sábado, 22 de marzo de 2025

Alegría, alegría que vienen las poesías

Ayer día de la poesía, tuvimos el grandísimo honor de ir a contar cuentos y poemas a la Escuela Infantil Belén.

Vicky y yo preparamos un estupendo programa. La clase de cuatro años, la Pecera, nos esperaba con los brazos abiertos y con Rocío su profe que es, como nosotras, otra amante de la literatura.


El cuento preferido de la sesión

Este fue nuestro programa:

*Empezamos con

Esta es la portada del libro de Silvia Dupuis 

*Vicky contó el poema Las diez gallinas con ayuda de diez gallinas de papiroflexia y luego seguimos rimando, rimando y rimando con otras gallinas que se salieron del cuento...

 *Continuamos con el poema de Las cinco vocales de Carlos Reviejo. 


Las letras están recortadas de las bandejitas de poliuretano del super, dibujadas las caras y unidas las manos con velcro, de manera que nos posibilite el poder irlas separando.


*El cuento de El Chupete de Gina, tuvo un éxito rotundo. Tanto que tuvimos que contarlo otra vez al final de la sesión.

                                
 
              
La foto de arriba es uno de los momentos en que mi compañera está contando este cuento. Lo hace tan bien y escupe el chupe con tanta gracia que siempre es el preferido.

*El mar de la Trola, es un poema precioso de Carlos Reviejo que preparé para trabajarlo con una niña invidente ya que todas las láminas están realizadas en relieve. 

Allá en una isla del mar de la Trola 
había una princesa muy triste y muy sola...

*Continuamos con el poema del Lápiz, una de mis poesías preferidas escrita por Morita Carrillo, que relato con la ayuda de un lápiz gigante que fabriqué hace ya algunos años con un rulo de cartón.

*Seguimos con La casa que Pedro ha construido, que es de los cuentos interminables, muy divertidos, que permiten la participación  de toda la clase.

Los personajes de la casa de Pedro

*Con el libro Adivinacuentos estuvimos jugando la mar de contentos, ya que por medio de pequeñas poesías teníamos que reconocer de que cuento se trataba... Descubrimos que son geniales escuchando y tienen muchas tablas en materia cuentera. 




Un reto del libro Adivinacuentos para amantes genuinos de las historias:

Es tan, pero tan pequeño
que cena en un dedal de sopa
y cuando le viene el sueño
se recuesta en una copa.

A sus padres ama tanto
que al mundo quiere abrazar,
aunque medido a lo largo
no es más grande que un pulgar.

*Y terminamos con el cuento El bebé, que siempre me gusta contar.



A falta de fotos del momento, lo ilustro con la imagen realizada en otra clase de mayores, de un centro de primaria, que hicieron para recordar el cuento y sus personajes: el papá, la mamá, el abuelo, la abuela y la hermana... y por supuesto en la palma; El Bebé.

 Y no terminó aquí nuestra participación, en el patio con el grupo de El Tren,  peques de dos a tres años, hicimos una sesión más reducida. 
Eso si el éxito volvió a ser para el Chupete de Gina, y es que participantes de nuestro público reconocieron que aún usaban este chisme consuelapenas. 

Una mañana animada y divertida. 
De caritas asombradas,
ojazos iluminados 
y carcajadas sentidas

Muchas risas y sonrisas 
antes un chupe que escapaba 
                        y una rima que volaba... 

Nos encantó, volveremos... seguro. 


lunes, 17 de marzo de 2025

Maravilloso León Felipe



 El sábado tuve la oportunidad de ver a Hector Alterio recitando tangos, se atrevió incluso a cantarlos y para mi sorpresa declamó genialmente poemas de León Felipe, Otro de mis poetas preferidos.

Este gran actor tiene 91 años y ha vivido lo suyo. Está claro que los escenarios le tiran y será seguramente de los que estarán allí arriba hasta su último momento. Algunas veces se perdía en el texto, volvía a empezar el párrafo y así recuperaba el hilo. Yo creo que el público en general, en esos momentos, dejábamos de respirar unos segundos como para darle ímpetu y que continuara con su recitación.

