Érase
una vez, allá en el alto cielo, una nube blanca siempre estaba triste porque no
poseía lluvia. Todas sus hermanas, sus amigas, cuando lloraban, cuando reían,
cuando jugaban, cuando corrían… llovían. Lanzaban agua al espacio y, en forma
de tormenta a veces, suavemente otras, el agua llegaba a la tierra, regaba los
campos, hacía florecer los jardines, llenaba los pantanos, cubría de nieve las
montañas y la vida crecía, crecía…
Nuestra
nube no entendía por qué ni sus juegos, ni sus risas, ni sus bailes se
convertían en agua y cada día lloraba más, pero sus lágrimas se quedaban
dentro, raspándole como arena su interior blandito e hiriendo su frágil
corazón.
“¿Por
qué no soy como las demás? ¿Por qué no lluevo?”, le preguntó al viento.
“Yo
te muevo de aquí para allá, como a todas las demás. Ese es mi trabajo… pero no
sé por qué no llueves.” Le contestó éste.
Le
preguntó a su hermana mayor, una grande y gris que revoloteaba a su lado. Y
está le respondió, enfadada: “Yo no sé lo que te pasa, pero sí sé que, cuando
yo me haga más grande y gorda, y tropiece contigo, se abrirán mis ventanas y
lloveré fuerte, y me haré pequeñita y después desapareceré… y, en cambio, tú
siempre seguirás aquí. Deberías estar contenta y no triste. ¡Pareces, tonta!
Todas nosotras te tenemos envidia”.
Nubeseca
se quedó todavía más apenada. Necesitaba saber y necesitaba tener amigas y nada
tenía…
Le
preguntó al Sol, y éste, brillante, amarillo y presumido, le contestó: “Yo no
sé lo que te sucede, pero sí sé que, ante mi presencia, todas se van haciendo
finitas, suaves, ligeras, esponjosas, todas menos tú, que sigues igual, como si
fueses la única indiferente a mis encantos.”
Y
ella siguió triste, preocupada, sin entender… Cada día que pasaba perdía
brillo, ilusión. Hasta que un día vio llegar, desde abajo, una hermosa cometa
de colores.
La
cometa bailaba sin ton ni son hacia arriba. El viento se había enamorado y la
empujaba risueño jugando con ella, hasta que el hilo de la cometa se enredó en
la punta de nube seca y se paró.
─¿Quién eres? –preguntó cometa.
─Soy Nubeseca, una nube triste que nunca llueve.
─Y, ¿por qué estás triste?
─Porque todas mis hermanas y amigas llueven y yo no.
La
cometa realizó una pirueta con su hilo y abrazó a Nubeseca.
─No estés triste. No quieras ser como las demás. En la Tierra, allí de donde vengo, allá abajo, en aquel Redondito
azul, hay un niño que no puede andar, ni correr, ni jugar con sus amigos,
que, a veces, antes, se reían de él. No
tiene piernas y está siempre sentado en su silla de ruedas. Al principio
también estaba triste, hasta que su madre le compró un cuaderno y lápices de
colores y empezó a pintar. Ahora se ha especializado en pintar nubes, nubes de
todas las formas y colores, nubes de noche y de día, nubes rosadas, azules,
amarillas… ahora es feliz y siempre sonríe y sus amigos le piden que les pinte
nubes de colores… Y ¿sabes quién es su modelo? La nube modelo que siempre
pinta… eres TÚ.
Desde
entonces, Nubeseca guiña el ojo cada noche, mientras se inclina hacia abajo. Y
no ha vuelto a llorar.
Y,
colorín colorado.
Teresa Costas
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