martes, 23 de abril de 2024

EL REFUGIO (CUARTA PARTE)

 PEJIGUERO

Perdió su nombre hace mucho tiempo, tanto, que quien lo conoce no recuerda siquiera si algún día lo tuvo. Viste bien, camisa blanca, pantalón franela, chaqueta en tiempo frío. Escaso vocabulario, más de llanto perenne, lastimero.

Su zona de acción es el centro, entre Plaza de Cataluña y las Ramblas. Impertérrito pasea vaso de plástico en mano, pedigüeño, llorón, incomprensible frase, continua pejiguera. A veces se descifra: ¡Dame argo…niña, dame argo!

Extraña encontrarlo en el bus 12, prolijamente sentado, sonrisa desdentada, mientras desafina una copla española al son de una pequeña radio pegada a su oído.

Parece que su gemelo ha salido hoy de faena y se han intercambiado los papeles. Entran ganas de seguirlo. Provocan tantas dudas estos dos seres en uno. ¿Es realmente pobre?, ¿está loco?, ¿de dónde viene?, ¿tiene alguien que lo cuide?, ¿es infeliz su llanto?, ¿recibe alguna caricia?, ¿quién le plancha su camisa almidonada?, ¿cuál es su pena eterna?, ¿alguna tumba espera sus flores?…

Se acerca, juguetón, a Martín, a por una comida caliente, y con una sonrisa desdentada de molares pregunta:

—¿Hoy lentejas? ¿Eih, eih?…

EL REFUGIO (TERCERA PARTE)

 CERDEÑA

En Cerdeña, dice, cuando alguien le pregunta dónde vive. En el 127, allí tienes tu casa, reitera. Y es cierto. Su rincón es fijo, permanente. En la salida de la cochera de ese bloque estableció su hogar, a pesar de que la comunidad de propietarios le enrejara la zona para evitar su presencia. Le importó poco. Se desplazó medio metro más afuera y se afincó bajo la marquesina. 

De sistemático parece compulsivo. Cada día los mismos ritos, las mismas costumbres. A las 8 en punto, cuando el tráfico de la calle indica que la ciudad se despierta, recoge sus cosas: la maleta vieja donde deposita el pan, la manta de cuadros preciosamente doblada, el cojín que le sirve de almohada, y en una maraña de ruidos, pliega las innumerables bolsas de plástico que completan su ajuar y que usa para guardar cosas o para protegerse del frío. Bolsas y más bolsas que cuida como si fueran tesoros.

Un poco más abajo, en la misma calle, en el bar Juani, le dejan guardar sus pertenencias. A veces, si no hay muchos clientes, puede hasta acicalarse. Si el dueño está de buen humor cae un café con leche y pan migao, en tazón grande, como los de antes.

Después inicia su marcha. Ser metódico tiene sus ventajas y sabe bien dónde dirigir sus pasos, a qué horas y en qué lugar puede encontrar a sus conocidos de siempre. Un rato de charla, un cigarrillo siempre aligera ese permanente estar mano sobre mano.

Más bien parco, saluda apenas con un gesto a los viandantes habituales. La calle Cerdeña no es cualquier cosa y tantos años allí establecido hacen que sea conocido y reconocido. Sólo algunos chiquillos, al pasar, lo miran con curiosidad, sus preguntas quedan frenadas en las mirada censoras de los mayores. No quieras saber, parecen decir, qué te voy a contar de una sociedad que fracasa de esta manera.

A la noche volverá a su puesto. Acomodará sus cosas, se fumará el último cigarro reclinado bajo su manta, mientras divisa las piernas de los paseantes que presurosos se retiran a guarecerse en  verdaderos refugios.

 

domingo, 21 de abril de 2024

EL REFUGIO (SEGUNDA PARTE)

 LA POLACA

Gruñona, exasperante, bruja por dentro y por fuera. Los niños la persiguen por las calles, la corren, le tiran piedras mientras la insultan con lengua de fuego. Con su vocabulario de peón carretero les responde en un escándalo mayúsculo que nadie detiene. ¿Lo provoca acaso ella con sus cabellos locos, rizosos, sucios, que de apelmazados resultan compactos?

