De nuevo recupero otra retahíla, en este caso su origen es el Norte de Francia:
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Imagen del libro Filastroche |
De nuevo recupero otra retahíla, en este caso su origen es el Norte de Francia:
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Imagen del libro Filastroche |
Ayer día de la poesía, tuvimos el grandísimo honor de ir a contar cuentos y poemas a la Escuela Infantil Belén.
Vicky y yo preparamos un estupendo programa. La clase de cuatro años, la Pecera, nos esperaba con los brazos abiertos y con Rocío su profe que es, como nosotras, otra amante de la literatura.
Este gran actor tiene 91 años y ha vivido lo suyo. Está claro que los escenarios le tiran y será seguramente de los que estarán allí arriba hasta su último momento. Algunas veces se perdía en el texto, volvía a empezar el párrafo y así recuperaba el hilo. Yo creo que el público en general, en esos momentos, dejábamos de respirar unos segundos como para darle ímpetu y que continuara con su recitación.
He buscado esta mañana el texto de León Felipe, olvidado poeta, que mi cabeza lleva barruntando desde ayer, por escuchado, o incluso leído en los textos escolares y que desde luego es de una actualidad palpable.
Ahí va, en homenaje a este gran autor y a este gran actor... Gracias León Felipe por haber estado y Hector Alterio por seguir estando.
https://www.zendalibros.com/lastima-leon-felipe/
¡Qué lástima!, de León Felipe
Para Alberto López Argüello
¡Qué lástima
que yo no pueda cantar a la usanza de este tiempo
lo mismo que los poetas que hoy cantan!
¡Qué lástima
que yo no pueda entonar
con una voz engolada esas brillantes romanzas
a las glorias de la patria!
¡Qué lástima
que yo no tenga una patria!
Sé que la historia es la misma,
la misma siempre, que pasa
desde una tierra a otra tierra,
desde una raza a otra raza,
como pasan esas tormentas de estío
desde ésta aquella comarca.
¡Qué lástima
que yo no tenga comarca,
patria chica, tierra provinciana!
Debí nacer en la entraña en la estepa castellana
Y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada:
pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,
y mi juventud, una juventud sombría, en la montaña.
Después… ya no he vuelto a echar el ancla
y ninguna de estas tierras me levanta ni me exalta
para poder cantar siempre en la misma tonada
al mismo río que pasa rodando las mismas aguas,
al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.
¡Qué lástima
que yo no tenga una casa!
Una casa solariega y blasonada,
una casa en que guardara,
a más de otras cosas raras,
un sillón viejo de cuero, una mesa apolillada
y el retrato de un mi abuelo
que ganara una batalla.
¡Qué lástima que yo no tenga un abuelo
que ganara una batalla, retratado
con una mano cruzada en el pecho,
y la otra mano en el puño de la espada!
¡Qué lástima
que yo no tenga siquiera una espada!
Porque… ¿qué voy a cantar
si no tengo ni una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo
que ganara una batalla,
ni un sillón viejo de cuero,
ni una mesa, ni una espada?
¡Qué voy a cantar si soy
un paria que apenas tiene una capa!
Sin embargo…
en esta tierra de España
y en un pueblo de la Alcarria
hay una casa en la que estoy de posada
y donde tengo, prestadas,
una mesa de pino y una silla de paja.
Un libro tengo también.
Y todo mi ajuar se halla en una sala muy amplia
y muy blanca que está en la parte más baja
y más fresca de la casa. Tiene una luz muy clara
esta sala tan amplia y tan blanca…
Una luz muy clara que entra por una ventana
que da a una calle muy ancha.
Y a la luz de esta ventana vengo todas las mañanas.
Aquí me siento sobre mi silla de paja
y venzo las horas largas leyendo en mi libro y viendo
cómo pasa la gente al través de la ventana.
Cosas de poca importancia
parecen un libro y el cristal de una ventana
en un pueblo de la Alcarria,
y, sin embargo, le basta
para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.
Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa
ese pastor que va detrás de las cabras
con una enorme cayada,
esa mujer agobiada
con una carga de leña en la espalda,
esos mendigos que vienen
arrastrando sus miserias de Pastrana,
y esa niña que va a la escuela de tan mala gana.
¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana siempre,
y se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.
¡Qué gracia tiene su cara en el cristal aplastada
con la barbilla sumida y la naricilla chata!
Yo me río mucho mirándola
y la digo que es una niña muy guapa…
Ella entonces me llama ¡tonto!, y se marcha.