He buscado esta mañana el texto de León Felipe, olvidado poeta, que mi cabeza lleva barruntando desde ayer, por escuchado, o incluso leído en los textos escolares y que desde luego es de una actualidad palpable.

Ahí va, en homenaje a este gran autor y a este gran actor... Gracias León Felipe por haber estado y Hector Alterio por seguir estando.

https://www.zendalibros.com/lastima-leon-felipe/

¡Qué lástima!, de León Felipe

Para Alberto López Argüello

¡Qué lástima
que yo no pueda cantar a la usanza de este tiempo
lo mismo que los poetas que hoy cantan!
¡Qué lástima
que yo no pueda entonar
con una voz engolada esas brillantes romanzas
a las glorias de la patria!
¡Qué lástima
que yo no tenga una patria!
Sé que la historia es la misma,
la misma siempre, que pasa
desde una tierra a otra tierra,
desde una raza a otra raza,
como pasan esas tormentas de estío
desde ésta aquella comarca.
¡Qué lástima
que yo no tenga comarca,
patria chica, tierra provinciana!
Debí nacer en la entraña en la estepa castellana

Y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada:

pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,
y mi juventud, una juventud sombría, en la montaña.
Después… ya no he vuelto a echar el ancla
y ninguna de estas tierras me levanta ni me exalta
para poder cantar siempre en la misma tonada
al mismo río que pasa rodando las mismas aguas,
al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.

¡Qué lástima
que yo no tenga una casa!
Una casa solariega y blasonada,
una casa en que guardara,
a más de otras cosas raras,
un sillón viejo de cuero, una mesa apolillada
y el retrato de un mi abuelo
que ganara una batalla.
¡Qué lástima que yo no tenga un abuelo
que ganara una batalla, retratado
con una mano cruzada en el pecho,
y la otra mano en el puño de la espada!
¡Qué lástima
que yo no tenga siquiera una espada!

Porque… ¿qué voy a cantar
si no tengo ni una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo
que ganara una batalla,
ni un sillón viejo de cuero,
ni una mesa, ni una espada?

¡Qué voy a cantar si soy
un paria que apenas tiene una capa!

Sin embargo…
en esta tierra de España
y en un pueblo de la Alcarria
hay una casa en la que estoy de posada
y donde tengo, prestadas,
una mesa de pino y una silla de paja.
Un libro tengo también.
Y todo mi ajuar se halla en una sala muy amplia
y muy blanca que está en la parte más baja
y más fresca de la casa. Tiene una luz muy clara
esta sala tan amplia y tan blanca…
Una luz muy clara que entra por una ventana
que da a una calle muy ancha.
Y a la luz de esta ventana vengo todas las mañanas.
Aquí me siento sobre mi silla de paja
y venzo las horas largas leyendo en mi libro y viendo
cómo pasa la gente al través de la ventana.
Cosas de poca importancia
parecen un libro y el cristal de una ventana
en un pueblo de la Alcarria,
y, sin embargo, le basta
para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.
Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa
ese pastor que va detrás de las cabras
con una enorme cayada,
esa mujer agobiada
con una carga de leña en la espalda,
esos mendigos que vienen
arrastrando sus miserias de Pastrana,
y esa niña que va a la escuela de tan mala gana.
¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana siempre,
y se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.
¡Qué gracia tiene su cara en el cristal aplastada
con la barbilla sumida y la naricilla chata!
Yo me río mucho mirándola
y la digo que es una niña muy guapa…
Ella entonces me llama ¡tonto!, y se marcha.
¡Pobre niña! Ya no pasa por esta calle tan ancha
caminando hacia la escuela de mala gana,
ni se para en mi ventana,
ni se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.
Que un día se puso mala, muy mala,
y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.
Y en una tarde muy clara, por esta calle tan ancha,
al través de la ventana, vi cómo se la llevaban
en una caja muy blanca… En una caja muy blanca
que tenía un cristalito en la tapa.
Por aquel cristal se la veía la cara
lo mismo que cuando estaba
pegadita al cristal de mi ventana…
Al cristal de esta ventana
que ahora me recuerda siempre
el cristalito de aquella caja tan blanca.
Todo el ritmo de la vida pasa
por este cristal de mi ventana…
Y la muerte también pasa…

