Llegó tarde como aquel otoño
del año 23 que se resistía a dorarse. Desde el primer día, el primer anhelo, la
primera sonrisa, la nena llegó tarde. Hija de una madre añosa cercana a los
cincuenta, padre ausente y futuro incierto, decidió llegar tarde hasta a su
propia historia. Tal vez, supo desde la placenta, que medio mundo andaba en guerra
y que en menos de un siglo quizás, el planeta dejaría de existir. El caso es,
que hasta a su propio nacimiento, Luna llegó tarde.
Se hizo esperar treinta y
ocho largas horas, para acabar siendo extraída gracias a una cesárea, urgente,
que no comprometiera aun más su existencia.
Llegó tarde al primer
lamento, al primer abrazo y llegó tan tarde al pecho de su madre que tuvo que
criarse entre biberones.
Parecía que su sino sería el
ser extraña, diferente, anómala, otra… Criatura delicada de ojos negros y
enormes que miraban, ingenuamente miraban.
Entre exámenes, revisiones y
batas de hospital, llegó tarde también a sus primeros gorjeos, sus primeros
pasos, su primera palabra, hasta que un día su madre cansada de tanta
peregrinación absurda, decidió que esta criatura era sencillamente un ser
distinto y como tal había que aceptarla.
Desde ese instante la bebé
emprendió la vida plácida que había elegido: confiada, paciente, tranquila,
callada, mirada cercana de ojos desmayados, insondables y a la vez presentes.
Poco a poco Luna se fue
incorporando al mundo de otras criaturas, siempre a su ritmo,
con su calma innata, su liviandad en el gesto, como queriendo en todo momento
relajar cada inocente movimiento. Gateó, caminó, habló… siempre más tarde que
los demás pero en definitiva, a su ritmo.
En la escuela se ausentaba en
sus juegos, tranquila como el mar en calma. Si alguien ocupaba su burbuja
personal, ella livianamente se retiraba, no mucho, lo suficiente como para
concederle un amable hueco, siempre con el mismo gesto entre complaciente y
comedido.
No fue hasta los ocho años
que no descubrieron su capacidad innata de expresión. Cuando Pablo, su profesor
de plástica, le puso en las manos una caja de ceras brillantes y un enorme
espacio de papel. Luna, tímida al principio, se llenó los ojos de lápices, los
acarició varias veces desde la punta a la base, se los acercó a la cara, los
olió con complacencia como si de aromáticas papayas se tratase, se manchó cada
uno de los dedos y después de este exhaustivo reconocimiento, trazó un ligero
vuelo azul en la inmaculada superficie de la hoja…
Pasaron dos maravillosas
horas en que la niña Luna, sumergida en su particular mundo de color, saturó el
inmenso mar de papel hasta que no quedó libre ni un solo centímetro. Había
descubierto su excepcional universo.
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