La cajita del abuelo |
Un día, durante la hora de la siesta que los mayores nos obligaban a hacer, descubrimos en un cajón de la cómoda del dormitorio de los abuelos un ojo de cristal cuidadosamente envuelto en un pañuelo dentro de una caja de metal.
Mis hermanos pequeños creían
que se trataba de una canica más grande de lo habitual, pero ya vimos que se
trataba de un ojo como los nuestros, de color marrón claro y una pupila negra.
Esa tarde, cuando el abuelo
volvió del campo, se lo enseñamos, y cuando lo tuvo en sus manos nos contó la
historia del ojo.
“¡Ah, sí! Pero… ¿Cómo ha
llegado a vuestras manos? Es el ojo de cristal de mi tío Manolico, que se fue a
América a buscarse la vida y tuvo tan mala suerte que en una revuelta en el
puerto americano donde trabajaba, le dieron una paliza tan grande que lo
dejaron medio muerto y cuando lo recogieron al día siguiente y lo llevaron al
hospital, comprobaron que uno de sus ojos estaba muy mal y se lo tuvieron que
quitar.
Primero se lo taparon con un parche hasta que
se le secó bien el hueco y así estuvo mucho tiempo, triste, torpe y sin dinero;
luego su suerte cambió, empezaron a irle las cosas bien y sus ganancias
aumentaron. Volvió por el hospital y le dijeron que podían ponerle un ojo de
cristal para taparle el hueco; se lo pusieron tan parecido al suyo que no se
sabía cuál era el verdadero.
Cuando volvió al pueblo,
nadie se lo notó; pero a mí me contaba que ese ojo veía por su cuenta todo lo
que nadie veía y que, por las noches, se ponía muy nervioso y no lo dejaba
dormir. Decía que veía los sueños de los que dormían en la casa; así es que
acabó por quitárselo para dormir primero y luego, cansado de tantas visiones
cristalinas, le dijo a la tía María que le hiciera un parche y acabó por
guardarlo en un cajón de la cómoda, donde lo habéis encontrado”.
El abuelo nos dijo que lo pusiéramos donde estaba
y así lo hicimos.
Hasta que una tarde,
decidimos llevarlo a pasear en secreto;
cada día le tocaba a uno llevar el ojo en el bolsillo y, ya en la calle,
lo poníamos en la mano para que viera lo que nosotros no veíamos: estábamos tan
convencidos de los poderes que tenía el ojo de cristal que lo mirábamos todo
como si fuera la primera vez, para luego contárselo a los demás.
A la hora de la siesta, reunidos en el
dormitorio, nos sentábamos en el suelo con el ojo de cristal en el centro sobre
un trozo de algodón y comenzaban las historias de lo que había visto el ojo el
día anterior: si las contaba mi hermana pequeña, eran fantasías fantásticas, si
las contaba mi primo mayor eran de miedo y si las contaba yo eran mágicas e
increíbles.
Una noche, decidimos dejar el ojo encima de la cómoda a ver si veía los sueños y por la mañana, el ojo había desaparecido; lo buscamos con mucho sigilo por el suelo, por los cajones, detrás de la puerta… No lo volvimos a ver. Y ese verano seguimos mirándolo todo como si lleváramos con nosotros el ojo de cristal.
Conchi Gallego
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