¡Qué lástima!
Que no pudiendo cantar otras hazañas,

porque no tengo una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo
que ganara una batalla,
ni un sillón viejo de cuero,
ni una mesa, ni una espada,
y soy un paria que apenas tiene una capa…
venga forzado a cantar, cosas de poca importancia!

viernes, 14 de marzo de 2025

La de vueltas que da un reloj





No se podía negar que era un reloj señorial, porque lo era. Regalo de unas tías de Matías, mi padre, señoras de la buena sociedad cordobesa que yo siempre recordaba como muy viejas, a pesar de que no debían de tener más de cuarenta años cuando las conocí durante mi infancia.

El reloj de pared dominaba la entrada de nuestra casa encima de una sencilla cómoda de cuatro cajones que, por supuesto, quedaba relegada a un segundo plano, ante su prestancia. Y es que, aquel reloj era, sobre todo, un señor reloj.

Por cómo quedaba a la vista su esfera en el frontal de su caja, se catalogaba dentro de un tipo de  relojes a los se les llamaba “ojo de buey”, en relación a un determinado estilo arquitectónico de ventanas y otros ornamentos similares en  las fachadas de los edificios.

El reloj era grande, de forma hexagonal, manufacturado en madera de ébano, con pequeñas  incrustaciones de nácar. Protegía el conjunto un cristal enmarcado por una bonita moldura de caoba.  Al levantar la tapa quedaba a la vista, la esfera, un único  péndulo y, por supuesto, el mecanismo necesario para que la máquina funcionase.

Tengo que reconocer que, aunque apreciara la belleza de la pieza, la odiaba a muerte, pues este objeto no se contentaba solamente con dar la hora, sino también los cuartos y las medias, por lo que todo intento de descansar en su cercanía era poco menos que inviable.

En casa aprendimos pronto el truco de levantar la tapa, sujetar unos segundos el péndulo y detenerlo   al menos por unas horas.

Rosario, mi madre, reclamaba enseguida que alguien lo pusiera en marcha. Mi hermano Matías, que es más bueno que el pan, y que siempre se ocupaba de los arreglillos hogareños procedía a hacerlo… Hasta que otro día, otra siesta interrumpida o una visita imprevista provocaba que una mano insensata repitiera, de nuevo, la hazaña.

No era extraño, pues, que el pobre mueble se quejara y acabara, durante semanas e incluso meses, por dejar de funcionar. 

De nuevo Matías, siguiendo la expresa petición de mi madre, sacaba la escalera de mano y, con la ayuda de alguno de nosotros, descolgaba el enorme artefacto para llevarlo a nuestro relojero de confianza.

Periodos de reloj sí y reloj no acompañaron mi infancia y mi juventud. Así fue pasando el tiempo. Cuando empezamos a volar del nido, unas y otros, y mis padres se mudaron a un piso más pequeño,  sucedió que, desde cualquier rincón de la nueva vivienda, era imposible escapar de los sones del maldito aparato y, por muy corto que fuera el  periodo que pasara uno de visita, los deseos de echarlo al fuego no hicieron sino aumentar, a pesar de sus preciosas maderas o de sus adornos taraceados de nácar.

Para mi madre, ya viuda, los toques del reloj acompañaban la cadencia de sus días, y poder escucharlo era como decirse a sí misma “he regresado a casa”, después de los innumerables viajes que realizaba por su cuenta o las visitas que nos hacía para conocer a las nuevas criaturas que iban llegando.

Cuando hace tres años ella murió, el reloj, fue uno de los objetos que hubo que repartir. Todos teníamos claro que quien se había ganado a pulso el tenerlo para siempre era Matías, que lo había cuidado; mimado, engrasado, puesto en marcha, ajustada la hora y paseado, con gran delicadeza y atención por las calles de Granada.

El pobre no se atrevió a colocarlo en las paredes de su casa porque ya contaba con otro reloj de pared, que aunque no era de la misma antigüedad ni la categoría del reloj señorial de la familia paterna, sí mostraba unas campanadas bullangueras y alegres y temió la cacofonía que podía producirse con solo un minuto de atraso entre ambos relojes. Aparte de los celos que podían sucederse ante la presencia de otro congénere en el mismo salón… ¿O es que acaso los relojes son de piedra?

