Dicen que en tiempos antiguos, hacia el año 3.150 Antes de la Era, cuando reinaba Narmer, el primer faraón, en el valle del Alto Nilo, las tortugas eran unos animales muy queridos.
Los habitantes de aquellos
parajes apreciaban la compañía que ofrecían como animales domésticos, a la vez
que admiraban la rapidez de sus
movimientos, así como la gracia y el donaire que mostraban al nadar en las orillas
y estanques del majestuoso río Nilo, fuente imprescindible de vida.
Las tortugas eran de todos
los tamaños y medidas. Sus caparazones brillantes de poderosas escamas,
mostraban colores diversos según el hábitat en el que moraban, se podían encontrar
desde de un rojo intenso como el cedro, ligero caoba o incluso algunos extraños
ejemplares verdinegros.
Les gustaba nadar en grupos
entre los papiros y los nenúfares de la rivera del majestuoso río y jugar al
escondite entre las frondas de la orilla.
Salían ligeras del agua al
atardecer y corrían a los oteros para poder disfrutar de las caricias de los
últimos rayos del sol.
Tanto dentro como fuera del
río se movían con rapidez y agilidad,
por lo que algunos labradores las domesticaban y las utilizaban para vigilar
sus rebaños, sin temer por ellos, ya que las tortugas solo se alimentaban de
pescado.
Era característico también
que los trabajadores que construían las pirámides las entrenaran para las
carreras, por lo que era habitual
encontrar, en los días feriados, amplias
cuadrillas de muchachos que apostaban parte de su salario por sus amaestrados
animalitos, y los premiaban después con sus alimentos preferidos.
Las tortugas, aunque podían
llegar a adquirir un gran tamaño, eran completamente inofensivas y constituían
un preciado animal de compañía que rápidamente se habituaban a la vida
domestica y aceptaban con agrado juegos y deportes.
No era raro pues que, en
muchas familias de la nobleza, los niños tuvieran como mascota uno o varios de
estos animalitos con los que echaban carreras
se subían a sus lomos y los usaban
como animales de tiro.
Aconteció que Aha hijo de
Narmer, de cuatro años de edad, poseía una de estas mascotas, que le había sido
ofrecida en su primer año de vida. Juntos habían crecido e incluso se
comentaba, que el animal era quien le había enseñado a caminar. El crío jugaba
con Kleinmanní, su tortuga, a tirarle de
la cola, charlaba con ella y se reía alegre cuando se echaban mutuamente el
aliento a la cara. Retozaban juntos en los remansos a las orillas del Nilo y el
animal, con sus largas pezuñas, le ayudaba a construir presas donde ambos se
remojaban y el pequeño hacía navegar los barquitos de juncos, realizados por
las hábiles manos de su padre.
Aquel fatídico día de mayo, a
pesar de estar Aha bajo la vigilancia de dos nodrizas y tres soldados, nadie
pudo prever lo que ocurrió. El chico tumbado bocabajo sobre el lomo de
Kleinmanní se aferró a sus patas delanteras y le dijo en susurros al oído en su
media lengua: ¡corre! El animal, no se hizo esperar y saltó hacia adelante,
casi volando, como alma que lleva el
diablo.
En breves segundos el pequeño
y la tortuga se habían volatilizado.
Cuando las nodrizas se
percataron de su ausencia y los soldados dieron la voz de alarma, Aha estaba
fuera de sus vistas.
Por unas horas el terror
cundió en la población. Se paralizaron las obras de la pirámide y gran parte de
los trabajadores fueron convocados, para ayudar, en su búsqueda.
Incluso se recurrió a
tortugas domésticas, especializadas en rastreos, para que dirigieran la operación.
Los alrededores del río
fueron el lugar prioritario, ante el peligro de los cocodrilos, o de que se
ahogara, y el temor de que no se llegara a tiempo para salvar la vida de la
criatura.
Cinco horas más tarde, un
campesino, a cuatro kilómetros del lugar de los hechos, encontró a Aha llorando de hambre y sed bajo
una palmera masticando unos dátiles
verdes. Reconoció con prontitud la
lujosa ropa que llevaba puesta y, cogiéndolo en sus brazos después de haber
saciado sus necesidades, lo condujo a lomos de su mulilla a las dependencias
familiares, en donde fue recibido con gran algarabía y recompensado con
amplia generosidad.
Kleinmanní no regresó jamás.
Narmen, tres días más tarde,
concentró a todas las tortugas en la plaza central de la villa, en presencia de
toda la población y el Sumo Sacerdote Ptah, emitió, siguiendo sus órdenes, este
terrible veredicto cuyas consecuencias perduran en nuestros días:
“Las tortugas serán
condenadas a vivir su vergüenza por la acción realizada por Kleinmanní. Por ello,
se arrastrarán por el suelo desde este instante y no volverán a ser rápidas ni
ágiles, por los siglos de los siglos”.
Debido
al llanto desconsolado de Aha, por aquel terrible conjuro y sintiéndose
culpable de haberlo provocado, convenció a su padre para que redujese esta
condena, por lo que a las tortugas se les permitió continuar siendo ágiles y
rápidas, pero solamente dentro del agua.
Ahora podéis entender porque
estos animalitos tienen las patas cortas y se esconden avergonzadas, en su
caparazón, cuando alguien se les acerca
demasiado.
Es un cuento precioso, igual que la tortuga de tu foto. ¿Tuyo??
ResponderEliminarSi, otro de los trabajos del taller, teníamos que escribir un relato con la estructura de los cuentos de hadas. Me alegra que te guste.
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