¡Pobre niña! Ya no pasa por esta calle tan ancha
caminando hacia la escuela de mala gana,
ni se para en mi ventana,
ni se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.
Que un día se puso mala, muy mala,
y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.
Y en una tarde muy clara, por esta calle tan ancha,
al través de la ventana, vi cómo se la llevaban
en una caja muy blanca… En una caja muy blanca
que tenía un cristalito en la tapa.
Por aquel cristal se la veía la cara
lo mismo que cuando estaba
pegadita al cristal de mi ventana…
Al cristal de esta ventana
que ahora me recuerda siempre
el cristalito de aquella caja tan blanca.
Todo el ritmo de la vida pasa
por este cristal de mi ventana…
Y la muerte también pasa…
¡Qué lástima!
Que no pudiendo cantar otras hazañas,
No se podía negar que era un reloj señorial, porque lo era. Regalo de unas tías de Matías, mi padre, señoras de la buena sociedad cordobesa que yo siempre recordaba como muy viejas, a pesar de que no debían de tener más de cuarenta años cuando las conocí durante mi infancia.
El reloj de pared dominaba la entrada de nuestra casa encima de
una sencilla cómoda de cuatro cajones que, por supuesto, quedaba relegada a un
segundo plano, ante su prestancia. Y es que, aquel reloj era, sobre todo, un
señor reloj.
Por cómo quedaba a la vista su esfera en el frontal de su caja, se
catalogaba dentro de un tipo de relojes
a los se les llamaba “ojo de buey”, en relación a un determinado estilo
arquitectónico de ventanas y otros ornamentos similares en las fachadas de los edificios.
El reloj era grande, de forma hexagonal, manufacturado en madera
de ébano, con pequeñas incrustaciones de
nácar. Protegía el conjunto un cristal enmarcado por una bonita moldura de
caoba. Al levantar la tapa quedaba a la
vista, la esfera, un único péndulo y,
por supuesto, el mecanismo necesario para que la máquina funcionase.
Tengo que reconocer que, aunque apreciara la belleza de la pieza,
la odiaba a muerte, pues este objeto no se contentaba solamente con dar la
hora, sino también los cuartos y las medias, por lo que todo intento de
descansar en su cercanía era poco menos que inviable.
En casa aprendimos pronto el truco de levantar la tapa, sujetar
unos segundos el péndulo y detenerlo al
menos por unas horas.
Rosario, mi madre, reclamaba enseguida que alguien lo pusiera en
marcha. Mi hermano Matías, que es más bueno que el pan, y que siempre se
ocupaba de los arreglillos hogareños procedía a hacerlo… Hasta que otro día,
otra siesta interrumpida o una visita imprevista provocaba que una mano
insensata repitiera, de nuevo, la hazaña.
No era extraño, pues, que el pobre mueble se quejara y acabara,
durante semanas e incluso meses, por dejar de funcionar.
De nuevo Matías, siguiendo la expresa petición de mi madre, sacaba
la escalera de mano y, con la ayuda de alguno de nosotros, descolgaba el enorme
artefacto para llevarlo a nuestro relojero de confianza.
Periodos de reloj sí y reloj no acompañaron mi infancia y mi
juventud. Así fue pasando el tiempo. Cuando empezamos a volar del nido, unas y
otros, y mis padres se mudaron a un piso más pequeño, sucedió que, desde cualquier rincón de la
nueva vivienda, era imposible escapar de los sones del maldito aparato y, por
muy corto que fuera el periodo que
pasara uno de visita, los deseos de echarlo al fuego no hicieron sino aumentar,
a pesar de sus preciosas maderas o de sus adornos taraceados de nácar.
Para mi madre, ya viuda, los toques del reloj acompañaban la
cadencia de sus días, y poder escucharlo era como decirse a sí misma “he
regresado a casa”, después de los innumerables viajes que realizaba por su
cuenta o las visitas que nos hacía para conocer a las nuevas criaturas que iban
llegando.
Cuando hace tres años ella murió, el reloj, fue uno de los objetos
que hubo que repartir. Todos teníamos claro que quien se había ganado a pulso
el tenerlo para siempre era Matías, que lo había cuidado; mimado, engrasado,
puesto en marcha, ajustada la hora y paseado, con gran delicadeza y atención
por las calles de Granada.