Pasaron dos años y Matías decidió que el mejor sitio donde podía pasar el viejo reloj sus últimos días, era en casa de su hijo Matías y de la familia de este. Una casona inmensa que se habían comprado en un curioso  pueblecito situado entre el mar y la montaña, con el objetivo de propiciar un lugar de encuentro para todos y asegurarse unas vacaciones lejos del calor y el turismo.

El pobre reloj familiar, entre tantos traslados, desequilibrios, cambios de temperatura y abandonos, hacía tiempo que se había parado y, esta vez, parecía que de forma definitiva, tanto como para que ninguna visita al especialista relojero diera el más mínimo  resultado.

Lo que Matías padre no podía imaginar es que Matías hijo, inquieto como era, aparte de despierto y vivaz, se hubiera obsesionado en los últimos tiempos por arreglar cacharros, y que después de mirar el reloj, por arriba y por abajo, una tarde de llovizna en que el tiempo no invitaba demasiado a estar en el patio de la casona, decidió meterle mano al mueble.

Lo más que podía ocurrir es que siguiera tan parado como estaba, con lo cual no tenía mucho que perder.

Preparó una mesa amplia, la cubrió con una manta liviana por aquello de no rayar el delicado material, se hizo con una bandeja para ir depositando los elementos que tenía que extraer, acercó su caja de herramientas especializada en miniaturas, donde se podían encontrar destornilladores de tamaño normal hasta los más pequeñitos, pinzas diversas y otros útiles que usaba habitualmente para su nueva afición.

Una buena música de fondo, la luz del flexo a toda potencia y haciendo una profunda inspiración Matías, hijo de Matías y nieto de Matías, se sintió preparado para abrir el bonito reloj y los mil recuerdos que le aportarían de su abuela, de la casa familiar y de los buenos ratos allí compartidos.

Nada más abrirlo le pareció sentir el aroma de Rosario, como si al vivir tan cerca de ella, la madera se hubiera impregnado de su esencia.

Retiró con mucha cautela el cristal superior que abarcaba todo el frontal, dejando a la vista la gran caja con la esfera del reloj en el centro, el péndulo inmóvil y una pequeña ranura donde, desde siempre, se guardaba la llave, imprescindible elemento para poner en marcha el aparato.

Matías, completamente concentrado, se detuvo, acarició las frías agujas y pasó las yemas de los dedos por el canto redondo de la esfera de fino alabastro, hasta acarició con ternura el péndulo como animándolo a ponerse en marcha. Al  buscar en la ranura donde habitualmente se encontraba la llave notó una cierta resistencia. Lo achacó a la humedad y al tiempo pasado desde que se hubiera realizado la última limpieza del aparato. Gracias a un fino bisturí logró extraer algunas fibras de madera vieja y ampliar la falla hasta poder introducir uno de sus hábiles dedos. No encontró llave alguna. Hurgando más profundamente, tropezó con un sobrecito que extrajo con ayuda de unas largas pinzas.

Bajo la luz de flexo y con enorme  cautela sacó  una cuartilla plegada en varios dobleces. Las manos le temblaron de la emoción y le llevaron a sentir que no estaba solo en la habitación, porque además el aroma de la abuela Rosario se le hizo mucho más patente.

Abrió despacio el mensaje sintiendo que el momento lo merecía. El texto era corto pero la sorpresa que se llevó al leerlo enorme:

 “Lo siento. Este reloj es una copia, el auténtico lo vendí hace tres años a los herederos de unas señoras de Córdoba que buscaban uno similar al que una vez tuvieron. Las deudas me llevaron a hacerlo. Para cuando lean estas palabras, yo ya habré muerto. Por cierto, el reloj no funcionará jamás.”

Teresa F.

miércoles, 12 de marzo de 2025

Amistad traidora

 Además del nombre, lo tenía todo para ser princesa: el cabello largo rubio y ligeramente ondulado, unas ligeras pecas en la nariz y los ojos claros.

Sería por eso por lo que, de todas mis compañeras de infancia, es la única que me quedó en el recuerdo.

