Le gustaba el aroma de los pinos al amanecer y sobre todo el silencio. Apenas levantaba el sol se dirigía con pasos precisos, mochila al hombro, a recoger las plantas habituales para su oficio.
Mientras sus manos, de
manera casi mecánica, cortaban la lavanda, despetalaban el cantueso, se surtían
de brotes nuevos de belladona, troceaban una hierba de San Juan o unas tiernas
belloritas, su mente volaba por encima del horizonte y planeaba por años de
miseria y abandono. Era su abuela Basilisa la que le había dado todo, su
abuela, vieja y desdentada desde que la conoció, la que le había procurado el
sustento necesario al cuerpo y al espíritu. Gracias a ella, ahora podía gozar
de una posición económica envidiable en aquella aldearía, con una casa-cueva sólida,
grande, afianzada a la tierra, dominando el paisaje desde donde otear a los
que, cada día, venían a pedirle consejo.
Se llamaba Lasana. Era
santón y almandero. Sus manos curaban, sus palabras mecían las penas de los
infelices, sus dedos colocaban miembros rotos, palpaban heridas sangrantes y
limpiaban furúnculos. Su mirada, ambarina, penetraba más allá de donde llegaban
los demás, a veces tan lejos que hasta él mismo se asustaba de lo que percibía.
Se sentó en la misma
atalaya de cada día y admiró el amanecérrimo momento, único y precioso en que
el sol comenzaba a apuntalar por encima de las montañas vecinas. Poco a poco la
vivienda a sus pies se iría llenando de ruidos. Las mujeres de la casa, Juana,
su primera esposa, su hembra madre de sus cuatro retoños y casi a la par, se
alzaría Oniria, la segunda, una francesa
que arribó un día cuajada de moretones y desamores y supo curarla de ambas
cosas, en breves semanas.
La «legal» era
fornida, de anchas carnes y brazos fuertes; la otra, rubia, de piel blanca,
delicada, pero astuta e inteligente, que se movía con los euros y los trueques
como nadie. Las dos se complementaban y se respetaban, aunque a veces entre
ellas estallaran aguaceros, habían acabado por lograr una convivencia
aceptable.
Encendió el primer
cigarrillo del día y suspiró con un lamento amargo. El motivo de sus cuitas no
era otro que su Candela, su Candelilla, quince años, la niña de sus ojos, que
de pronto se le había atravesado y se le había ido de las manos.
El perro en trote
galopérrico salió a buscarlo a la senda y de dos lametones le borró las penas
mañaneras. ¡Si podía ser bueno aquel jodío cachorro!
En la lumbre que
humeaba aromaba el café y en su taza el pan migao le esperaba. Su desayuno de
siempre, desde que era un mocoso y traducía a los clientes lo que su abuela
desdentada farfullaba entre susurros. De ahí le vino la labia, el camelarse al
personal, la sonrisa pícara, seductora, el saber escuchar, decir lo justo,
insinuar, esperar a que se anticipasen. Como le repetía incansable Basilisa: «La gente al final de tan simple acaba
por ser transparente».
Llamó a gritos a su
hijo mayor para que hiciera la corranza de un motocarro y una furgoneta, que
entorpecían el paso en el camino losadizo. Últimamente le pagaban así. Él no
entraba ni salía, si Oniria le decía que la chatarra valía dinero, estaba
convencido de que tendría razón.
El día transcurrió
como de costumbre. Organizó unos cuantos brebajes, recibió tres visitas por la
mañana y otras tres después de la siesta. Quitó una garrapata de la cabeza de
su hijo más chico, preparó un emplasto para la tos al segundo y los alejó a
todos, a la hora del crepúsculo en un intento de refrenar el rumrum que ocupaba
su cabeza desde que amaneciera. Candela ni le había mirado. Cuando la llamó,
para hablar con ella, se le acercó peligrosamente sumisa para acabar
plantándose en jarras, con las piernas abiertas, bravucona y desafiante. Ojos
tristes. Muy tristes. Cabellos desmayados, piel apagada, lunitaria total. Algo
le pasaba a la chiquilla y él, al que venían a consultar de todas partes del
mundo, no sabía qué hacer.
Se aseguró por medio
de sus mujeres que la niña había tenido su mes, y pudo suspirar aliviado. Pero
si no era esto, ¿qué le carcomía a la muchacha?
Al findedía se fue a
dormir a su hora de siempre, después de un café de puchero tomado en cuclillas
junto a la lumbre, en el patio, bajo un ultracielo tan cuajado de estrellas que
casi sobrecogía.
Al día siguiente su
hijo le llevó a Granada a terminar unos asuntos y a ver a una cliente que no
podía desplazarse.
Al subir al coche de
regreso, en la calle Alhamar, cogió sin pensarlo, la publicidad sujeta en el
limpiaparabrisas y leyó con interés: «Profesor Musa, Chamán africano con 28 años de experiencia…» bla, blabla… Prometía resolver todos
los males de la tierra.
Se dijo a sí mismo que
por qué no, después de todo sería una consulta entre colegas.
(Otro ejercicio del taller de escritura, en este caso se trataba de escribir un texto con palabras inventadas)...
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