miércoles, 6 de noviembre de 2024

LA PORTERÍA

  

La portería donde viven, lo tiene todo para ser un cuchitril; consta de una sola habitación situada en un semisótano con poca luz, mucha humedad y excesivo ruido. Tres resbaladizos escalones conducen —la desvencijada puerta de entrada—, al interior de la vivienda.

No es el sitio donde espera acabar sus días —no lo hubiera elegido nunca—, pero Úrsula, la portera, no es una mujer que se arredre ante nada. Esto es lo que le ha tocado vivir y, con los tiempos que corren, no puede sino agradecer al “régimen”, a Dios o al destino, tener un techo donde cobijarse con su pequeña familia. 

Hay cosas que se escapan a sus entendederas y no es porque no sea lista —que lo es—, sino porque ante la situación imperante lo mejor es no  preguntar. Lo que le ha llegado lo toma y ya está. Bien que ha aprendido a bajar los ojos con falsa modestia y con cara de no haber roto un plato en su vida. Arrastrarse si hace falta y agradecer, agradecer servilmente las migajas que va consiguiendo y que le permiten vivir, a ella y a los suyos, de una forma más o menos decente.

Úrsula, es viuda de guerra, una viudez que aun no termina de encajar. La idea de no volver a ver a Rodrigo, el amor de su vida, la tiene en una continua desazón. Si cierra los ojos, aun lo recuerda el último día que lo vio: pañuelo rojo al cuello, gorra de miliciano y fusil al hombro, presto para partir al frente de Madrid, allá por noviembre del 36. A esa imprevista despedida solo le siguió el silencio. 

Los rumores que escuchó al terminar la guerra eran que Rodrigo se había pasado al ejército franquista, incluso que tuvo tiempo, antes de ser abatido, de llevar a cabo una gesta memorable por la que obtuvo la Cruz del Mérito. Parece ser que salvó la vida de un regimiento incluido su capitán.

No comprende el giro de esa historia, ni conoce en profundidad los hechos, por eso es consciente de que la portería le ha venido caída del cielo. Imagina que su tía la monja, abadesa de uno de los conventos de la capital, muy cercana por amistad y por fe, a Pilar Primo de Rivera, tiene mucho que ver con su buena suerte.

Con algunas verduras que le mandan del pueblo, menudencias que saca de aquí y de allá en sus recados diarios para las vecinas, sus largas esperas en las colas de racionamiento desde la amanecida,  su inteligencia y su saber estar, va sacando adelante a su pequeña familia.

Rodriguín, su mayor, está ya aprendiendo las letras y Gonzalo, su eterno bebé, vive permanente pegado a ella o mejor dicho a su enjuto seno.

Con paciencia y esfuerzo ha sabido ir adecentando la triste vivienda; un buen fregado, en el que casi se ha dejado las manos, un colchón de borra sobre cartones, para aislarlo de la humedad, donde los tres se arrebujan cada noche, una mesa desvencijada, dos sillas, una sencilla hornilla y un barreño de zinc constituyen, por ahora, su escaso mobiliario.

La luz entra temerosa por los dos ventanucos enrejados que dan a la calzada. La calzada, nunca mejor dicho, porque desde allí lo que se divisa son solo los pies de los paseantes. Una cortina azul y otra rosa, recortes de trapos viejos regalo de la vecina del 4º, permiten ocultar la vivienda a las miradas indiscretas.

Úrsula ve pasar el tiempo con una mezcla entre el terror y la esperanza. Cada día se asombra de seguir viva, temerosa como está ante la llegada  de algún viejo amigo de su marido, o que, los del otro bando, le exijan ser una delatora, función que -sabe bien- desempeñan la mayoría de las porteras.

Intenta mantenerse al margen de todo, lo que no quita que se paralice cuando identifica, al anochecer, los movimientos que escucha en el inmueble; los pasos de los que llegan a horas intempestivas al 2B, el resoplido asmático del anciano profesor que sube corriendo hasta el ático, las señales misteriosas en las puertas o las botas militares que, en tropel, parecen tirar la escalera a cualquier hora del día o de  la noche.

No sabe, no quiere saber.