El pobre no se atrevió a colocarlo en las paredes de su casa
porque ya contaba con otro reloj de pared, que aunque no era de la misma
antigüedad ni la categoría del reloj señorial de la familia paterna, sí
mostraba unas campanadas bullangueras y alegres y temió la cacofonía que podía
producirse con solo un minuto de atraso entre ambos relojes. Aparte de los
celos que podían sucederse ante la presencia de otro congénere en el mismo
salón… ¿O es que acaso los relojes son de piedra?
Pasaron dos años y Matías decidió que el mejor sitio donde podía
pasar el viejo reloj sus últimos días, era en casa de su hijo Matías y de la
familia de este. Una casona inmensa que se habían comprado en un curioso pueblecito situado entre el mar y la montaña,
con el objetivo de propiciar un lugar de encuentro para todos y asegurarse unas
vacaciones lejos del calor y el turismo.
El pobre reloj familiar, entre tantos traslados, desequilibrios,
cambios de temperatura y abandonos, hacía tiempo que se había parado y, esta
vez, parecía que de forma definitiva, tanto como para que ninguna visita al
especialista relojero diera el más mínimo
resultado.
Lo que Matías padre no podía imaginar es que Matías hijo, inquieto
como era, aparte de despierto y vivaz, se hubiera obsesionado en los últimos
tiempos por arreglar cacharros, y que después de mirar el reloj, por arriba y
por abajo, una tarde de llovizna en que el tiempo no invitaba demasiado a estar
en el patio de la casona, decidió meterle mano al mueble.
Lo más que podía ocurrir es que siguiera tan parado como estaba,
con lo cual no tenía mucho que perder.
Preparó una mesa amplia, la cubrió con una manta liviana por
aquello de no rayar el delicado material, se hizo con una bandeja para ir
depositando los elementos que tenía que extraer, acercó su caja de herramientas
especializada en miniaturas, donde se podían encontrar destornilladores de
tamaño normal hasta los más pequeñitos, pinzas diversas y otros útiles que
usaba habitualmente para su nueva afición.
Una buena música de fondo, la luz del flexo a toda potencia y
haciendo una profunda inspiración Matías, hijo de Matías y nieto de Matías, se
sintió preparado para abrir el bonito reloj y los mil recuerdos que le
aportarían de su abuela, de la casa familiar y de los buenos ratos allí
compartidos.
Nada más abrirlo le pareció sentir el aroma de Rosario, como si al
vivir tan cerca de ella, la madera se hubiera impregnado de su esencia.
Retiró con mucha cautela el cristal superior que abarcaba todo el
frontal, dejando a la vista la gran caja con la esfera del reloj en el centro,
el péndulo inmóvil y una pequeña ranura donde, desde siempre, se guardaba la
llave, imprescindible elemento para poner en marcha el aparato.
Matías, completamente concentrado, se detuvo, acarició las frías
agujas y pasó las yemas de los dedos por el canto redondo de la esfera de fino
alabastro, hasta acarició con ternura el péndulo como animándolo a ponerse en
marcha. Al buscar en la ranura donde
habitualmente se encontraba la llave notó una cierta resistencia. Lo achacó a
la humedad y al tiempo pasado desde que se hubiera realizado la última limpieza
del aparato. Gracias a un fino bisturí logró extraer algunas fibras de madera
vieja y ampliar la falla hasta poder introducir uno de sus hábiles dedos. No
encontró llave alguna. Hurgando más profundamente, tropezó con un sobrecito que
extrajo con ayuda de unas largas pinzas.
Bajo la luz de flexo y con enorme
cautela sacó una cuartilla
plegada en varios dobleces. Las manos le temblaron de la emoción y le llevaron
a sentir que no estaba solo en la habitación, porque además el aroma de la
abuela Rosario se le hizo mucho más patente.
Abrió despacio el mensaje sintiendo que el momento lo merecía. El
texto era corto pero la sorpresa que se llevó al leerlo enorme:
Teresa F.
Además del nombre, lo tenía todo para ser princesa: el cabello largo rubio y ligeramente ondulado, unas ligeras pecas en la nariz y los ojos claros.
Sería por eso por lo que, de todas mis compañeras de infancia, es la única que me quedó en el recuerdo.
Como vivíamos en la misma manzana yo adelantaba mi horario matutino para esperarla, cada día a la misma hora, en la puerta de su casa, para caminar juntas el corto trayecto que nos separaba de la escuela.
Teníamos nueve años, éramos compañeras de curso, soportábamos a las mismas horrendas maestras, estudiábamos los mismos libros y proveníamos de familia numerosa, pero ante ella, yo me sentía eclipsada por una especie de fascinación amorosa. Sencillamente, la adoraba.