Pasea por la Gran Vía, renqueante, patizamba,   increpando a los viandantes con ademanes histriónicos. Chapurrea las pocas palabras que recuerda de su lengua natal a los extranjeros, que se preguntan, si acaso este curioso personaje no forma parte del mobiliario urbano.

Traída con engaños de Cracovia, casi secuestrada, a los diecisiete, belleza rubia de ojos verdes, promesas que se consumieron en burdeles y camas ajenas. Las palizas fueron su pan cotidiano, su día a día, el trazo de su desgracia.

Con apenas cincuenta años, aparenta ser una vieja de ochenta. Nariz rota, contrahecha, inútil, desahuciada.

Recorre la ciudad como alma en pena. Se pierde por cementerios donde llora en tumbas ajenas la ausencia  de su angelito, del que no sabe siquiera si llegó a vivir. Fue desde entonces cuando su cabeza se voló entre nubes.

Cada tarde, a la caída del sol pasa por la puerta de El Refugio. Invariablemente mira, duda, vacila. Odia a todos los que como ella esperan. Qué esperan realmente, se cuestiona.

Martín el encargado de día, la invita a pasar con una mirada acogedora, una, dos veces, en un parpadeo casi en código. La Polaca duda, vacila. Mañana, se dice,  quizás mañana.

martes, 9 de abril de 2024

EL REFUGIO (PRIMERA PARTE)

CALLADO

Aníbal es una persona discreta, apagada, silenciosa. Pobre de solemnidad desde donde se declara su memoria. Sólo aparece por El Refugio cuando Callado, su lebrel gris, tan gris como él, se le escapa y le concede un respiro, como queriendo decirle, anda, te mereces una ducha y un plato de comida caliente.

Hombre de pocas palabras pero culto cómo él solo. Antiguo profesor de latín, lengua hoy tan denostada.  Cayó tan bajo cuando empezó a morir esta asignatura o fue antes, cuando empezó a beber y perdió el norte, el sur y hasta el oeste.

Amable en el trato, mirada franca, cabello entrecano, ojos castaños perdidos entre verdes. Observa el mundo con mirada asombrada como queriendo llenarse de todo lo que se ha perdido en los últimos años.

Duerme habitualmente en los jardines de la Ciudadela pero las noches más frías, se refugia, en los soportales de algún edificio perdido del Raval.

Sus conocidos le llaman El Profesor y le piden entre risotadas que les suelte unos cuantos latinajos. Callado gruñe espantado ante tanta carcajada.

No añora apenas nada, si acaso sus viejos libros o el tacto del papel entre sus dedos, tal vez alguna sonrisa picarona de sus viejos alumnos de mirada inteligente con los que con-jugaba la lengua que con pasión enseñó.

Cuando descubrió que podía pasar las mañanas de invierno en la Sala de Prensa de la biblioteca de Poble Nou, le volvió la sonrisa a la mirada. Callado, desde la puerta del edificio, con dos ladridos cortos y uno largo le avisa cuando el hambre le azuza, indicándole que es tiempo de volver a la calle.

 

sábado, 6 de abril de 2024

SÉKIA

 

Es la segunda feria del mes del Agrado. Hoy me corresponde. El corazón me salta desbocado y la agitación corre por mis venas a pesar del corto periodo pasado desde la última vez. Tanta emoción me reseca la boca. Lo he conseguido con gran esfuerzo y mucha obediencia, corresponde bajar la cabeza si quieres recibir tan meritoria recompensa.

Soy consciente de que durante mi corta vida he estado supeditado a estos encuentros. Es así, esta es la sociedad que tenemos, esta es la única razón que me permite seguir viviendo “si es que a esto se le llama vivir”.

No me mueve el dinero, ni los bienes materiales con los que intentan embaucarnos, no me ayudan las drogas dulces que puedo conseguir por unos minares. El castigo perenne es no poder vivir otras vidas pasadas sólo conocidas gracias a la IA.

Espero a la entrada de la gran semiesfera gigante, de tonos plateados, con otros ambivalentes como yo. Cada uno llevamos al cuello la insignia del premio conseguido. No todas son del mismo color ni tienen la misma grafía, la mía es roja iridiscente con partículas blancas. Revela gran categoría, casi sesenta mega espectros, lo que me asegura una poderosa experiencia.