Como vivíamos en la misma manzana yo adelantaba mi horario matutino para esperarla, cada día a la misma hora, en la puerta de su casa, para caminar juntas el corto trayecto que nos separaba de la escuela.

Teníamos nueve años, éramos compañeras de curso, soportábamos a las mismas horrendas maestras, estudiábamos los mismos libros y proveníamos de familia numerosa, pero ante ella, yo me sentía  eclipsada por una especie de fascinación amorosa. Sencillamente, la adoraba.

Aurora, era mi princesa, la que se lucía en las funciones escolares con el precioso hábito de la virgen María. Elegida por rubia, por su cabello largo y sus ojos azules. Yo, por el contrario, con mi pelito corto, lacio y escaso, color castaño y ojos avellana, debía contentarme con el papel de narradora.

¿Cómo nunca me percaté de quién era realmente la protagonista de las funciones? Mientras Aurora permanecía hierática en escena yo, en primera línea, sobre una tarima, detrás del atril, defendía una preciosa narración que a todos conmovía. Con vestido nuevo o con el arreglo realizado por la modista de uno de los trajes de mis hermanas, lucía mis mejores galas. Valiente, decidida, sin que me temblara un ápice la voz, leía convencida de que todas las miradas iban destinadas a mi querida amiga.

Su casa, tan sencilla como la nuestra, siempre me parecía diferente. Encontraba que en ella se podía reír más fuerte, sin miedo a molestar a nadie. Su madre nos recibía, siempre, con los brazos abiertos y nos ofrecía el mejor pan y chocolate. Nunca hacía falta pedir permiso para acometer los juegos más disparatados y ruidosos.

Era todo tan distinto a lo que yo estaba acostumbrada que observaba asombrada aquel caos ordenado, en que las carcajadas me sonaban más alegres, las bromas menos pesadas y el trato familiar más bullanguero y risueño.

Que la cama del que estuviera enfermo pasara a ocupar un lugar privilegiado en el salón, me parecía el colmo de los colmos. De esta forma, me aclararon, siempre estaba acompañado por unos o por otros y si no, estaba la radio, y más tarde, la televisión para hacer más soportables aquellas tediosas horas sin colegio.

Estaba habituada a penar una gripe o un resfriado adormecida en mi cama, con apenas un par de cortas visitas que, desde la  puerta, preguntaban en susurros si me iba a levantar a comer. Dicen mis hermanas que todo esto me lo he inventado y que no es verdad que en nuestra casa se viviera así la enfermedad.

¿Quién soy yo para contradecirles, acaso sufrieron ellas mis enfermedades? ¿Quién manda en el olvido o en los recuerdos de nadie?

 Puede ocurrir, tal vez, que mi princesa querida y mi mejor amiga no fuera Aurora y yo, en realidad, pasara por mi propia infancia sin enterarme.

Pero no, porque me vienen a la mente los medios días en que se nos hacían cortísimos los regresos del colegio de tantas cosas que teníamos que contarnos, como si el tiempo del recreo, los papelitos pasados en clase o los juegos de la tarde no fueran suficientes y apurábamos los minutos llegando a casa para acompañarnos de una vivienda a la otra, en un juego interminable en el que parecíamos una pareja de enamoradas incapaces de despedirnos.

Seguimos hilando durante el curso escolar, los juegos por la tarde en su casa, con paseos para hacer mandados, porque entonces en las calles no vivían los lobos y los coches eran menos veloces. Y aunque las calzadas no estaban asfaltadas, al menos las de mi barrio, siempre había mil motivos para salir a jugar y planear nuevas aventuras.

De pronto, en un momento dado, mi princesa se volvió misteriosa. Mi Aurora de cabellos rubios y ojos claros me fue enredando en una trama de la que aun no he conseguido liberarme.

Un día empezó a contarme una historia. Un relato de algo importante que su familia estaba viviendo. Estaban implicadas personas que tenían que ver con ellos pero que yo no conocía. Seguramente fue una historia con un toque morboso y prohibido que logró atraer mi atención desde el primer momento.

