miércoles, 30 de octubre de 2024

CALLADAS, PERO NO ILETRADAS

 


Cuando la madre abadesa recorrió por primera vez la biblioteca, reconoció su magnificencia a pesar del tremendo abandono que encontró en ella.

De planta rectangular y gran tamaño, situada en la  fachada noble del convento, su pared principal estaba ocupada por dos amplios y hermosos ventanales, que le permitían recibir la luz del sol, durante todo el año, gracias a la orientación sureste del edificio. En las tres paredes restantes, abigarrados anaqueles de roble y pino esperaban, detenidos en el tiempo, recuperar sus antiguas funciones.

En una de las esquinas de la estancia una majestuosa escalera de caracol de madera, de balaustres ornamentados con delicadas molduras en forma de hojas de acanto, permitía el acceso a la galería superior. Un policromado artesonado mudéjar de finales del siglo XVI, indicaba el poderío y origen de los antiguos moradores del palacio.

Las mesas de lectura de madera de nogal, profusamente labradas, así como los sillones compañeros, eran muebles recios y fuertes, capaces de aguantar generaciones enteras sin muchos sobresaltos. La luz artificial provenía de apliques con tulipas de delicado cristal de Bohemia y de grandiosas lámparas venecianas estratégicamente colocadas a lo largo de toda la estancia.

La madre Margarita tenía estudios. Había huido de Corea temiendo por su vida, a causa de la violencia machista de su ex pareja, que para más inri mantenía unas extrañas relaciones con la Mafia de aquel país. Licenciada en Biblioteconomía por la Universidad de Busán, encontró en el convento la posibilidad de dar rienda suelta a sus sueños de infancia que le habían conducido hasta la universidad.

Pero era mucho lo que había que reparar y pocos los medios con los que se contaban y es que el deterioro de la estancia era evidente; los estantes de los armarios se cimbreaban, la madera aparecía desportillada en muchos de los anaqueles  y se temía que la carcoma hubiera hecho su agosto.  En las vitrinas, dañados por la humedad y el polvo, permanecían algunos libros a los que nadie había echado cuentas durante siglos.

Pero ahí estaba ella, voluntariosa, trabajadora y terca como ninguna… Si tenía que quitarse horas de sueño, lo haría. Por la noche, después de vísperas, la hermana Margarita escribía, en los cinco idiomas que dominaba, a las embajadas de diferentes países y solicitaba libros en todas las lenguas posibles. Su objetivo: sacar del analfabetismo a su congregación. Y poco a poco se fueron retirando las librerías rotas,  pintando las paredes de un ligero tono amarillo, barnizados los estantes, la puerta y los  marcos de los ventanales.

Terminada esta primera obra se escribió con primor, a la entrada de la biblioteca, la que sería la segunda máxima de aquella casa:

“Calladas, pero no iletradas”.

Mientras que el padre Juan se dedicaba con entusiasmo a las tareas de alfabetización,  se continuaron las labores y se pulió la balaustrada de la galería superior que, como la escalera, estaba realizada en madera de teca roja brillante, con unas vetas exquisitas. Se limpiaron y restauraron los vitrales de las dos ventanas y se repararon los emplomados. Las mesas de lectura se fueron remodelando, ajustando, tratando agujeros y abandonos, hasta que aquel espacio fue tomando forma.

Los libros fueron llegando y, cada noche, antes del momento de lectura, la abadesa desempaquetaba, con un misterio digno de un hada madrina, los maravillosos regalos que iban recibiendo.

El arzobispado se desprendió de algunos de sus viejos ordenadores, que el padre Juan supo traficar con donaire, para que llegaran sin problema al convento.

Con los saberes de unas y de otras, se mejoró y amplió la instalación eléctrica de forma que al poco tiempo la biblioteca  llegó a tener, también, un rincón conectado con el mundo exterior.

Se escribieron en todas las lenguas presentes las normas de la comunidad.

Un día al mes las hermanas se comunicaban con sus familias, cruzándose así mensajes de esperanza.

En tres años, la biblioteca brillaba. Constituía el orgullo de la casa, los libros ocupaban más y más estantes, hasta que, debido a lo que acontecía en el convento, se creó una sección infantil.

El padre Juan, ya jubilado y demasiado ocioso para la energía que siempre había derrochado, se ocupó de que una vez a la semana el letrado espacio fuera utilizado por los vecinos del barrio y, de esta manera, el convento, a pesar de su clausura, se abrió al mundo.

Teresa Flores

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