Por fin llega el momento. Nos hacen pasar a la gran sala circular de proyección múltiple que nos acoge. Me acomodan en  un brillante sillón de resina polimérica que se adapta con facilidad a mi personal geografía. Solicito un hidratante y recibo una bebida energética, de sabor indefinido, que relaja y calma mi corazón encabritado.

Se va haciendo el silencio. Baja paulatinamente la intensidad de los neones. Me envuelve una música personal que se abre paso en mi cerebelo interior. Sé que es la mía, la que he solicitado, debidamente  programada en un correo, días antes de asistir a este evento. Mis manos se estremecen sujetándose a la Patética de Beethoven. La gravedad desaparece de mi entorno y me dejo llevar por este túnel del tiempo.

De repente, mis pies descalzos pisotean margaritas de colores rabiosos, el prado por el que camino rezuma agua. ¡Agua!, me sumerjo en un río bravo de remolinos tumultuosos, la humedad impregna todos mis poros, me hago sirena, pez, medusa. Saboreo frenéticamente el delicioso líquido queriendo esponjarme de este bien casi inexistente. Una cascada intenta acallar mi preciada música sin conseguirlo, el viento azota mi cara, respiro a pleno pulmón y mis bronquios se abren al oxígeno puro que llena todos los rincones de mi existencia. Corro por terrenos pantanosos sintiendo el azote, en mis piernas desnudas, de los frescos juncos. Salto, mis pies se enfrentan a rocas musgosas y me abrazo, con entrega infinita a los árboles de mi infancia. Grito con todas mis fuerzas. Río, río estrepitosamente a carcajadas valientes, como hacía mucho tiempo no había sentido. Lágrimas reparadoras inundan mi rostro… Lloro durante largos momentos en sacudidas alegres que acaban haciéndose, después de unos instantes, más y más amargas.

Las luces de la sala van insinuándose. El silencio nos aplasta como una losa. Una voz metalizada recomienda esperar unos momentos, antes de desalojar la sala, hasta que nuestros ritmos cardiacos hayan adquirido su “natural” cordura.

Salgo borracho de emociones.

Han merecido la pena las jornadas extras trabajadas en la mina, a cielo abierto, donde me ocupo de la difícil extracción del Colimbo, último elemento de la tabla periódica, fundamental para poner en marcha los reactores de potencia, que durante unas horas diarias  conceden energía a la población

Solo quedamos 200 millones de habitantes que ocupamos, apenas, el espacio de dos de los Antiguos Países. Vivimos distribuidos entre el subsuelo y los grandes rascacielos que pudieron salvarse de la terrible hecatombe que supuso La II Gran Guerra Mundial del Agua.

Son muchos los compañeros que he visto perderse en estos desastres, muchas las mañanas que no quisiera despertarme, mucho el odio a toda nuestra raza por no haber sabido cuidar la Tierra. Es grande el cansancio que nos provoca respirar, con máscaras, un gas licuado que sabe a tierra batida, asearnos a base de nano partículas de aire, hidratarnos con líquidos energéticos de sabor artificial y alimentarnos de sucedáneos plásticos cultivados en laboratorios.

Por eso agradezco y vivo pendiente de estos momentos de asueto que me permiten renovarme y construir recuerdos que no me pertenecen, llorar por el terrible pasado que nos condujo al ocaso, poder visionar imágenes prestadas de mi infancia, de mi familia y de aquellos queridos amigos que se perdieron en este largo y terrible proceso.

La próxima vez volveré, si puedo, al lugar donde nacieron mis antepasados, recordaré las alamedas doradas en el otoño, el pozo de agua fresca de casa de mi abuela y, entraré en el mar…ese mar que espero deje en mi boca un permanente sabor a salitre.

viernes, 5 de abril de 2024

MUCHACHA EN LA VENTANA

 



Tomás duerme…

La noche ha sido bastante tranquila después de todo. Tendría que aprovechar su sueño y descansar antes de que reclame la siguiente toma, pero disfruto gratamente de este momento.

Es tanto el silencio que hasta parece que la casa entera ha dejado de respirar.