Aurora, era mi princesa, la que se lucía en las funciones escolares con el precioso hábito de la virgen María. Elegida por rubia, por su cabello largo y sus ojos azules. Yo, por el contrario, con mi pelito corto, lacio y escaso, color castaño y ojos avellana, debía contentarme con el papel de narradora.
¿Cómo nunca me percaté de quién era realmente la protagonista de las funciones? Mientras Aurora permanecía hierática en escena yo, en primera línea, sobre una tarima, detrás del atril, defendía una preciosa narración que a todos conmovía. Con vestido nuevo o con el arreglo realizado por la modista de uno de los trajes de mis hermanas, lucía mis mejores galas. Valiente, decidida, sin que me temblara un ápice la voz, leía convencida de que todas las miradas iban destinadas a mi querida amiga.
Su casa, tan sencilla como la nuestra, siempre me parecía diferente. Encontraba que en ella se podía reír más fuerte, sin miedo a molestar a nadie. Su madre nos recibía, siempre, con los brazos abiertos y nos ofrecía el mejor pan y chocolate. Nunca hacía falta pedir permiso para acometer los juegos más disparatados y ruidosos.
Era todo tan distinto a lo que yo estaba acostumbrada que observaba asombrada aquel caos ordenado, en que las carcajadas me sonaban más alegres, las bromas menos pesadas y el trato familiar más bullanguero y risueño.
Que la cama del que estuviera enfermo pasara a ocupar un lugar privilegiado en el salón, me parecía el colmo de los colmos. De esta forma, me aclararon, siempre estaba acompañado por unos o por otros y si no, estaba la radio, y más tarde, la televisión para hacer más soportables aquellas tediosas horas sin colegio.
Estaba habituada a penar una gripe o un resfriado adormecida en mi cama, con apenas un par de cortas visitas que, desde la puerta, preguntaban en susurros si me iba a levantar a comer. Dicen mis hermanas que todo esto me lo he inventado y que no es verdad que en nuestra casa se viviera así la enfermedad.
¿Quién soy yo para contradecirles, acaso sufrieron ellas mis enfermedades? ¿Quién manda en el olvido o en los recuerdos de nadie?
Puede ocurrir, tal vez, que mi princesa querida y mi mejor amiga no fuera Aurora y yo, en realidad, pasara por mi propia infancia sin enterarme.
Pero no, porque me vienen a la mente los medios días en que se nos hacían cortísimos los regresos del colegio de tantas cosas que teníamos que contarnos, como si el tiempo del recreo, los papelitos pasados en clase o los juegos de la tarde no fueran suficientes y apurábamos los minutos llegando a casa para acompañarnos de una vivienda a la otra, en un juego interminable en el que parecíamos una pareja de enamoradas incapaces de despedirnos.
Seguimos hilando durante el curso escolar, los juegos por la tarde en su casa, con paseos para hacer mandados, porque entonces en las calles no vivían los lobos y los coches eran menos veloces. Y aunque las calzadas no estaban asfaltadas, al menos las de mi barrio, siempre había mil motivos para salir a jugar y planear nuevas aventuras.
De pronto, en un momento dado, mi princesa se volvió misteriosa. Mi Aurora de cabellos rubios y ojos claros me fue enredando en una trama de la que aun no he conseguido liberarme.
Un día empezó a contarme una historia. Un relato de algo importante que su familia estaba viviendo. Estaban implicadas personas que tenían que ver con ellos pero que yo no conocía. Seguramente fue una historia con un toque morboso y prohibido que logró atraer mi atención desde el primer momento.
En cada ocasión de nuestros paseos colegiales, fue aumentando con fragmentos su devenir, como aquellos capítulos interminables que seguíamos en la cocina durante la emisión de la radionovela.
Poco a poco me fue descubriendo acontecimientos de aquella familia, para mí, desconocida.
Con toda mi inocencia fui creyéndome a pie juntillas lo que escuchaba, de tal forma que empecé a relatárselo a mi familia. Si Aurora era capaz de atraparme con una historia ajena a mi vida, por qué no iba a ser yo la protagonista, durante la comida del medio día, relatando aquellos capítulos ya sabidos y todos los que, suponía, estaban por llegar.
Así fue como iniciamos esa transmisión. No hicieron falta redes sociales… Aurora me mantenía en vilo y yo transmitía esa emoción a los míos.
