jueves, 31 de octubre de 2024

EL BARGUEÑO

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Lo encontraron un día, en un rincón de las dependencias que antiguamente ocupaban los animales, entre aperos de labranza polvorientos, un arado viejo y varios rastrillos desdentados. No se preguntaron qué hacía allí aquel mueble, ni mucho menos imaginaron su incalculable valor.

Debido a su gran tamaño costó trabajo sacarlo al exterior. Estaba tan sucio y tan lleno de mugre que enseguida pensaron que no tendría más destino que el hacha y una chimenea del convento.

Lo primero fue fregarlo, a lo bruto, a manguerazo limpio  y después a restregones exhaustivos con estropajo de aluminio y jabón de sosa, para poder retirar la roña que lo envolvía desde, vete tú a saber, cuántos siglos.  Poco a poco, aquel armatoste, empezó a mostrar su verdadera fisonomía.

Cuando empezó a asomar la marquetería de la superficie superior y en los laterales se encontraron delicadas cenefas de taracea, abandonaron tan expeditivos métodos y continuaron  limpiándolo ya con tal cuidado que parecía que lo que tenían entre manos no era otra cosa sino una tierna criatura.

Fueron, entonces, trabajando con delicados cepillos, pinceles de suave pelaje, lija del grano más fino, de manera que nada pudiera dañar la estructura ni la decoración de aquel paralelepípedo rectangular, apoyado sobre cuatro patas salomónicas de casi un metro de altura,

Que el frontal del mueble apenas presentase ornamentación les llevó a pensar, como mostraron los trabajos posteriores, que correspondía a una hoja abatible que se posicionaba horizontalmente para permitir usarlo  como escritorio, al apoyarla sobre dos travesaños que se extraían de los laterales del mueble.

 Fue la Hermana Coral, gitana del Albaicín, la que se metió de lleno en la complejidad de los trabajos. Hija y nieta de ebanistas de renombre,  supo con prontitud encontrar los útiles necesarios para la recuperación de aquel extraño mueble. Con dos novicias jóvenes recién llegadas al convento, una de ellas de origen incierto, pudieron romper la cerradura oxidada, casi escondida entre la mugre, y abrir aquella misteriosa caja de pandora.

Para sorpresa de todas, el interior del mueble estaba en buenas condiciones, habida cuentas de cómo habían encontrado lo de afuera. Cuatro cajoncitos enmarcaban tres estantes, lo que no dejaba lugar a dudas sobre el uso del bargueño. Con mucha precaución se fue vaciando el mueble y entregado a la hermana Margarita lo obtenido. Se sacaron las ocho gavetas y se dejó para más adelante la tarea de restaurarlas y de examinar, con calma, su misterioso contenido. La madera del interior aunque era  de roble, no tenía ni la calidad ni la calidez de la exterior, no presentaba ornamentaciones ni arabescos de ningún tipo aunque sí precisaba un urgente barnizado.

Se retomó por tanto la restauración del mueble y, acabada la limpieza de cada uno de los materiales que lo conformaban, se empezaron a recuperar los preciosos decorados de taracea; el nácar se llevó a su sitio, se restituyó el faltante de hueso y de las otras maderas deterioradas, se encoló, se estucó y se aplicó, para finalizar una  protección general con cera de abeja. Se limpiaron y repararon los herrajes oxidados y se colocó una nueva cerradura. El mueble terminado luciría orgulloso en la biblioteca.

Margarita dedicó muchas noches a revisar aquellos latinajos encontrados. Su contenido siguió y sigue siendo hoy en día un secreto…

 


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