En cada ocasión de nuestros paseos colegiales, fue aumentando con fragmentos su devenir, como aquellos capítulos interminables que seguíamos en la cocina durante la emisión de la radionovela.

Poco a poco me fue descubriendo acontecimientos de aquella familia, para mí, desconocida.

Con toda mi inocencia fui creyéndome a pie juntillas lo que escuchaba, de tal forma que  empecé a relatárselo a mi familia. Si Aurora era capaz de atraparme con una historia ajena a mi vida, por qué no iba a ser yo la protagonista, durante la comida del medio día, relatando aquellos capítulos ya sabidos y todos los que, suponía, estaban por llegar.

Así fue como iniciamos esa transmisión.  No hicieron falta redes sociales… Aurora me mantenía en vilo y yo transmitía esa emoción a los míos.

En la puerta de su casa o en la mía se despedía  diariamente con unos puntos suspensivos…

No sé cuánto tiempo transcurrió, si fueron solo unas semanas o duraron meses. Por la calidad del recuerdo debió ser un periodo importante. Solo sé que, de repente, un día algo pasó y Aurora, mi princesa, mirándome a los ojos con una mirada fría no exenta de desafío exclamó: “Bueno, chica, lo siento, todo lo que te he estado contando hasta ahora, es una gran mentira”, y dignamente se dio media vuelta y se metió en su casa.

 Incapaz de moverme, mis sentimientos por Aurora, se hicieron añicos.

 Con qué rostro me vieron llegar a casa para que nadie preguntara por la continuación del culebrón  relatado hasta el momento. Nadie expresó una mala palabra sobre la ingrata princesa ni quiso saber más de ella o de su familia.

No volví a verla. ¿Desapareció acaso, aquel día, de mi vida? ¿De mi escuela?

Probablemente no fue nunca una princesa digna ni de su nombre, ni de un cuento malévolo de Disney.

¿Por qué de todas las compañeras que tuve en el colegio, es el recuerdo de la traición de Aurora el que más se quedó grabado en mi memoria? ¿Dónde quedaron nuestros ratos de juegos y de risas compartidas, no pesaron acaso más que sus mentiras?

La princesa desapareció del barrio, incluso de la ciudad. Tal vez sí que traspuso el largo pasillo hasta  la torre del castillo, donde la esperaba el huso mágico, se pinchó con él y durmió un sueño del que nunca nadie se molestó en despertarla.

 

 

viernes, 7 de marzo de 2025

Norias volanderas

 

Tarjeta postal de Xiu Xiu


Este es de los regalos que me hacen las amigas y hermanas que saben que me gustan están estas preciosas tarjetas postales que cuando las abres muestran una sorpresa en su interior.
Esta me la han  traído de Barcelona, ya que no es otro objeto que la Noria gigante del Tibidabo.

En su presentación al sacarla del sobre no parece nada especial, pero al desplegarla aparece con toda su magia.

La noria desplegada


Parece que de un momento al otro se va a poner a girar. 
Algunos detalles nos revelan el cuidado y cariño que se han puesto en el troquelado, como esas cabinas de alegres colores que al menor soplo se agitan contentas en el aire.

                             Se puede ver el entramado que sujeta la noria 

                 y los detalles de cada cabina, con sus  tres ventanitas. 

Abres la tarjeta y comienza la magia. 
La noria espera que lleguen las primeras familias y las pandillas de jóvenes, se suban, se asomen a las ventanas y desde sus privilegiados miradores se maravillen de la belleza de Barcelona observada a vuelo de pájaro desde las alturas.
La música comienza.                                   
 

Para quien quiera conocer más cosas sobre esta casa de edición puede encontrar información en: 

xiuxiucards.com - @xiuxiucards





 

sábado, 1 de marzo de 2025

Más y más cuentos

 De nuevo volvimos Vicky y yo a contar cuentos. esta vez fue a la clase donde ella lleva colaborando desde hace un tiempo, se trata de un aula especifica del colegio Ave María San Cristobal.

Como hacemos siempre llevamos un programa previsto abierto a las modificaciones que se puedan producir y en este caso como la participación fue tan grande y variada quedamos muy satisfechas de los resultados al ver como desde el primer minuto los chicos y las chicas se lanzaron a contar cuentos a la clase.