Cuando no puede dormir, se deja mecer por las sombras que las cortinas de sus ventanucos reflejan en las paredes de la portería y, acuna a sus pequeños con el repiqueteo de los pasos que avanzan en la oscuridad. Mientras, les va contando, en susurros, lo bueno que fue su padre y, cuales fueron sus incumplidos sueños.

martes, 5 de noviembre de 2024

LA FIESTA DE LOS DIFUNTOS

Precioso mural realizado  para la fiesta de los muertos

 La fiesta de los muertos se celebra en Bolivia, Perú, Colombia y parte de Centroamérica, entre otros. Lo hace único el caso mexicano que “nacionalizó” con orgullo estas costumbres como símbolo del país. 
A parte de disfraces, altares, murales, puestos de artesanías, desfiles, visitas al cementerio, comidas propias de las fechas, están también la música y las canciones. 

Las décimas de Fernando Árabe Guadarrama Olivera son un claro ejemplo de las historias y poemas de estas fechas. 



 


Fernando Guadarrama es un gran poeta, y en el siguiente enlace podéis encontrar un ejemplo de su arte:

https://www.facebook.com/fernandoarabe.guadarramaolivera/

jueves, 31 de octubre de 2024

EL BARGUEÑO

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Lo encontraron un día, en un rincón de las dependencias que antiguamente ocupaban los animales, entre aperos de labranza polvorientos, un arado viejo y varios rastrillos desdentados. No se preguntaron qué hacía allí aquel mueble, ni mucho menos imaginaron su incalculable valor.

Debido a su gran tamaño costó trabajo sacarlo al exterior. Estaba tan sucio y tan lleno de mugre que enseguida pensaron que no tendría más destino que el hacha y una chimenea del convento.

Lo primero fue fregarlo, a lo bruto, a manguerazo limpio  y después a restregones exhaustivos con estropajo de aluminio y jabón de sosa, para poder retirar la roña que lo envolvía desde, vete tú a saber, cuántos siglos.  Poco a poco, aquel armatoste, empezó a mostrar su verdadera fisonomía.

Cuando empezó a asomar la marquetería de la superficie superior y en los laterales se encontraron delicadas cenefas de taracea, abandonaron tan expeditivos métodos y continuaron  limpiándolo ya con tal cuidado que parecía que lo que tenían entre manos no era otra cosa sino una tierna criatura.

Fueron, entonces, trabajando con delicados cepillos, pinceles de suave pelaje, lija del grano más fino, de manera que nada pudiera dañar la estructura ni la decoración de aquel paralelepípedo rectangular, apoyado sobre cuatro patas salomónicas de casi un metro de altura,

Que el frontal del mueble apenas presentase ornamentación les llevó a pensar, como mostraron los trabajos posteriores, que correspondía a una hoja abatible que se posicionaba horizontalmente para permitir usarlo  como escritorio, al apoyarla sobre dos travesaños que se extraían de los laterales del mueble.

 Fue la Hermana Coral, gitana del Albaicín, la que se metió de lleno en la complejidad de los trabajos. Hija y nieta de ebanistas de renombre,  supo con prontitud encontrar los útiles necesarios para la recuperación de aquel extraño mueble. Con dos novicias jóvenes recién llegadas al convento, una de ellas de origen incierto, pudieron romper la cerradura oxidada, casi escondida entre la mugre, y abrir aquella misteriosa caja de pandora.

Para sorpresa de todas, el interior del mueble estaba en buenas condiciones, habida cuentas de cómo habían encontrado lo de afuera. Cuatro cajoncitos enmarcaban tres estantes, lo que no dejaba lugar a dudas sobre el uso del bargueño. Con mucha precaución se fue vaciando el mueble y entregado a la hermana Margarita lo obtenido. Se sacaron las ocho gavetas y se dejó para más adelante la tarea de restaurarlas y de examinar, con calma, su misterioso contenido. La madera del interior aunque era  de roble, no tenía ni la calidad ni la calidez de la exterior, no presentaba ornamentaciones ni arabescos de ningún tipo aunque sí precisaba un urgente barnizado.

Se retomó por tanto la restauración del mueble y, acabada la limpieza de cada uno de los materiales que lo conformaban, se empezaron a recuperar los preciosos decorados de taracea; el nácar se llevó a su sitio, se restituyó el faltante de hueso y de las otras maderas deterioradas, se encoló, se estucó y se aplicó, para finalizar una  protección general con cera de abeja. Se limpiaron y repararon los herrajes oxidados y se colocó una nueva cerradura. El mueble terminado luciría orgulloso en la biblioteca.