Cuántas horas he pasado mirando por esta ventana. Cuántas horas esperando a que llegara padre de faenar. Cuántas horas al acecho de los cortejos de mi muchacho,  mi gran muchacho, el padre de Tomás.

Dentro de un rato romperá la amanecida y se llenará el paisaje de matices. Los colores del mar y del cielo se confunden en este instante, si no fuera por la franja arbórea que delimita  el contorno de la bahía no se podría saber dónde termina el horizonte.

Acaricio con delicadeza mis brazos desnudos. Sobre mi piel llevo únicamente la ligera bata que con tanto mimo me cosió madre; suave, de raso blanco en ligeros tonos azulados. No se permitió ni una concesión, por más que le gustaban las blondas y los encajes, me la hizo ligera, cómoda, sabedora de lo poco que yo apreciaba las florituras. Apenas un cinturón para cerrarla y permitirme amamantar, con comodidad, al hijo que ahora descansa.

Mi mente viajera acaricia el marco de la ventana, madera serena mil veces pulida por manos expertas, tanto cuidado puesto, año tras años, en esta casa frente al mar… mi querida casa y mi mar Mediterráneo.

A mi lado, sobre el alfeizar, reposa  como abandonada la toquilla de mi pequeño, si acercara mis dedos a ella todavía apreciaría su ternura y su calidez.

¿Se puede sentir tan grande por una criatura tan pequeña?

Visillos azules y livianos enmarcan mi presencia en esta ventana también azul, de este cuarto azul. ¿Tal vez soy la mujer azul que espera el regreso de su hombre que cada tarde le sonríe, a través de una pantalla,  desde el otro lado del Atlántico?

Qué lejos te me has ido a trabajar huyendo del campo de tu padre y de su barca de pesca.

Mis zapatillas ligeras empiezan a impregnarme de la frialdad del suelo.

Observo con interés el flujo de los marineros regresando a la orilla. 

El día empieza a levantarse y yo voy con él repasando, en mi cabeza, las tareas que me esperan.

En realidad nada acuciante me espera. Nada.

Tomás duerme…

      

sábado, 16 de marzo de 2024

El NIÑO DE VITRUBIO

 


Era mirada, solamente mirada de ojos castaños y largas y rizadas pestañas. Siete años apenas emparejados a un movimiento continuo, imposible seguirlo o detenerlo y, de repente, se había producido el milagro…

Aun vestido, se nos había escapado de las manos y a todo correr se había lanzado hacia aquella enorme masa de agua inquieta. Ante la escena que se mostraba a sus ojos, a apenas tres metros de la orilla, se había detenido… fijo… expectante, enterradas sus sandalias de plástico en aquella arena nuestra, tan negra, tan grosera y tan fresca…

El silencio podía mascarse. Todos a su alrededor, quienes le acompañábamos aquella mañana de agosto e incluso los paseantes que observaban curiosos la escena, se habían quedado tan inmóviles como él, como nosotros, sin querer perdernos la magia que se presintió en ese momento, extraño y único… ¿Acaso el mar y el niño se conocían?

Sin romper la distancia de seguridad, por si nos necesitaba o hacia cualquier gesto que implicara peligro, sin llamarlo ni acercarnos a su personita, fuimos ubicando toallas y esterillas que salieron de bolsas de lona y de capazos, surgieron dudas de si colocar o no la sombrilla, bisbiseos de dónde poner la cesta de la merienda para que tuviera más sombra, la silla para la abuela, ruidos que intentábamos aplacar moviéndonos como si fuéramos de algodón, para no romper aquella magia inesperada.

De haber podido: habríamos espantado a los pájaros, silenciado las risas de los niños, apagado la música del chiringuito, acobardado a los adolescentes de conversaciones estridentes y chabacanas, acallado al vendedor de helados… desalojado el pasaje de aquellos bloques inmundos y antiestéticos… de haber podido.

Como una tribu ibamos cercando filas a su alrededor -retirando vestimentas con prisa, ubicando sombreros, extendiendo olorosas cremas en los cuerpos escurridizos, de los más pequeños, que reían con sofoco agitados por nuestros precipitados gestos-  pendientes de la siguiente escena que pudiera producirse.

