Cuando la madre abadesa
recorrió por primera vez la biblioteca, reconoció su magnificencia a pesar del
tremendo abandono que encontró en ella.
De planta rectangular y gran
tamaño, situada en la fachada noble del
convento, su pared principal estaba ocupada por dos amplios y hermosos
ventanales, que le permitían recibir la luz del sol, durante todo el año, gracias
a la orientación sureste del edificio. En las tres paredes restantes,
abigarrados anaqueles de roble y pino esperaban, detenidos en el tiempo,
recuperar sus antiguas funciones.
En una de las esquinas de la
estancia una majestuosa escalera de caracol de madera, de balaustres
ornamentados con delicadas molduras en forma de hojas de acanto, permitía el
acceso a la galería superior. Un policromado artesonado mudéjar de finales del
siglo XVI, indicaba el poderío y origen de los antiguos moradores del palacio.
Las mesas de lectura de
madera de nogal, profusamente labradas, así como los sillones compañeros, eran
muebles recios y fuertes, capaces de aguantar generaciones enteras sin muchos
sobresaltos. La luz artificial provenía de apliques con tulipas de delicado
cristal de Bohemia y de grandiosas lámparas venecianas estratégicamente
colocadas a lo largo de toda la estancia.
La madre Margarita tenía
estudios. Había huido de Corea temiendo por su vida, a causa de la violencia
machista de su ex pareja, que para más inri mantenía unas extrañas relaciones
con la Mafia de aquel país. Licenciada en Biblioteconomía por la Universidad de
Busán, encontró en el convento la posibilidad de dar rienda suelta a sus sueños
de infancia que le habían conducido hasta la universidad.
Pero era mucho lo que había
que reparar y pocos los medios con los que se contaban y es que el deterioro de
la estancia era evidente; los estantes de los armarios se cimbreaban, la madera
aparecía desportillada en muchos de los anaqueles y se temía que la carcoma hubiera hecho su
agosto. En las vitrinas, dañados por la
humedad y el polvo, permanecían algunos libros a los que nadie había echado
cuentas durante siglos.
Pero ahí estaba ella,
voluntariosa, trabajadora y terca como ninguna… Si tenía que quitarse horas de
sueño, lo haría. Por la noche, después de vísperas, la hermana Margarita
escribía, en los cinco idiomas que dominaba, a las embajadas de diferentes
países y solicitaba libros en todas las lenguas posibles. Su objetivo: sacar
del analfabetismo a su congregación. Y poco a poco se
fueron retirando las librerías rotas,
pintando las paredes de un ligero tono amarillo, barnizados los
estantes, la puerta y los marcos de los
ventanales.
Terminada esta primera obra
se escribió con primor, a la entrada de la biblioteca, la que sería la segunda
máxima de aquella casa:
“Calladas, pero no
iletradas”.
Mientras que el padre Juan se
dedicaba con entusiasmo a las tareas de alfabetización, se continuaron las labores y se pulió la
balaustrada de la galería superior que, como la escalera, estaba realizada en
madera de teca roja brillante, con unas vetas exquisitas. Se limpiaron y
restauraron los vitrales de las dos ventanas y se repararon los emplomados. Las
mesas de lectura se fueron remodelando, ajustando, tratando agujeros y
abandonos, hasta que aquel espacio fue tomando forma.
Los libros fueron llegando y,
cada noche, antes del momento de lectura, la abadesa desempaquetaba, con un
misterio digno de un hada madrina, los maravillosos regalos que iban
recibiendo.
El arzobispado se desprendió
de algunos de sus viejos ordenadores, que el padre Juan supo traficar con
donaire, para que llegaran sin problema al convento.
Con los saberes de unas y de
otras, se mejoró y amplió la instalación eléctrica de forma que al poco tiempo
la biblioteca llegó a tener, también, un
rincón conectado con el mundo exterior.
Se escribieron en todas las
lenguas presentes las normas de la comunidad.
Un día al mes las hermanas se
comunicaban con sus familias, cruzándose así mensajes de esperanza.
En tres años, la biblioteca
brillaba. Constituía el orgullo de la casa, los libros ocupaban más y más
estantes, hasta que, debido a lo que acontecía en el convento, se creó una
sección infantil.
El padre Juan, ya jubilado y
demasiado ocioso para la energía que siempre había derrochado, se ocupó de que
una vez a la semana el letrado espacio fuera utilizado por los vecinos del
barrio y, de esta manera, el convento, a pesar de su clausura, se abrió al
mundo.
Teresa Flores
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