Margarita dedicó muchas noches a revisar aquellos latinajos encontrados. Su contenido siguió y sigue siendo hoy en día un secreto…

 


miércoles, 30 de octubre de 2024

CALLADAS, PERO NO ILETRADAS

 


Cuando la madre abadesa recorrió por primera vez la biblioteca, reconoció su magnificencia a pesar del tremendo abandono que encontró en ella.

De planta rectangular y gran tamaño, situada en la  fachada noble del convento, su pared principal estaba ocupada por dos amplios y hermosos ventanales, que le permitían recibir la luz del sol, durante todo el año, gracias a la orientación sureste del edificio. En las tres paredes restantes, abigarrados anaqueles de roble y pino esperaban, detenidos en el tiempo, recuperar sus antiguas funciones.

En una de las esquinas de la estancia una majestuosa escalera de caracol de madera, de balaustres ornamentados con delicadas molduras en forma de hojas de acanto, permitía el acceso a la galería superior. Un policromado artesonado mudéjar de finales del siglo XVI, indicaba el poderío y origen de los antiguos moradores del palacio.

Las mesas de lectura de madera de nogal, profusamente labradas, así como los sillones compañeros, eran muebles recios y fuertes, capaces de aguantar generaciones enteras sin muchos sobresaltos. La luz artificial provenía de apliques con tulipas de delicado cristal de Bohemia y de grandiosas lámparas venecianas estratégicamente colocadas a lo largo de toda la estancia.

La madre Margarita tenía estudios. Había huido de Corea temiendo por su vida, a causa de la violencia machista de su ex pareja, que para más inri mantenía unas extrañas relaciones con la Mafia de aquel país. Licenciada en Biblioteconomía por la Universidad de Busán, encontró en el convento la posibilidad de dar rienda suelta a sus sueños de infancia que le habían conducido hasta la universidad.

Pero era mucho lo que había que reparar y pocos los medios con los que se contaban y es que el deterioro de la estancia era evidente; los estantes de los armarios se cimbreaban, la madera aparecía desportillada en muchos de los anaqueles  y se temía que la carcoma hubiera hecho su agosto.  En las vitrinas, dañados por la humedad y el polvo, permanecían algunos libros a los que nadie había echado cuentas durante siglos.

Pero ahí estaba ella, voluntariosa, trabajadora y terca como ninguna… Si tenía que quitarse horas de sueño, lo haría. Por la noche, después de vísperas, la hermana Margarita escribía, en los cinco idiomas que dominaba, a las embajadas de diferentes países y solicitaba libros en todas las lenguas posibles. Su objetivo: sacar del analfabetismo a su congregación. Y poco a poco se fueron retirando las librerías rotas,  pintando las paredes de un ligero tono amarillo, barnizados los estantes, la puerta y los  marcos de los ventanales.

Terminada esta primera obra se escribió con primor, a la entrada de la biblioteca, la que sería la segunda máxima de aquella casa:

“Calladas, pero no iletradas”.

Mientras que el padre Juan se dedicaba con entusiasmo a las tareas de alfabetización,  se continuaron las labores y se pulió la balaustrada de la galería superior que, como la escalera, estaba realizada en madera de teca roja brillante, con unas vetas exquisitas. Se limpiaron y restauraron los vitrales de las dos ventanas y se repararon los emplomados. Las mesas de lectura se fueron remodelando, ajustando, tratando agujeros y abandonos, hasta que aquel espacio fue tomando forma.

Los libros fueron llegando y, cada noche, antes del momento de lectura, la abadesa desempaquetaba, con un misterio digno de un hada madrina, los maravillosos regalos que iban recibiendo.

El arzobispado se desprendió de algunos de sus viejos ordenadores, que el padre Juan supo traficar con donaire, para que llegaran sin problema al convento.

Con los saberes de unas y de otras, se mejoró y amplió la instalación eléctrica de forma que al poco tiempo la biblioteca  llegó a tener, también, un rincón conectado con el mundo exterior.

Se escribieron en todas las lenguas presentes las normas de la comunidad.