Él, impertérrito, permanecía en el mismo sitio, las sandalias casi sumergidas en la arena, la sonrisa aún más luminosa, un ligero aleteo de manos que por ratos aceleraba en  el inicio de un vuelo imposible queriendo imitar a la gaviota que se posó en vuelo rasante sobre las olas, introdujo el pico en el agua y subió riendo audaz hacia el cielo. Un estremecimiento de emoción o de frío, ante la liviana brisa que nos iba acompañando, erizaron la suave pelusa de su nuca.

Mirada perdida en un horizonte infinito.

Al ver a los primos entrar en el agua, sacudió con violencia la cabeza intentando despertar de un sueño tan profundo, avanzó unos pasos borrando, sin saberlo, el trazo de sus pequeñas huellas, se acercó a la primera espuma, se agachó e intentó recoger el agua con la mano.

Su maniobra nos costó un desvelo…

Su mirada se torció entre la frustración y el coraje y entonces avanzó furioso, con determinación, solo contra las olas, contra todas las olas presentes, como un pequeño Don Quijote, proponiendose conquistar el mundo. Los adultos nos levantamos al unísono, como si fuéramos un solo cuerpo  y ante el gesto de contención realizado por sus padres adoptivos, nos quedamos atrás, esperando.

Cómo lo conocen.

Cuando al agua le alcanzó las rodillas su sorpresa fue tan grande que a toda prisa dio un paso atrás y entre el vaivén de la ola y el suelo escurridizo bajo sus sandalias, perdió pie y se quedó extrañamente sentado.

Otra ola vino a saludarle y otra más y otra… la espuma le mojó la cara, sus pestañas y su rizado cabello se perlaron de gotitas similares a las estrellas luminosas que danzaban, aquel día, sobre la superficie del agua. Empapado mira al horizonte queriendo abarcarlo todo, mira al sol entrelazando las manos antes sus ojos, mira el agua e intenta atrapar una piedra que se le escapa. Se lame los labios, se relame y descubre un sabor inesperado, bebe un buche de agua salada, que escupe…

Se estremece, olisquea, se mece, se abraza, sigue indolente, con la mano, el vuelo de un enorme cormorán que se aleja, intenta capturar el sol y juega a  tapar y destapar sus ojos como  queriendo acostumbrarlos a la inmensa luz y  la penumbra...

De repente se incorpora, se arranca iracundo la ropa, enfadado, saturado tal vez de tantas nuevas vivencias y, desnudo y descalzo grita con todas sus fuerzas.

Tememos una de sus conocidas rabietas, uno de sus arrebatos de cólera y nos miramos sin saber bien qué hacer y entonces, su grito se desvanece como por ensalmo, se sucede un silencio y, para nuestro asombro, la playa entera se llena de su risa, una risa encantadora, escandalosa, desvergonzada, primaria, emocionada, fuerte… una risa, que de no conocerlo parecería llanto.

Y ya todo en él se hace movimiento, persigue a los correlimos y a las olas, y va y viene entrando y saliendo del rompeolas, queriendo modificarles el ritmo, queriendo impedir que el movimiento siguiente se produzca. Se deja seducir por los juegos de los pequeños y junta infatigablemente piedrecitas blancas, redondas, perfectas, en el cubo de plástico que alguien le ha aportado, abre en el suelo agujero tras agujero, con las manos, con la pala, con un palo,  queriendo horadar, saber, llegar más allá, quizás a la otra orilla donde quedó su casa.

Rescata tesoros en forma de cristalinas, rocas delicadas que al mojarse se hacen transparentes, raíces de caña de forma traviesa que parecen animales fantásticos.

Mira a su alrededor, brazos abiertos, piernas abiertas… “Niño de Vitrubio” queriendo apoderarse de todo lo que le rodea. Observa el mar, el cielo delicadamente azul, ligeras nubes, montañas, gira sobre sí mismo impregnándose de cada escena, de cada paisaje y repite en voz baja, muy baja: il mare…  

Es, esta mañana, el niño más feliz del mundo.

Entrega a sus padres cada objeto recogido con el compromiso de que volverán con él a Nápoles, a su tierra natal.