Aun vestido, se nos había
escapado de las manos y a todo correr se había lanzado hacia aquella enorme
masa de agua inquieta. Ante la escena que se mostraba a sus ojos, a apenas tres
metros de la orilla, se había detenido… fijo… expectante, enterradas sus sandalias
de plástico en aquella arena nuestra, tan negra, tan grosera y tan fresca…
El silencio podía mascarse.
Todos a su alrededor, quienes le acompañábamos aquella mañana de agosto e
incluso los paseantes que observaban curiosos la escena, se habían quedado tan
inmóviles como él, como nosotros, sin querer perdernos la magia que se
presintió en ese momento, extraño y único… ¿Acaso el mar y el niño se conocían?
Sin romper la distancia de
seguridad, por si nos necesitaba o hacia cualquier gesto que implicara peligro,
sin llamarlo ni acercarnos a su personita, fuimos ubicando toallas y esterillas
que salieron de bolsas de lona y de capazos, surgieron dudas de si colocar o no
la sombrilla, bisbiseos de dónde poner la cesta de la merienda para que tuviera
más sombra, la silla para la abuela, ruidos que intentábamos aplacar
moviéndonos como si fuéramos de algodón, para no romper aquella magia
inesperada.
De haber podido: habríamos
espantado a los pájaros, silenciado las risas de los niños, apagado la música del
chiringuito, acobardado a los adolescentes de conversaciones estridentes y
chabacanas, acallado al vendedor de helados… desalojado el pasaje de aquellos
bloques inmundos y antiestéticos… de haber podido.
Como una tribu ibamos
cercando filas a su alrededor -retirando vestimentas con prisa, ubicando
sombreros, extendiendo olorosas cremas en los cuerpos escurridizos, de los más
pequeños, que reían con sofoco agitados por nuestros precipitados gestos- pendientes de la siguiente escena que pudiera
producirse.
Él, impertérrito, permanecía
en el mismo sitio, las sandalias casi sumergidas en la arena, la sonrisa aún
más luminosa, un ligero aleteo de manos que por ratos aceleraba en el inicio de un vuelo imposible queriendo imitar
a la gaviota que se posó en vuelo rasante sobre las olas, introdujo el pico en
el agua y subió riendo audaz hacia el cielo. Un estremecimiento de emoción o de
frío, ante la liviana brisa que nos iba acompañando, erizaron la suave pelusa
de su nuca.
Mirada perdida en un
horizonte infinito.
Al ver a los primos entrar en
el agua, sacudió con violencia la cabeza intentando despertar de un sueño tan
profundo, avanzó unos pasos borrando, sin saberlo, el trazo de sus pequeñas
huellas, se acercó a la primera espuma, se agachó e intentó recoger el agua con
la mano.
Su maniobra nos costó un
desvelo…
Su mirada se torció entre la
frustración y el coraje y entonces avanzó furioso, con determinación, solo
contra las olas, contra todas las olas presentes, como un pequeño Don Quijote, proponiendose
conquistar el mundo. Los adultos nos levantamos al unísono, como si fuéramos un
solo cuerpo y ante el gesto de
contención realizado por sus padres adoptivos, nos quedamos atrás, esperando.
Cómo lo conocen.
Cuando al agua le alcanzó las
rodillas su sorpresa fue tan grande que a toda prisa dio un paso atrás y entre
el vaivén de la ola y el suelo escurridizo bajo sus sandalias, perdió pie y se
quedó extrañamente sentado.
Otra ola vino a saludarle y
otra más y otra… la espuma le mojó la cara, sus pestañas y su rizado cabello se
perlaron de gotitas similares a las estrellas luminosas que danzaban, aquel
día, sobre la superficie del agua. Empapado mira al horizonte queriendo
abarcarlo todo, mira al sol entrelazando las manos antes sus ojos, mira el agua
e intenta atrapar una piedra que se le escapa. Se lame los labios, se relame y
descubre un sabor inesperado, bebe un buche de agua salada, que escupe…
Se
estremece, olisquea, se mece, se abraza, sigue indolente, con la mano, el vuelo
de un enorme cormorán que se aleja, intenta capturar el sol y juega a tapar y destapar sus ojos como queriendo acostumbrarlos a la inmensa luz
y la penumbra...
De repente se incorpora, se
arranca iracundo la ropa, enfadado, saturado tal vez de tantas nuevas vivencias
y, desnudo y descalzo grita con todas sus fuerzas.
Tememos una de sus conocidas
rabietas, uno de sus arrebatos de cólera y nos miramos sin saber bien qué hacer
y entonces, su grito se desvanece como por ensalmo, se sucede un silencio y,
para nuestro asombro, la playa entera se llena de su risa, una risa
encantadora, escandalosa, desvergonzada, primaria, emocionada, fuerte… una
risa, que de no conocerlo parecería llanto.
Y ya todo en él se hace
movimiento, persigue a los correlimos y a las olas, y va y viene entrando y
saliendo del rompeolas, queriendo modificarles el ritmo, queriendo impedir que
el movimiento siguiente se produzca. Se deja seducir por los juegos de los
pequeños y junta infatigablemente piedrecitas blancas, redondas, perfectas, en
el cubo de plástico que alguien le ha aportado, abre en el suelo agujero tras
agujero, con las manos, con la pala, con un palo, queriendo horadar, saber, llegar más allá,
quizás a la otra orilla donde quedó su casa.
Rescata tesoros en forma de
cristalinas, rocas delicadas que al mojarse se hacen transparentes, raíces de
caña de forma traviesa que parecen animales fantásticos.
Mira a su alrededor, brazos
abiertos, piernas abiertas… “Niño de Vitrubio” queriendo apoderarse de todo lo
que le rodea. Observa el mar, el cielo delicadamente azul, ligeras nubes,
montañas, gira sobre sí mismo impregnándose de cada escena, de cada paisaje y
repite en voz baja, muy baja: il mare…
Es, esta mañana, el niño más
feliz del mundo.
Entrega a
sus padres cada objeto recogido con el compromiso de que volverán con él a
Nápoles, a su tierra natal.