Fue en un poblado Cherokee, situado en la región de los Grandes Lagos, territorio en que la caza y el agua son abundantes, donde la encontré.
Una
muchachita, apenas una niña, ojos intensos, negros almendrados y cabellos azabaches,
con reflejos curiosamente cobrizos.
Gemía
escondida bajo unas mantas destrozadas. En el aire, aun perduraba el olor a quemado,
que señalaba el paso reciente de la caballería.
Temblaba
como un cervatillo herido. No lloraba, sólo su mirada furiosa me indicó el odio
tan potente que le inundaba. Debía de haber visto tanto.
Me
pareció tan frágil, tan tierna, tan pequeña. Se resistió con bravura, cuando la
cogí en mis brazos y la subí al caballo. Apenas gritaba.
Yo,
era sólo un buscador de oro, nómada sin destino, habituado al aquí y allá, al
ahora. A dormir bajo las estrellas, sin importarme el lugar ni los peligros que
me acecharan.
Mi vida cambió con ella y por ella. No fue
fácil para ninguno de los dos. Por donde aparecíamos los hombres nos miraban
con recelo. Una india no era nada, ni nadie, si acaso una esclava para la cama
o la casa.
Juro
que, al principio, no le toqué ni un pelo. Dejé que la muchacha se habituara a
mi presencia. Le puse por nombré Wahya, que
significa loba en cherokee, lo elegí, por su bravura y por haber sido tan
inteligente, como para escapar sana y salva de aquella terrible contienda.
La
llevé a que conociera a mi familia: granjeros adinerados, presuntuosos, cargados
de prejuicios que rápidamente la rechazaron.
Me
acostumbré, con el día a día, a sus silencios, a que me siguiera los
pasos, que aprendiera a la velocidad que
lo hacía, que me sirviera al más mínimo
gesto; observándome siempre, desde la
profundidad de sus ojos negros, eternamente abiertos y expectantes.
Con
el tiempo, me pude hacer con un pequeño terreno donde construimos una cabaña. Teníamos
lo suficiente, lo justo para vivir. Unas gallinas y un ternero, después vendría
la carreta y las cabras. Sembré con alborozo aprendiendo a hermanarme con la tierra.
Se
fue haciendo una mujer cada vez más mujer,
dócil aunque poco habladora. Su mirada se fue enterneciendo. Dejó, con
los días, que me acercara a su cama y me aceptó como compañero.
El
tiempo me diría lo equivocado que estaba.
Cada
noche, le enseñaba varias palabras que asimilaba con presteza, ella, pretendía hablarme
en su lengua, no la dejé, no me interesaba, para qué.
Qué torpeza la mía.
Se
fue habituando a mis ritos, a mis costumbres, a mi forma de ver la vida y el
mundo. A veces incluso, cuando le mostraba las estrellas, diría que su mirada se
dulcificaba.
Qué
estúpido, qué le iba yo a enseñar a una cherokee sobre lo que expresan los
astros.
Se
habituó a recoger plantas silvestres por las praderas y bosques cercanos, con
ellos preparaba brebajes y pócimas, que bien
servían ante una enfermedad liviana y que, incluso, nos proporcionaban
buenos trueques con los vecinos de la comunidad en la que nos habíamos
instalado.
No
precisaba de más: mi preciosa Wahya, mi casita, mi
huerto y una pieza de caza de vez en cuando, de la que ella sacaba tanto
partido. Hubiera deseado un hijo, pero su vientre se mostraba estéril.
Le pedí matrimonio, una tarde de primavera, me miró con
expresión seria. Sabría acaso qué significaba esa palabra. Pretendí así
reconciliarme con mis padres, recuperar la parte de la herencia que me
correspondía, que vieran que el tarambana de su hijo había sentado cabeza.
Como hacía cada cierto tiempo Wahya, me comunicó que se
ausentaría, para buscar los productos que necesitaba del pueblo cercano. La vi preparar la carreta,
enfilar el caballo, se le notaba muy feliz. Me pareció hasta que canturreaba.
Han pasado tres días y de repente he comprendido.
Como antaño hiciera en momentos oscuros, dirigí mis pasos hacia
la taberna. Yo, que la creí buena, cómo pude ser tan ingenuo. Tengo que decirlo
en voz alta para convencerme, una y mil veces, las que precise; mi india me ha
dejado, no volverá a mi choza.
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