En la puerta de su casa o en la mía se despedía diariamente con unos puntos suspensivos…
No sé cuánto tiempo transcurrió, si fueron solo unas semanas o duraron meses. Por la calidad del recuerdo debió ser un periodo importante. Solo sé que, de repente, un día algo pasó y Aurora, mi princesa, mirándome a los ojos con una mirada fría no exenta de desafío exclamó: “Bueno, chica, lo siento, todo lo que te he estado contando hasta ahora, es una gran mentira”, y dignamente se dio media vuelta y se metió en su casa.
Incapaz de moverme, mis sentimientos por Aurora, se hicieron añicos.
Con qué rostro me vieron llegar a casa para que nadie preguntara por la continuación del culebrón relatado hasta el momento. Nadie expresó una mala palabra sobre la ingrata princesa ni quiso saber más de ella o de su familia.
No volví a verla. ¿Desapareció acaso, aquel día, de mi vida? ¿De mi escuela?
Probablemente no fue nunca una princesa digna ni de su nombre, ni de un cuento malévolo de Disney.
¿Por qué de todas las compañeras que tuve en el colegio, es el recuerdo de la traición de Aurora el que más se quedó grabado en mi memoria? ¿Dónde quedaron nuestros ratos de juegos y de risas compartidas, no pesaron acaso más que sus mentiras?
La princesa desapareció del barrio, incluso de la ciudad. Tal vez sí que traspuso el largo pasillo hasta la torre del castillo, donde la esperaba el huso mágico, se pinchó con él y durmió un sueño del que nunca nadie se molestó en despertarla.
xiuxiucards.com - @xiuxiucards
De nuevo volvimos Vicky y yo a contar cuentos. esta vez fue a la clase donde ella lleva colaborando desde hace un tiempo, se trata de un aula especifica del colegio Ave María San Cristobal.
Como hacemos siempre llevamos un programa previsto abierto a las modificaciones que se puedan producir y en este caso como la participación fue tan grande y variada quedamos muy satisfechas de los resultados al ver como desde el primer minuto los chicos y las chicas se lanzaron a contar cuentos a la clase.
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Vicky en acción con el cuento La casa que Pedro ha construido |
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Laura encantada de colaborar con Vicky con el cuento del chupete de Gina. |
( El Verdugo 2)
Se alzó rápido del lecho, atento, expectante, preparado ante cualquier contingencia. El silencio roto por la alarma luminosa le condujo a los movimientos precisos que correspondían a una situación extrema.
La temida lluvia de meteoritos había llegado.
Se percató de su desapego y de la poca atención prestada a las noticias de los últimos días. Como un autómata se aproximó al primer armario que, como correspondía e esta anómala situación, permanecía abierto.
Extrajo primero una luz frontal que le facilitó el desplazamiento por la estancia escasamente iluminada, después procedió a registrar el arcón de emergencia, situado en el primer estante del mueble. Conocía perfectamente su contenido sin necesidad de verlo, gracias a los ejercicios cien veces repetidos de salvamento, que establecían los protocolos gubernamentales que permitían a la población enfrentarse a la situación actual.
De la caja de alimentos desecados e liofilizados extrajo una de las burbujas hidratantes, comestibles, del tamaño de una pelota de tenis. Era justo lo que necesitaba para paliar la sequedad producida por un conato de pánico.
Una tormenta de meteoritos no era algo habitual, se daba una vez cada cuatro lustros y solía tener consecuencias devastadoras.
De manera mecánica, fue extrayendo la ropa del armario. Descartó el uniforme de trabajo que lo señalaría, peligrosamente, ante una población alterada. Era preferible y además recomendable pasar desapercibido. Adoptó, por tanto, el traje habitual de la mayor parte de la población de Urno y en breve terminó de vestirse.
Dos comprimidos vitamínicos y otra capsula de humedad le dejaron listo, en la medida de lo posible, para enfrentarse con la tarea del día.
No quiso indagar más allá de lo que le esperaba. El acto de la doce en el Gran Ronpoint podía ser cancelado, pero no le eximía tener que presentarse en el lugar, por encima de todas las tormentas que hubiera sobre el planeta.
Apoyó la mano derecha en la puerta permitiendo que el mecanismo previsto para las situaciones de emergencia la abriera. Cuando había que proceder con el menor gasto energético, los pertenecientes a su casta sabían muy bien cómo hacerlo.
En el descansillo de la escalera se enfrentó con el desconcierto inhabitual, de tener que usar las escaleras mecánicas. Era impensable coger el ascensor. Realizó la subida al nivel menos cuatro del edificio cruzándose con algunos vecinos cuya palidez extrema indicaba su preocupación ante la situación.
