera los pasos,  que aprendiera a la velocidad que lo hacía,  que me sirviera al más mínimo gesto;  observándome siempre, desde la profundidad de sus ojos negros, eternamente abiertos y expectantes.

Con el tiempo, me pude hacer con un pequeño terreno donde construimos una cabaña. Teníamos lo suficiente, lo justo para vivir. Unas gallinas y un ternero, después vendría la carreta y las cabras. Sembré con alborozo aprendiendo a  hermanarme con la tierra.  

Se fue haciendo una mujer cada vez más mujer,  dócil aunque poco habladora. Su mirada se fue enterneciendo. Dejó, con los días, que me acercara a su cama y me aceptó como compañero.

El tiempo me diría lo equivocado que estaba.

Cada noche, le enseñaba varias palabras que asimilaba con presteza, ella, pretendía hablarme en su lengua, no la dejé, no me interesaba, para qué.

 Qué torpeza la mía.

Se fue habituando a mis ritos, a mis costumbres, a mi forma de ver la vida y el mundo. A veces incluso, cuando le mostraba las estrellas, diría que su mirada se dulcificaba.

Qué estúpido, qué le iba yo a enseñar a una cherokee sobre lo que expresan los astros.

Se habituó a recoger plantas silvestres por las praderas y bosques cercanos, con ellos preparaba brebajes y pócimas, que bien  servían ante una enfermedad liviana y que, incluso, nos proporcionaban buenos trueques con los vecinos de la comunidad en la que nos habíamos instalado.

No precisaba de más: mi preciosa Wahya, mi casita, mi huerto y una pieza de caza de vez en cuando, de la que ella sacaba tanto partido. Hubiera deseado un hijo, pero su vientre se mostraba estéril.

Le pedí matrimonio, una tarde de primavera, me miró con expresión seria. Sabría acaso qué significaba esa palabra. Pretendí así reconciliarme con mis padres, recuperar la parte de la herencia que me correspondía, que vieran que el tarambana de su hijo había sentado cabeza.

Como hacía cada cierto tiempo Wahya, me comunicó que se ausentaría, para buscar los productos que necesitaba del  pueblo cercano. La vi preparar la carreta, enfilar el caballo, se le notaba muy feliz. Me pareció hasta que canturreaba.

 

Han pasado tres días y de repente he comprendido.

Como antaño hiciera en momentos oscuros, dirigí mis pasos hacia la taberna. Yo, que la creí buena, cómo pude ser tan ingenuo. Tengo que decirlo en voz alta para convencerme, una y mil veces, las que precise; mi india me ha dejado, no volverá a mi choza.

 La dicha es flor de un día, rebóseme la copa, por esta pena mía, señora María Rosa.