Un día al mes las hermanas se comunicaban con sus familias, cruzándose así mensajes de esperanza.

En tres años, la biblioteca brillaba. Constituía el orgullo de la casa, los libros ocupaban más y más estantes, hasta que, debido a lo que acontecía en el convento, se creó una sección infantil.

El padre Juan, ya jubilado y demasiado ocioso para la energía que siempre había derrochado, se ocupó de que una vez a la semana el letrado espacio fuera utilizado por los vecinos del barrio y, de esta manera, el convento, a pesar de su clausura, se abrió al mundo.

Teresa Flores

domingo, 27 de octubre de 2024

Espacio y corazón

 


No quedó constancia por escrito de cómo se fueron desarrollando  los hechos, habida cuenta que llegó un momento que la Hermana Escribana se percató de que plasmar en papel lo que acontecía en aquel lugar podía llegar a ser  comprometido.

El Convento de Clausura de Santa Carmelita del Penúltimo Suspiro era, a finales de los años 90, una congregación lo suficientemente importante y conocida, como para preocupar al arzobispado por su situación. La falta de vocaciones había convertido aquella Santa Casa en un lugar fantasmal donde mal vivían media docena de ineficaces monjas achacosas, menuditas y nonagenarias.

Pertenecientes  a la orden de las Carmelitas Descalzas, con  voto de castidad y silencio, ocupaban un amplio palacio del siglo XVII situado en el Cerrillo de Maracena. Rodeado de una amplia extensión de terreno poblado de hermosos frutales, se ocupaban, otrora, de un provechoso huerto así como de animalitos diversos, que no solo permitía  autoabastecer a las más de trescientas monjas, como sostener aquella casa, su Iglesia y sus cada vez más decrépitas paredes.

No fue extraño que, con el comienzo del siglo el Arzobispado, seriamente preocupado por la coyuntura, enviara novicias jóvenes a ocupar aquellas plazas. Eran casi unas chiquillas provenientes de diferentes partes del mundo, cuyo  único punto en común era  haber escapado del hambre y de la miseria  “convencidas” de que Servir al Señor podía ser lo que les salvara la vida.

Que se mantuviera el Régimen de Silencio como  principio sagrado de la Comunidad les facilitó la acogida.  Senegalesas, malienses, filipinas, chilenas o serbocroatas,  eran conducidas ante la Madre Superiora que les hacía besar su crucifijo, las bendecía,  les entregaba una hoja  con una serie de leyes, claramente ilustradas con pictogramas sobre las normas de la Comunidad y, convencida de que Dios iluminaría el siguiente paso, las enviaba a sus celdas.

Poco a poco, en el silencio de las tareas cotidianas y unos ritos, de tan repetitivos relajantes, la marcha en el Convento empezó a adquirir forma.

No tardó ni un año en ser nombrada la hermana Margarita, de origen coreano, como nueva madre abadesa; 35 años, fuerte, alegre y llena de vitalidad, promovió tal cambio que  en pocos meses se remozaron los estucos, se arreglaron las tejas,  se cepillaron los bancos del refectorio y de la iglesia, se pintaron la paredes y se enjalbegaron las fachadas.

Aquella media docena de jóvenes novicias, bien alimentadas y protegidas, se anticipaban a cualquier gesto de la madre Margarita, que subiendo una ceja o  alzando la mano, indicaba sin indicar, a donde había que acudir y cual era la tarea pendiente.

 La Comunidad variopinta y colorida floreció como una madreselva en primavera.

La Hermana Jardinera consiguió una variedad híbrida de arbusto tropical que, con sus sabias manos y sus tiernos bisbiseos, creció sin desmán por los rincones, antes yermos, que rodeaban el huerto. A raíz de aquellas plantas palmeadas y rabiosamente verdes, no era extraño que al llegar la noche, el claustro se viera enardecido por un aroma dulzón y agradable que dejaba a las monjitas en un arrebato  permanente, que les permitía dormir sin pesadillas y levantase a maitines con alas en los pies y una energía encomiable.

Poco a poco las habitaciones se fueron ocupando por novicias menudas y ágiles venidas de otros rincones del mundo. El Convento entero hervía de ebullición y de alegría contenida. Había tanto que ofrecer a las demás y tantas heridas de las que recuperarse...