Se movió con soltura desplazándose con rapidez. Aunque había calculado que el trayecto, a la Gran Plaza, sería más largo que de costumbre, estaba seguro que había salido con el tiempo adecuado. Antes de abandonar su habitación se había procurado un móvil y un diminuto auricular que colocó en su oído izquierdo, aparato encargado de transmitirle las órdenes pertinentes sobre su tarea.
Normalmente los Ejecutores como él, no conocían su trabajo hasta escasa horas, y a veces minutos, antes de realizarlo. Sólo se fijaba el momento y por lo general, era un holograma en el bólido espacial quien le informaba del nombre de la persona y los delitos por los que había sido condenado.
Se apresuró a coger una línea de metro. En el arcén, entre los escasos pasajeros presentes, destacaba la presencia de los uniformes verdes oliva de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Polisenado.
La rotura del campo electromagnético, provocado por la tormenta de meteoritos, hacía imposible que los vehículos oficiales despegasen de las bases y se demandaba a la población que trabajara desde casa o recurriera a los transportes públicos.
Acarició su vestimenta naranja que le uniformaba frente a la masa. La habitual para aquel día, el uniforme color mostaza, llamaría demasiado la atención y le hubiera puesto en una situación comprometida por parte de algún fanático contrario a la pena de muerte.
En la parada de Maizka Lominosa «primera lideresa de la revolución terrícola» su móvil le transmitió el nombre de la persona a la que tenía que ajusticiar.
Fue el único momento, de su vida, en el que se alegró de poder confundirse con la masa. No sólo la ropa le concedía el anonimato, si no que era consciente de que las cámaras, colocadas en miles de puntos invisibles de la estación, no estaban operativas.
Su corazón empezó a latir con un clamor insoportable. Sus manos se humedecieron. Su piel empezó a tornarse pálida. Se sujetó con tanta fuerza al asiento que casi le dolieron los nudillos.
Durante las cuatro paradas siguientes intentó relajar su respiración y calmar su angustia. El auricular continuó informando de los cargos por los qué había sido condenada. ¿Cómo era posible?, ¿ella? Por un momento tuvo su imagen delante, sus ratos de charla. ¿Ella? Compañera de trabajo, de formación en la Alta Academia. Habían compartido momentos de confidencias, entrenamientos, se sabían los mejores en su ramo, se desafiaban jugando a paralizar sus emociones, en acallar los estados emotivos de sus pieles, en aclarar sus pensamientos, en someter sus dudas. Habían reído. Incluso atrevidamente se habían acariciado.
El veredicto, traición al estado y ocultación de pruebas.
Entendió perfectamente lo qué esto implicaba. Era consciente de que una autocracia acaba por eliminar a todos aquellos que cuestionen su autoridad, aunque sea por un comportamiento inapropiado, en solitario, al escapar de la cotidianidad establecida por la Norma.
Tuvo claro que él sería el siguiente.
Se estaban divirtiendo por haberle destinado esta tarea.
El túnel, por el que estaban pasando, era largo y oscuro, aunque alguna luz centelleante entre sus muros indicaba la presencia de habitantes del inframundo. Conocía su existencia, los poderes fácticos necesitan la presencia de una casta sometida, carne de cañón a la que echar mano, para los trabajos más esclavos y con la que experimentar en esta era de debacle.
En un primer momento desechó la idea por absurda, aun siendo consciente de que su vida había dejado de ser importante.
Aquellas imágenes miserables se le aferraron a la mente como una obsesión. Aunque nadie librara a Mara de una muerte segura, podía evitar la inmediatez de la suya.
Tal vez era preferible vivir libre a seguir sometido.
En la siguiente parada, haciendo una finta, simulando que perdía el equilibrio, dejó caer su móvil en la bolsa de una señora que casi atropella con su gesto. El auricular como por descuido se estrelló contra las vías del metro y amparándose en la marea que salía de los vagones, la confusión y el despiste de los guardias aceitunados se perdió, con premura, por el interior de los túneles...
(El verdugo 1)
No necesitó timbre. Su mente le mandó al cerebro las
señales pertinentes para que supiera que era el momento de alzarse de la cama.
Hoy era el día. Se mesó su pelada cabeza y en un gesto innecesario, pero mil
veces repetido, levantó el brazo y al instante la sala se inundó de luz. Se
aproximó a uno de los paneles del cubículo y los muros opacos se transparentaron
dejándole ver un amanecer indescriptible. El sol inundó hasta el último rincón
de la estancia.
