Se enamoró de mí nada más verme. Me
lo contó después una y otra vez, que si fue mi color naranja, que si mi chasis,
que si mis ruedas, que si la potencia del motor, que si lo bien que tiraba por
la montaña… Un no parar de halagos. Me puso de nombre “Naranjito”, ¡claro! se
le ocurrió comprarme cuando el Mundial del 82.
No me dijo la que le armó la parienta
por la compra, que si no había dinero, que si estaba loco, que si ahora que
iban a tener un crío. No hacía falta, desde la acera del bloque donde vivían,
en la Chana, escuchaba los gritos. No era difícil, un primer piso en verano y
con todas las ventanas abiertas,
debieron de enterarse hasta en Puerta Real.
Después de la bronca sin más, nos
fuimos solos al pantano, me rascaba las marchas con rabia y me zarandeó por los
estrechos caminos de la estación de Calicasas. Refunfuñaba y gritaba como un
poseso, ahí fue cuando empezó a hablarme: “que no se entera, que contigo estoy
en el trabajo en un volao, que los domingos nos venimos al Cubillas a tomar el
aire con la tortilla y el pollo empanao”. De repente se le cambió de humor y
exclamó jubiloso: “Has visto la cara que se le ha puesto al cuñao…” Y soltó tal alarido de risa que al coger un
bache, de improviso, casi volamos.
Maricarmen, la parienta, se fue
calmando y él, fue poco a poco haciendo conmigo un tándem inquebrantable.
Cómo me cuidaba, la de horas que
dedicaba a limpiarme con esmero deteniéndose en cada uno de mis entresijos,
pasándome un trapito húmedo primero y una gamuza después hasta que quedaba
brillante brillante. En esta operación se iba calmando mientras mascullaba y me
hablaba del hijo puta del jefe que le había hecho una trastada y, de lo cara
que estaba la gasolina y, que si la última letra se le estaba atragantando y,
que vaya noche le había dado el bebito… así, hasta que me fui haciendo
imprescindible en su vida.
Pasaban los días, y los meses, me
presentaba con orgullo ante los colegas
de su trabajo: “Mi Naranjito” decía, y
chuleándose añadía: “Coge los cien en quince segundos, gasta poquísimo, hasta a
Maricarmen le está empezando a gustar esto de pasearnos por la Alfaguara o el
Parque de invierno”.
Qué tiempos, siempre atento a mi menor muestra de flaqueza. Cuántas aventuras
pasamos juntos, cuántas risas, cuántas canciones entonaba con su ronca voz mientras
yo le acompañaba con el rugido del motor. Cuántas rutas, difíciles unas,
maravillosas otras, durmiendo, a veces bajo las estrellas cuando se nos había
echado la noche encima. Con aquellos monólogos
que se marcaba, hablando de su infancia, de su madre muerta, de ese
padre ausente…
Si se ponía melancólico me acariciaba con suavidad el salpicadero, si se
enfurecía se aferraba con tanta fuerza al volante que a veces, hasta a los dos,
nos dolía.
Pasaron los años, se acabaron las
letras, vinieron dos críos más que saltaban sobre mis asientos y me dejaban la
tapicería llena de churretes y desgarrones. Ya no miraba tanto por mí.
Empecé a renquear y entonces vinieron
las revisiones, los expertos, el peregrinaje de un lugar a otro y su rabia. Esa
rabia que me llegaba cargada de ira y de desprecio. A veces hasta se liaba a
patadas con mis llantas.
No sé cuando dejé de serle
importante. Se fijaba en otros coches, en otras marcas, comenzó a preguntar
precios, a hacer cuentas, a discutir de nuevo con Maricarmen. Notaba con
pesar su ausencia durmiendo semana tras
semana, solitario, en el garaje. Cuánto abandono. Qué pronto me dejó tirado.
Lo peor, no lo sabía aun, estaba por
llegar. Siempre imaginé que acabaría mi existencia en un desguace con mis
compañeros de fatigas, hablando con unos y otros de nuestras andanzas,
contándonos los kilómetros recorridos, las aventuras. Soñaba que me colocarían
encima de un poste haciendo de anuncio del local, muy alto para que en mi vejez
viera el mundo desde arriba.
Quiero pensar que no ha sido él quien
lo ha elegido, que ha sido el azar o la mala suerte. Aquí estoy, boca abajo,
mis lunas delanteras destrozadas, las puertas machacadas, inservibles, oigo
mencionar a los que me rodean que trabajar con nuestros cadáveres maltrechos les
prepara para salvar vidas.
Los veo acercarse vestidos con
extraños uniformes amarillos y naranjas, con el anonimato que le dan sus
cascos, gafas y guantes de protección para evitar que nuestras esquirlas les
destrocen. En sus manos rechinan potentes sierras y abren las cizallas sus
dentaduras, la soldadora ruge a toda potencia. Pronto empezarán a cortar mi
chapa naranja. La sirena de la alta torre suena, mientras olvido mi nombre y
con él a mi dueño.
Teresa F
Mas aplausos para otra historia fantástica. ¿Para cuándo ese libro?
ResponderEliminarEn ello estoy, releyendo y ordenando.
ResponderEliminarBien!👍
ResponderEliminarMuy bueno el naranjito!!!
ResponderEliminarHola, qué sorpresa encontrarte por aquí.
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