No se podía negar que era un reloj señorial, porque lo era. Regalo
de unas tías de Matías, mi padre, señoras de la buena sociedad cordobesa que yo
siempre recordaba como muy viejas, a pesar de que no debían de tener más de
cuarenta años cuando las conocí durante mi infancia.
El reloj de pared dominaba la entrada de nuestra casa encima de
una sencilla cómoda de cuatro cajones que, por supuesto, quedaba relegada a un
segundo plano, ante su prestancia. Y es que, aquel reloj era, sobre todo, un
señor reloj.
Por cómo quedaba a la vista su esfera en el frontal de su caja, se
catalogaba dentro de un tipo de relojes
a los se les llamaba “ojo de buey”, en relación a un determinado estilo
arquitectónico de ventanas y otros ornamentos similares en las fachadas de los edificios.
El reloj era grande, de forma hexagonal, manufacturado en madera
de ébano, con pequeñas incrustaciones de
nácar. Protegía el conjunto un cristal enmarcado por una bonita moldura de
caoba. Al levantar la tapa quedaba a la
vista, la esfera, un único péndulo y,
por supuesto, el mecanismo necesario para que la máquina funcionase.
Tengo que reconocer que, aunque apreciara la belleza de la pieza,
la odiaba a muerte, pues este objeto no se contentaba solamente con dar la
hora, sino también los cuartos y las medias, por lo que todo intento de
descansar en su cercanía era poco menos que inviable.
En casa aprendimos pronto el truco de levantar la tapa, sujetar
unos segundos el péndulo y detenerlo al
menos por unas horas.
Rosario, mi madre, reclamaba enseguida que alguien lo pusiera en
marcha. Mi hermano Matías, que es más bueno que el pan, y que siempre se
ocupaba de los arreglillos hogareños procedía a hacerlo… Hasta que otro día,
otra siesta interrumpida o una visita imprevista provocaba que una mano
insensata repitiera, de nuevo, la hazaña.
No era extraño, pues, que el pobre mueble se quejara y acabara,
durante semanas e incluso meses, por dejar de funcionar.
De nuevo Matías, siguiendo la expresa petición de mi madre, sacaba
la escalera de mano y, con la ayuda de alguno de nosotros, descolgaba el enorme
artefacto para llevarlo a nuestro relojero de confianza.
Periodos de reloj sí y reloj no acompañaron mi infancia y mi
juventud. Así fue pasando el tiempo. Cuando empezamos a volar del nido, unas y
otros, y mis padres se mudaron a un piso más pequeño, sucedió que, desde cualquier rincón de la
nueva vivienda, era imposible escapar de los sones del maldito aparato y, por
muy corto que fuera el periodo que
pasara uno de visita, los deseos de echarlo al fuego no hicieron sino aumentar,
a pesar de sus preciosas maderas o de sus adornos taraceados de nácar.
Para mi madre, ya viuda, los toques del reloj acompañaban la
cadencia de sus días, y poder escucharlo era como decirse a sí misma “he
regresado a casa”, después de los innumerables viajes que realizaba por su
cuenta o las visitas que nos hacía para conocer a las nuevas criaturas que iban
llegando.
Cuando hace tres años ella murió, el reloj, fue uno de los objetos
que hubo que repartir. Todos teníamos claro que quien se había ganado a pulso
el tenerlo para siempre era Matías, que lo había cuidado; mimado, engrasado,
puesto en marcha, ajustada la hora y paseado, con gran delicadeza y atención
por las calles de Granada.
El pobre no se atrevió a colocarlo en las paredes de su casa
porque ya contaba con otro reloj de pared, que aunque no era de la misma
antigüedad ni la categoría del reloj señorial de la familia paterna, sí
mostraba unas campanadas bullangueras y alegres y temió la cacofonía que podía
producirse con solo un minuto de atraso entre ambos relojes. Aparte de los
celos que podían sucederse ante la presencia de otro congénere en el mismo
salón… ¿O es que acaso los relojes son de piedra?