Hasta el padre Juan, el confesor, decidió que, ante la poca faena que le daban aquellas buenas mujeres, lo más coherente era remangarse la sotana y compartir en cuerpo y alma la vida y las tareas de la Comunidad.

En breve se puso en marcha el Economato y la Madre Abadesa se encargó personalmente del torno, donde se vendían huevos criados, no con gallinas alegres sino extasiadas, frutos y verduras de los huertos tan sabrosos que parecían regadas con agua bendita y a las que los vecinos, que se surtían de aquel vergel, les achacaban propiedades milagrosas.

Únicamente tenía derecho a salir de aquel reducto, Asunción, la Hermana Recadera, que con sus 86 años poseía una mente inteligente y curiosa. Al haber ingresado en las Carmelitas en su senectud, no se vio sujeta al voto de silencio, por lo que se ocupaba de las compras necesarias para la buena marcha del Convento. La pobre, arrastrando una seria escoliosis, caminaba tan agachada que parecía buscar moneditas del suelo por las calles de Granada mientras se ocupaba, entre otras cosas, en comprar lanas para las labores o seda para los bordados.

Poco a poco el arzobispado fue dejando a su suerte a aquella Comunidad de monjas hacendosas y autónomas que no daban la lata, nada reclamaban y hasta aportaban sabrosos productos del huerto o mágicas infusiones caseras para las migrañas del obispo.

Y así fue como siguieron aparecieron en la puerta mujeres maltratadas, criaturas  abandonadas a su suerte, emigrantes o refugiadas. Nadie preguntó nada y se fueron abriendo más y más celdas, reconvirtiendo salas abandonadas en dormitorios, desempolvando ollas y cacerolas, conscientes del lema que dignificaba las paredes del Convento: “Dios tiene espacio y corazón suficiente para acoger a quienes lo necesitan”.

Nadie se extrañó tampoco cuando apareció el primer bebé en el torno, no importaba si venía de dentro o de fuera de la casa. El silencio tiene eso cuando se respeta. Después fueron llegando niños abandonados o perdidos que se hicieron al silencio, a los juegos sin ruido y a las risas sofocadas, acostumbrados como venían de pasar la vida bajo situaciones inimaginables.

Más tarde entraron jóvenes, y no tan jóvenes, de cuerpos andróginos, que también recibieron la misma acogida; una sonrisa, una manta, un catre, una cuchara, un plato de lata, una túnica y una tarea diaria de la que ocuparse.

Y por las noches, en el refectorio, después de un plato de sopa caliente, un tazón de leche y un trozo de bizcocho de las semillas que la Hermana Jardinera cultivaba con tanto arte, la gran casa comenzaba a llenarse de cantos  sofocados  y muchas, muchas silenciosas risas.

Teresa Flores

sábado, 26 de octubre de 2024

RETAHÍLA DE PORTUGAL

 


MANO MUERTA, MANO MUERTA

QUE UN SAPO LLAMA A LA PUERTA.

EN MI CASA NO ENTRARÁS

PEQUEÑO SAPO VETE YA.

1.- Coger la mano por la muñeca con suavidad y agitarla

2.-Darle golpecitos en la barbilla

3.- Hacer el gesto de despedirlo

viernes, 25 de octubre de 2024

LA MONJA NIÑA

 

Foto realizada en el claustro del antiguo Convento de Santa Paula

Menuda para su edad, silenciosa, delgadita y  frágil, de cabello pajizo y barriga inflamada tal vez a causa del  hambre o de los parásitos. Hubo rumores sobre si había aparecido  en el torno… si la encontraron en la puerta de la cocina, si era la hija del jardinero o de alguna de las novicias que acababan de incorporarse al monasterio.  Poco más se pudo vaticinar en el convento de Santa Paula, para más inri de clausura y con voto de silencio.

Llevaba prendida entre sus ropas una carta, una carta mal escrita llena de tachones y faltas de ortografía, tantas, que necesitaron varias horas para poder descifrarla. Tres cosas dejaba en claro: que se llamaba Elisa, que tenía cuatro años y que nadie la reclamaría nunca. No había apellidos, ni lugar de origen de la desconocida criatura: abandono. Tedioso y vulgar abandono.