Sus pensamientos
se organizaron con rapidez mientras se desplazaba a un rincón del cuarto, donde una
puerta armario se abrió de forma automática mostrándole el impecable uniforme
que, hoy, debía colocarse. Todo estaba medido y controlado. El gran Ordenador Central
se ocupaba de esas menudencias cotidianas que antes costaran tantos esfuerzos.
En la encimera de aluminio, que ocupaba una de las paredes de la sala, un vaso de cristal de bohemia le esperaba con un batido verde pistacho, repleto de proteínas, vitaminas y sales minerales. Como tenía por costumbre se lo llevó a los labios y sin aprensión tragó un sorbo, el líquido anodino, de forma inesperada, le trajo a las papilas el aroma del café recién molido. Se quedó paralizado ante tal pensamiento y, por un momento, algo parecido al miedo le correteó por las venas.En la pared que reflejaba su figura se contempló tal como era: alto, fuerte, un metro noventa de estatura, cabeza esférica libre de cabello, incluso carecía de pestañas, sus pabellones auditivos, atrofiados, eran apenas unos apéndices decorativos. Lo inútil había sido suprimido en la propia evolución de la especie.
Casta Diva, de «Norma», una de sus arias preferidas, flotó en el ambiente, le bastaba desear una cosa para obtenerla.
En el ascensor acristalado que le llevó al exterior, terminó de ajustarse el cuello del ropaje especial que definía su trabajo. En la puerta del enorme edificio uno de los bólidos oficiales sin conductor, le esperaba. Sus puertas se abrieron al aproximarse.
Nada más ocupar su asiento, el vehiculó con un suave ronroneo se puso en marcha hacia su destino. Mientras el coche se desplazaba entre un enjambre de trasportes diversos y edificios acristalados, el holograma oficial le presentó el caso del día.
Cansado de la burocracia a la que se habían visto sometidos últimamente los profesionales de su ramo, miró sin ver la imagen que se le presentaba.Su carrera había sido meteórica, aunque había tenido que demostrar, siguiendo una serie de rigorosísimos exámenes que estaba preparado para ello. Al contrario de la mayoría de los habitantes de la casta superior de Urno, «planeta perteneciente a la galaxia de Aztia» él formaba parte de los que no manifestaban nunca sus sentimientos. Los demás mortales, si eso se les podía llamar, no poseían esa propiedad y palidecían en momentos de angustia, se ruborizaban ante situaciones delicadas, su piel se tornaba violeta ante la ira o el descontrol y mostraban un verde aceitunado ante la satisfacción. Él, cómo los gobernantes del «Polisenado» controlaba de tal manera su mente que podía realizar su tarea sin la más mínima alteración de su epidermis.
Extrañamente aquella mañana no era verdad, ya que cuando por fin se fijó en la imagen que tenía delante, empezó a sentir como las puntas de sus dedos, sin uñas, se estaban comenzando a blanquear. Sabía que el interior del vehículo estaba acondicionado para conocer en cada momento sus reacciones y analizar el más mínimo gesto: sensores que medían su temperatura corporal, cámaras que controlaban sus facciones, pulsímetros atentos a la modificación de su ritmo cardiaco, a su tensión, a los cambios de humedad.
Consciente de lo que estaba viviendo, con el hábito de tantos años aprendido, pudo corregir su propio pulso y se enfrentó con el informe. Hoy a las 12 horas en la Gran Plaza Ronpoint debía llevar a cabo la ejecución más difícil de su carrera. Su compañera de trabajo con la que había tenido tantas horas de discusión y consuelo caería bajo su mano.
Bajó contrito la cabeza, no se planteó negarse, era consciente de que su propia sentencia de muerte estaba ya firmada.
Ortuella (Vizcaya) España.
23 de Octubre 1980.
10 horas de la mañana.
En las aulas voces de niños, juegos de mesa desparramados, lápices
y plastilina de colores, murales de láminas plastificadas; tablas matemáticas del
1 al 9, enormes mapas físicos de ríos y montañas. Fotos del rey. Negras
pizarras.
11 horas de la mañana.
Viento suave, limpio cielo de nubes. Risas livianas. Ecos repetitivos
de canciones infantiles. Caminatas traviesas por los pasillos. Baberos
desmayados sobre las perchas. Balancín estático en el patio. Pelota solitaria
en el arenero. Relativo silencio.
