El recaudador Ramón Ramírez, riojano por naturaleza, oriundo de Logroño, era un remilgado señor que recogía la recaudación a manera de si una recogida de rábanos se tratara, más largos eran los rábanos, más grandiosa resultaba la cobranza.
Su
horroroso carácter, su personalidad iracunda, su carcamalidad extrema y los
gritos y berridos que precedían a su revista
a la comarca, le concedieron para siempre el honorable sobrenombre de Rabanitos
el Egregio Rabicundo.
De pelambrera
atiburazonada, rubia tirando a pelirroja, repulsivamente gordo de cara y cuerpo,
rabiosamente contrahecho, renqueante de pierna
derecha y hacedor de un frenillo mortal, que le producía una expresión oral incomprensible
a la par que ridícula, que provocaba risotadas a los que les escucharan.
La arribada
de Ramón a la comarca iba prefijada por un enredo sin precedentes. Los burros
que le portaban, en reata de a cuatro, resultaban ser más burros que el
atribulado personaje, arrollándose a tirar coces por doquiera que fueran, mientras
rebuznaban fieramente, incrementando la reyerta callejera.
Era tal la
algarabía que se organizaba en los cobros, que no era extraño que al enterarse
de su comprobación venidera, los labriegos y sus mujeres, pusieran kilómetros en
polvorosa y recurrieran a artimañas como
la de esconderse en las cuadras, herrerías, huertas o subterráneos de la
parroquia y dejaran criaturas solitarias de tres a cuatro años, a cargo de
Villarrobles.
Cuando Ramón
el rubio, rubicundo e irascible recaudador se personaba en el lugar, no encontraba
personas mayores que lo atendieran.
Rollizo como
era y, considerando que arrojó con oprobio a la cárcel al tercero de sus secretarios
debido a un robo en la recaudación, se encontraba en la circunstancia de tener
que bajarse en solitario de su peligroso corcel. Tras trece giros, rugidos y rebuznos del pobre
cernícalo, sin tener más remedio se tiró al suelo, y tras varios coscorrones y
un desgarrón en el trasero de sus greguescos rojos- terciopelo, logró alzarse
en sus cortas y renqueantes piernas para poder avanzar a las cerradas puertas
de la urbe.
A sus
gritos, rápidamente aparecieron cuatro perros ladrando que comenzaron un ritual
macabro de correteos entre sus Martinelli marrones, más se alteraba más gritaba
y los rottweiler más
ladraban, por lo que la algarabía crecía y crecía, aun más si eso era permisible.
Rugiendo y
bramando, encolerizado e iracundo, tras un rato mortífero en que resultó
polvoriento e irritado en grado mayor, prefirió irse temeroso del aprieto que
se le presentaba, ya que si comprometido fue bajar del burro más aun le resultaría
subirse.
Con lágrimas
de cocodrilo, lloriqueando a lágrima muerta, de un
humor negro tirando a pardo oscuro,
se marchó de Villarrobles de
Arriba arrastrando pesaroso su cabalgadura. Mientras, las urracas ladronas por
naturaleza, se reían a pierna libre de él y de su pobre suerte.
Breve
periodo tardo el rey Romualdo Tercero de enterarse de lo ocurrido y considerando
el deterioro del tesoro sobrevenido por
la corta recaudación realizada por el ridículo
personaje, resolvió presentarse rápidamente por tierras riojanas a reclamar lo
que consideraba propio. Sobre un hermoso
corcel de roja traza, se aproximó presuroso a la parroquia deudora.
Advertidos
de la presencia del reluciente cobrador los agricultores y lugareños en general,
pretendieron utilizar las armas que sirvieron con Ramón el Rubicundo, y se
volvieron a esconder.
Pero ¡ay pardiez!, el rey no apareció en solitario y,
sin problemas para bajarse de su cabalgadura, se enfrentó encolerizado, trabuco
en ristre sobresaltando a los baturros. En
el centro del lugar principal del
cortijo ordenó una arenga impartida por su adiestrado vocero:
-Se responsabiliza a todos los labriegos y trabajadores de
esta zona rural y hortícola, a que en la mayor brevedad entreguen a su Rey y Señor,
la parte correspondiente de la recolección
del año en curso, de; racimos, rábanos, remolachas
y carneros. De no ser realizado se
procederá en breve a cortar algún brazo o una pierna, para dar muestra, o se capturará
a las mujeres quinceañeras de manera que
sirvan, de ahora para siempre, a su real realeza.
No precisamos
indicar que las arcas se llenaron en un abrir y cerrar de miradas.
Teresa Flores