 Los primeros meses le habilitaron un jergón de paja en la misma celda donde dormía la hermana cocinera, el lugar más caliente de la casa; no era para menos, en esta Granada que cuando dice de ser inhóspita se lleva la palma.

La nena miraba la comida con una mezcla entre la ansiedad y el respeto, esperaba que alguien le pusiera en la mano un plato de gachas y luego, con la mirada baja, no sabía qué hacer con la cuchara, como temiendo un arrebato violento que llevara consigo, quizás, un fuerte manotazo.

Para las hermanas fue el farolillo que iluminó aquel duro invierno de 1844. Espiaban sus escasas sonrisas, esperaban con ansia sus balbuceantes y tardías palabras y aplaudían con ahínco sus primeros logros. Peleaban por trenzarle su ralo cabello y le regalaban a escondidas, algunas bellotas de la encina del huerto o los primeros  frutos de la higuera.

Elisa fue creciendo, tranquila, triste, lentamente, sin aspavientos, sin arrullos, sin abrazos, no parecía, tampoco, echarlos de menos. Era la más pequeña  del internado que las monjas regentaban y aprendió, con bastante dificultad, a desgranar las primeras palabras, recorriendo los negros renglones de la cartilla con sus deditos menudos, así como a cantar, desafinando en el coro, por maitines.

Tal como vaticinaba su carta de presentación, nadie regresó a reclamarla.

Con el tiempo, la alimentación, el aire libre en el huerto y la compañía de unas y otras, creció su cuerpecillo, su tez adquirió un color saludable, su cabello tomó lustre y, cuando forjó una amistad con una pequeña de su edad y pergeñó, con ella, su primera travesura, sus ojos adquirieron un ligero brillo, descubrió la risa y, en cierto modo, la alegría de estar viva.

Cada noche se escapaba por los lóbregos pasillos a buscar la calle, a espiarla desde las celosías, queriendo escuchar en los huertos vecinos alguna voz humana ajena al convento.

Su cabecita empezó a llenarse de sueños locos, con los relatos que traían sus compañeras sobre sus vidas de afuera, sus familias, hermanos, madres y padres. Palabras que le resultaban difíciles de asimilar, sobre todo aquellas vacaciones o fines de semana tediosos cuando era la única criatura menuda que vagaba solitaria por el convento.

Espiaba los comentarios de la hermana lega, del pescadero cuando traía la comanda, los vendedores que en la calle voceaban las mercancías, y se acostumbró a esperar. Quizás ella, sí, quizás ella, un día podría salir de aquel encierro, porque alguien vendría a buscarla.

Indagó su rostro en cada una de las monjas e imaginó que era hija de alguna, de las que llegaron antes que ella o de las que llegaron después. Las observaba cautelosa; atenta a un gesto, al color de los ojos, el rasgo de sus barbillas, la forma de la nariz, el tono de las voces, para acabar sollozando cada noche, en el dormitorio común, a la espera de que un día aquella cárcel, que le había sido impuesta, se terminara.

 Decepcionada y aburrida optó por centrarse en el estudio. Cuando cayeron en sus manos la vida de los santos comenzó a fascinarse y, vivió con cada uno de estas historias la existencia que nunca tendría. Suspiró con aquellas que fueron mártires, viajó con las que fueron secuestradas, entregó sus cortos años a la penitencia, a las ciudades desconocidas, a los descubrimientos.

  Las hermanas percibieron en ello una señal y no fue extraño que, a los 16 años, animada por la madre superiora, se decidiera tomar el hábito de novicia con el nombre de María Elisa de los Dolores… Nombre con el que fue enterrada como monja ocho años más tarde, víctima de una larga y terrible enfermedad.

Sor Fuencisla, la madre cocinera, que la cuidó cuando pequeña y la escuchaba llorar, desde su jergón, sospecha que la muchacha se consumió de tristeza.

 Lo más curioso es que, a esta joven muerte le siguió, a los pocos meses, el deceso de la nueva madre abadesa. Solo 16 años mayor que Elisa. Algunas malas lenguas señalaron el escaso tiempo de diferencia en que aquellas dos almas habían entrado en el convento y, se percataron entonces, de cómo curiosamente, se habían rehuido e ignorado durante toda sus vidas.