VIDA
Explosión de gas, terrible accidente, confusión, tremendo
destrozo. Vocerío, gritos… avisos: ¡al colegio! ¡El colegio! Gente en
movimiento. Carreras sin sentido y el caos, enorme caos. Mesas sobre mesas,
paredes y cristales rotos, escombros, polvo gris, espeso y amenazante.
13 horas de la mañana.
Sirenas alborotadoras, policía, bomberos, lugareños desesperados y
expectantes. Más gritos. Aullidos, llantos de niños. Miedo, mucho terror ante
la posible escena. Preguntas sin respuesta, respuestas sin preguntas: ¿Mi hijo?
¿Mi nieta? ¿Tu sobrino?
MUERTE
En su cementerio criaturas durmientes para siempre, ¡qué
tristeza!, para siempre.
Después de 24 años, Ortuella en permanente luto diario.
Son las 10 de la mañana de un año que comienza. Un año redondo, completo, que ya se anuncia esquinado. No habrá libretas, agenda, ni folios en blanco para anotar los propósitos habituales en estas fechas, no habrá una sola línea… nada, mientras no corrijamos los errores del pasado.
Aquí, desde esta habitación,
mientras comienza a entrar el sol de invierno los convoco, a los tres, a los
tres grandes, los tres Pablos. Viajeros incansables, artistas, habitantes de
diferentes rincones del planeta. No llegaron, si acaso, a conocerse y si lo
hicieron es lo mismo, no es eso lo que nos ocupa, o al menos lo que me ocupa
hoy, aquí, en mi sala de trabajo.
No habrá concierto de año
nuevo, no lo quiero. No quiero valses vieneses ni señoritas edulcoradas en sus
trajes de fiesta, me quedo con los
acordes del Himno para la paz de Pau Casal, compositor reconocido por su activismo
en la defensa de la paz, la democracia, la libertad y los derechos humanos. Con
los acordes de su música los sigo convocando, a cada uno en su lugar del mundo,
cada uno el primero en lo suyo, artes tan distintas, tan diversas y sin
embargo, unidos los tres por el mismo deseo…
Mientras, admiro la pintura
que el Pablo, el otro Pablo, el chicuelo malagueño que pintarrajeaba guijarros
a la orilla de un mar que no era el suyo, llenaba de carboncillo cualquier muro
encalado para acabar, un día, creando esa increíble litografía conocida como
la Paloma de la Paz… No fue la única
paloma, hubo muchas palomas, 20, 30… ¿quizás más? Dibujos, grabados, pinturas,
a veces cuatro trazos livianos en un simple papel, tras una búsqueda perenne.
Así se declaraba pacifista, con este
símbolo que sería ya para siempre el nuestro. La paloma; una llamada a la Paz,
el Guernica; un grito desgarrador del después, para mostrar los desastres de una guerra. Recordar para no
repetir.
Pájaros… Pintó suficientes
pájaros para llenar cien cielos, cómo si no hubiera suficientes aves en el
planeta para que no llegara su mensaje:
"La pintura no fue
inventada para decorar las casas. Es un arma de guerra para defenderse del
enemigo", decía.
Y volando, en mi mente nueva
de año nuevo, que parece viejo ya de tan masacrado, atravieso continentes para
llegar a Chile… donde otro Pablo, ¡Pablo querido!, que acompañó mis dudas y
llantos adolescentes, fiel amigo a la puerta de una mano, tardes de amor, melancolía, risas ante cebollas odalificadas,
recurso perenne de belleza, ¿qué decirle?
Yo también puedo llorar los versos más tristes esta noche y los seguiré
llorando mientras acompaño, en la calle, las luchas cotidianas que reclaman la
Paz.
Poeta grande, pacifista,
concienciado.
Con los ecos del chelo de
Casal, dejándome acariciar por el vuelo
ligero de la paloma picassiana, releo una y mil veces el hermoso poema de
Neruda:
Oda a mis amigos defensores
de la Paz, guerreros contra el odio y la barbarie. A su manera cada uno, con su
arma personal: su chelo, su pincel o su pluma.
Los tres se fueron el mismo
año… Nonagenarios los dos Paus, el otro Pablo, herido de muerte por el golpe de
estado chileno, decidió tal vez, abandonarnos antes de tiempo. Es posible que
los otros Pablos le estuvieran llamando desde donde quiera que acaben los
grandes maestros, para hacer juntos aun algo más para terminar con estas
malditas guerras y quienes las consienten.
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