Vicky en acción con el cuento La casa que Pedro ha construido

Elegimos esta retahíla por lo sencilla que es y porque la clase entera ayuda a seguir con la historia. Forma parte de los cuentos interminables y hay una gran variedad en la tradición oral de nuestro país, cualquiera de ellos se prestan a repetirlo una y mil veces para deleite de las criaturas.

Laura encantada de colaborar con Vicky con el cuento del chupete de Gina.



Otro momento del cuento.

De los cuentos sobre la mesa, elegimos esta vez el famoso cuento de El gato con botas, conocido por la clase y  rápidamente nos ayudaron a contarlo.
Para Quique estos son sus preferidos, sujeta cada tarjeta y eso le permite estar atento al desarrollo de la historia.


Erik y el cuento

Desi de forma espontanea nos maravilló con un cuento espontáneo de su invención usando los materiales del Cuento de la casa de Pedro. 

Estos materiales tan versátiles permiten crear mil y una historias.

La cuerda Mágica, La niña traviesa y la magia de Clipito y Clipita sorprendieron y entusiasmaron a nuestro joven público.  
Para terminar un cuento clásico Los tres cerditos, esta vez acompañados por los materiales realizados con papiroflexia y la ayuda de nuestros oyentes.
Pedro, otro alumno, nos sorprendió al aprender durante la misma sesión a realizar barcos de papel y contarnos el cuento de la Camiseta del capitán.

Un éxito de mañana para todos los participantes. Como siempre nos enriquecemos mutuamente con cada una de estas experiencias.  
 
 


viernes, 28 de febrero de 2025

Insistente insomnio

 ( El Verdugo 2)

 El parpadeo azul, de la luz de emergencia, le sacó del sopor producido por el comprimido que, a altas horas de la noche, había tenido que tomarse ante el insistente insomnio que le aquejaba.

Se alzó rápido del lecho, atento, expectante, preparado ante cualquier contingencia. El silencio roto  por la alarma luminosa le condujo a los movimientos precisos que correspondían a una situación extrema.

La temida lluvia de meteoritos había llegado.

Se percató de su desapego y de la poca atención prestada a las noticias de los últimos días. Como un autómata se aproximó al primer armario que, como correspondía e esta anómala situación, permanecía abierto.

Extrajo primero una luz frontal que le facilitó el desplazamiento por la estancia escasamente iluminada, después procedió a registrar el arcón de emergencia, situado en el primer estante del mueble. Conocía perfectamente su contenido sin necesidad de verlo, gracias a los ejercicios cien veces repetidos de salvamento, que establecían los protocolos gubernamentales que permitían a la población enfrentarse a la situación actual.

De la caja de alimentos desecados e liofilizados extrajo una de las burbujas hidratantes, comestibles, del tamaño de una pelota de tenis. Era justo lo que necesitaba para paliar la  sequedad  producida por un conato de pánico.

Una tormenta de meteoritos no era algo habitual, se daba una vez cada cuatro lustros y solía tener consecuencias devastadoras.

De manera mecánica, fue extrayendo la ropa del armario. Descartó el uniforme de trabajo que lo señalaría, peligrosamente, ante una población alterada. Era preferible y además recomendable pasar desapercibido. Adoptó, por tanto, el traje habitual de la mayor parte de la población de Urno y en breve terminó de vestirse.

Dos comprimidos vitamínicos y otra capsula de humedad le dejaron listo, en la medida de lo posible, para enfrentarse con la tarea del día.

No quiso indagar más allá de lo que le esperaba. El acto de la doce en el Gran Ronpoint podía ser cancelado, pero no le eximía  tener que presentarse en el lugar, por encima de todas las tormentas que hubiera sobre el planeta.

Apoyó la mano derecha en la puerta permitiendo que el mecanismo previsto para las situaciones de emergencia la abriera. Cuando había que proceder con el menor gasto energético, los pertenecientes a su casta sabían muy bien cómo hacerlo.

En el descansillo de la escalera se enfrentó con el desconcierto inhabitual, de tener que usar las escaleras mecánicas. Era impensable coger el ascensor. Realizó la subida al nivel menos cuatro del edificio cruzándose con algunos vecinos cuya palidez extrema indicaba su preocupación ante la situación.  