Pasaron dos años y Matías decidió que el mejor sitio donde podía
pasar el viejo reloj sus últimos días, era en casa de su hijo Matías y de la
familia de este. Una casona inmensa que se habían comprado en un curioso pueblecito situado entre el mar y la montaña,
con el objetivo de propiciar un lugar de encuentro para todos y asegurarse unas
vacaciones lejos del calor y el turismo.
El pobre reloj familiar, entre tantos traslados, desequilibrios,
cambios de temperatura y abandonos, hacía tiempo que se había parado y, esta
vez, parecía que de forma definitiva, tanto como para que ninguna visita al
especialista relojero diera el más mínimo
resultado.
Lo que Matías padre no podía imaginar es que Matías hijo, inquieto
como era, aparte de despierto y vivaz, se hubiera obsesionado en los últimos
tiempos por arreglar cacharros, y que después de mirar el reloj, por arriba y
por abajo, una tarde de llovizna en que el tiempo no invitaba demasiado a estar
en el patio de la casona, decidió meterle mano al mueble.
Lo más que podía ocurrir es que siguiera tan parado como estaba,
con lo cual no tenía mucho que perder.
Preparó una mesa amplia, la cubrió con una manta liviana por
aquello de no rayar el delicado material, se hizo con una bandeja para ir
depositando los elementos que tenía que extraer, acercó su caja de herramientas
especializada en miniaturas, donde se podían encontrar destornilladores de
tamaño normal hasta los más pequeñitos, pinzas diversas y otros útiles que
usaba habitualmente para su nueva afición.
Una buena música de fondo, la luz del flexo a toda potencia y
haciendo una profunda inspiración Matías, hijo de Matías y nieto de Matías, se
sintió preparado para abrir el bonito reloj y los mil recuerdos que le
aportarían de su abuela, de la casa familiar y de los buenos ratos allí
compartidos.
Nada más abrirlo le pareció sentir el aroma de Rosario, como si al
vivir tan cerca de ella, la madera se hubiera impregnado de su esencia.
Retiró con mucha cautela el cristal superior que abarcaba todo el
frontal, dejando a la vista la gran caja con la esfera del reloj en el centro,
el péndulo inmóvil y una pequeña ranura donde, desde siempre, se guardaba la
llave, imprescindible elemento para poner en marcha el aparato.
Matías, completamente concentrado, se detuvo, acarició las frías
agujas y pasó las yemas de los dedos por el canto redondo de la esfera de fino
alabastro, hasta acarició con ternura el péndulo como animándolo a ponerse en
marcha. Al buscar en la ranura donde
habitualmente se encontraba la llave notó una cierta resistencia. Lo achacó a
la humedad y al tiempo pasado desde que se hubiera realizado la última limpieza
del aparato. Gracias a un fino bisturí logró extraer algunas fibras de madera
vieja y ampliar la falla hasta poder introducir uno de sus hábiles dedos. No
encontró llave alguna. Hurgando más profundamente, tropezó con un sobrecito que
extrajo con ayuda de unas largas pinzas.
Bajo la luz de flexo y con enorme
cautela sacó una cuartilla
plegada en varios dobleces. Las manos le temblaron de la emoción y le llevaron
a sentir que no estaba solo en la habitación, porque además el aroma de la
abuela Rosario se le hizo mucho más patente.
Abrió despacio el mensaje sintiendo que el momento lo merecía. El
texto era corto pero la sorpresa que se llevó al leerlo enorme:
“Lo siento. Este reloj es una copia, el auténtico lo vendí hace
tres años a los herederos de unas señoras de Córdoba que buscaban uno similar
al que una vez tuvieron. Las deudas me llevaron a hacerlo. Para cuando lean
estas palabras, yo ya habré muerto. Por cierto, el reloj no funcionará jamás.”
Teresa F.