CALLADO
Aníbal es una persona discreta, apagada, silenciosa. Pobre de solemnidad desde donde se declara su memoria. Sólo aparece por El Refugio cuando Callado, su lebrel gris, tan gris como él, se le escapa y le concede un respiro, como queriendo decirle, anda, te mereces una ducha y un plato de comida caliente.
Hombre de pocas palabras pero culto cómo él solo. Antiguo profesor de latín, lengua hoy tan denostada. Cayó tan bajo cuando empezó a morir esta asignatura o fue antes, cuando empezó a beber y perdió el norte, el sur y hasta el oeste.
Amable en el trato, mirada franca, cabello entrecano, ojos castaños perdidos entre verdes. Observa el mundo con mirada asombrada como queriendo llenarse de todo lo que se ha perdido en los últimos años.
Duerme habitualmente en los jardines de la Ciudadela pero las noches más frías, se refugia, en los soportales de algún edificio perdido del Raval.
Sus conocidos le llaman El Profesor y le piden entre risotadas que les suelte unos cuantos latinajos. Callado gruñe espantado ante tanta carcajada.
No añora apenas nada, si acaso sus viejos libros o el tacto del papel entre sus dedos, tal vez alguna sonrisa picarona de sus viejos alumnos de mirada inteligente con los que con-jugaba la lengua que con pasión enseñó.
Cuando descubrió que podía pasar las mañanas de invierno en la Sala de Prensa de la biblioteca de Poble Nou, le volvió la sonrisa a la mirada. Callado, desde la puerta del edificio, con dos ladridos cortos y uno largo le avisa cuando el hambre le azuza, indicándole que es tiempo de volver a la calle.
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