Se movió con soltura desplazándose con rapidez. Aunque había calculado que el trayecto, a la Gran Plaza, sería más largo que de costumbre, estaba seguro que había salido con el tiempo adecuado. Antes de abandonar su habitación se había procurado un móvil  y un diminuto auricular que colocó en su oído  izquierdo, aparato encargado de transmitirle  las órdenes pertinentes sobre su tarea.

Normalmente los Ejecutores como él, no conocían su trabajo hasta escasa horas, y a veces minutos, antes de realizarlo. Sólo se fijaba el momento y por lo general, era un holograma en el bólido espacial quien le  informaba del nombre de la persona y los delitos por los que había sido condenado.

Se apresuró a coger una línea de metro. En el arcén, entre los escasos pasajeros presentes, destacaba la presencia de los uniformes verdes oliva de los miembros de las  Fuerzas de Seguridad del Polisenado.

La rotura del campo electromagnético, provocado por la tormenta de meteoritos, hacía imposible que los vehículos oficiales despegasen de las bases y se demandaba a la población que trabajara desde casa o recurriera a los transportes públicos.

Acarició su vestimenta naranja que le uniformaba frente a la masa. La habitual para aquel día, el uniforme color mostaza, llamaría demasiado la atención y le hubiera puesto en una situación comprometida por parte de algún fanático contrario a la pena de muerte.

En la parada de Maizka Lominosa «primera lideresa de la revolución terrícola» su móvil le transmitió el nombre de la persona a la que tenía que ajusticiar.

Fue el único momento, de su vida, en el que se alegró de poder confundirse con la masa. No sólo la ropa le concedía el anonimato, si no que era consciente de que las cámaras, colocadas en miles de puntos invisibles de la estación, no estaban operativas.

Su corazón empezó a latir con un clamor insoportable. Sus manos se humedecieron. Su piel empezó a tornarse pálida.  Se sujetó con tanta fuerza al asiento que casi le dolieron los nudillos.

Durante las cuatro paradas siguientes  intentó relajar su respiración y calmar su angustia. El auricular continuó informando de los cargos por los qué  había sido condenada. ¿Cómo era posible?, ¿ella?  Por un momento tuvo su imagen delante, sus ratos de charla. ¿Ella? Compañera de trabajo, de formación en la Alta Academia. Habían compartido momentos de confidencias, entrenamientos, se sabían los mejores en su ramo, se desafiaban jugando a paralizar sus  emociones, en acallar los estados emotivos de sus pieles, en aclarar sus pensamientos, en someter sus dudas. Habían reído. Incluso atrevidamente se habían acariciado.

El veredicto, traición al estado y ocultación de pruebas.

Entendió perfectamente lo qué esto implicaba. Era consciente de que una autocracia acaba por eliminar a todos aquellos que cuestionen su autoridad, aunque sea por un comportamiento inapropiado, en solitario, al escapar de la cotidianidad establecida por  la Norma.

Tuvo claro que él sería el siguiente.

Se estaban divirtiendo por haberle destinado esta tarea.

El túnel, por el que estaban pasando, era largo y oscuro, aunque alguna luz centelleante entre sus muros indicaba la presencia de habitantes del inframundo. Conocía  su existencia, los poderes fácticos necesitan la presencia de una casta sometida,  carne de cañón a la que echar mano, para los trabajos más esclavos y con la que experimentar en esta era de debacle. 

En un primer momento desechó la idea por absurda, aun siendo consciente de que su vida había dejado de ser importante.

Aquellas imágenes miserables se le aferraron a la mente como una obsesión. Aunque nadie librara a Mara de una muerte segura, podía evitar la inmediatez de la suya.

Tal vez era preferible vivir libre a seguir sometido.

En la siguiente parada, haciendo una finta, simulando que perdía el equilibrio, dejó caer su móvil en la bolsa de una señora que casi atropella con su gesto. El auricular como por descuido se estrelló contra las vías del metro y amparándose en la marea que salía de los vagones, la confusión y el despiste de los guardias aceitunados se perdió, con premura,  por el interior de  los túneles...