—Aprendiste a hacer
acrobacias antes que a caminar— le decía Tomaso cada vez que ella desfallecía
ante la dureza de los ensayos. Y juntos repetían como en una cantinela—.
Volatines a los cuatro, piruetas a los cinco, volteretas a los seis…— y
acababan en una carcajada cómplice en un juego que, de frecuente, resultaba
archisabido.
Ioana era morena y
delgada, de cuerpo ágil y miembros delgaduchos, capaces de los más complicados
saltos desde su más tierna edad. Nieta e hija de trapecistas, romaní, de
generaciones circenses que hacían de su vida un largo trazado por el mundo.
De su abuelo Tomaso,
aprendió la concentración y la fuerza, de Katia su abuela, descubrió la magia
de la lectura, y de uno y de otro fraguó lo que serían sus dos mayores pasiones
en los primeros años de su vida.
La chiquilla
resultaba atrevida y audaz en el trapecio, siempre queriendo llegar más lejos,
hacer el ejercicio más difícil, para entusiasmo de sus mayores y angustia de
sus hermanos con los que compartía número, y no veían con buenos ojos que la
pequeñaja pusiera en peligro el éxito del espectáculo. Por el contrario, en su
vida diaria, Ioana se mostraba tímida y reservada, buscaba la soledad antes que
tratarse con otros niños del circo y aprovechaba cualquier descuido para
escapar de sus obligaciones domésticas y correr a esconderse en las páginas de
un libro.
A los siete años
debutó por primera vez en las alturas. Katia le cosió, para la ocasión, un
precioso maillot blanco con lentejuelas plateadas, una ligera faldita de tul
completaba el atuendo. Bajo la atenta supervisión de sus dos compañeros realizó
una actuación tan brillante que el público de pie, la aclamó con lágrimas en
los ojos. La vieron tan menuda, tan frágil, tan ligera. Literalmente voló de un
columpio a otro, de un trapecio al siguiente, finalizando el número con una
doble pirueta, para ser impecablemente recogida por los brazos de Francesco, el
hermano mayor. El éxito fue tan grande que desde ese día la denominaron como
«Ioana, El Ángel del Trapecio» y así constaría, desde ese momento, en la
cartelera del espectáculo.
Aunque le gustaba la
vida del circo, echaba mucho de menos a su madre, sin entender muy bien porqué
desapareció un día de sus vidas, dejando a su padre transformado en una persona
rencorosa y amargada que no soportaba verla leyendo, convencido de que los
libros acabarían por llenarle la cabeza de ideas extrañas y terminaría también
dejándolos.
A la chiquilla, lo
que más le asombraba era el desconocimiento de las ciudades por las que
pasaban. Nunca había ocasión para visitarlas, primero porque era demasiado
pequeña y más tarde, al comenzar su adolescencia, porque los hombres de su
familia la protegían como leones, impidiéndole salir del perímetro del circo.
Ioana satisfacía su curiosidad con la lectura, preguntaba a Tomaso, apuntaba en
un cuaderno especial, e iba atesorando imágenes de bellos lugares y paisajes
que a pesar de no haber visto nunca, sabía que escondían los más increíbles
tesoros; Timisoara, Brasov, Cluj-Napoca, Iasi... Más tarde conforme fueron
traspasando fronteras se extasiaba ante los sonoros nombres de lugares, soñaba
que un día conseguiría perderse por sus avenidas y acabaría comprendiendo
nuevas lenguas que al oído le resultaban tan extrañas y melodiosas.
Fue en Debrecen
donde Ioana descubrió la que sería su tercera pasión. En las afueras de esta
bella ciudad húngara, el Circo Josue, su circo, se asentó vecino a la feria.
Esa tarde de primavera, la muchacha atraída por la música desconocida de un
carrillón, vio por primera vez al joven Martín, de origen rumano como ella, quien
con sus diecisiete años, sus cabellos rubios, sus ojos verdes y su alegre sonrisa,
se ocupaba de un precioso tiovivo. Mientras la chica miraba embobada los
carricoches, Martín la miraba a ella. Con un gesto la invitó a que subiera, y
allí descubrió un precioso alazán con una estrella en la frente y crines de
color casi blanco. Antes de que el chico
se acercara a ayudarla ya estaba la niña encaramada al caballo, lo acarició con
una enorme sonrisa y emocionada se dijo en voz alta:
—Te llamarás
Trapecio y serás siempre mi favorito.
En el primer viaje
permaneció tranquila, absorta al sonido de la música, al suave balanceo del
columpio, al bisbiseo de la multitud, al calidoscopio de cristales que
reflejaban las luces y el gentío. En el segundo se levantó, para asombro de la
chiquillería, y de pie sobre el caballo, comenzó a hacer las más increíbles
piruetas. Se sentía la criatura más
feliz de la tierra. Martín la miraba entre entusiasmado y precavido, aquella
muchachita, de apenas catorce años, de figura liviana y ropajes extraños,
poseía una gracia inigualable. Las familias, que esperaban a sus niños,
aplaudieron al verla, hasta la aparición de Francesco que la sacó de allí de
malas maneras.
Ioana soñaba por las
noches con sus dos trapecios. Volar en el aire era una cosa inigualable, pero
su caballito le traía el aliciente de escapar algún día de ese circo que
empezaba a aprisionarla, de esas faldas largas y angustiosas que le obligaban a
usar y de la vigilancia a la que le sometían sus mayores ante cualquier atisbo
de libertad. Ansiaba correr por otros campos, otras praderas, chapurrear otras
lenguas, conocer otra gente, reír en otras miradas.
Desde aquel día se
hicieron costumbre sus escapadas casi cotidianas al tiovivo. A veces Martín lo
ponía en marcha sin música y sin luces y amparados en la oscuridad de la noche,
cabalgaban uno al lado del otro y se contaban sus sueños. Otros días, los menos,
volvía a hacer piruetas y saltaba de un caballo a otro entusiasmando a un
público que esperaba aburrido, mientras sus hijos giraban en ese absurdo juego
de la vida.
A pesar del trasiego
del circo, del deambular de un lugar al otro, Ioana y Martín no perdieron el
contacto. Se escribían cartas que, a veces se escondían en los entresijos de
los caminos. Cada misiva iba acompañada por una foto de Trapecio en una ciudad
diferente que se iba añadiendo al diario que la chica comenzó a escribir el día
que conoció a su caballito. El muchacho, con su mala letra, le hacía un resumen
de cómo iba todo, sus aventuras y desventuras, el paso difícil por algunas
fronteras, su desesperación ante los malos tiempos y su preocupación ante el
deterioro continuo de su precioso carrusel. Nunca olvidaban acabar las cartas
con un mensaje de esperanza: «Ya mismo nos encontramos en un nuevo destino».
Ioana cumplió 16
años. Era una esbelta y bella muchacha que para desconsuelo de los hombres de
su familia se había cortado su larga cabellera en un arrebato de rebeldía,
dejándose una melenita corta y rizada que le confería un aire de niño travieso.
Su abuela desde la cama, enferma, la miraba con dulzura. Cómo no comprender lo
que es el encierro de un circo y de una vida prisionera.
Tomaso la miraba a
los ojos mientras la preparaba para el espectáculo. ¡La conoce tan bien! La
sabe distraída en los últimos tiempos. Le espolvorea las manos endurecidas por
los ensayos y le repite la frase que ambos dicen siempre antes de salir a la arena:
«¡Cuando se está en el trapecio, se está en el trapecio!». Ioana, sabe bien lo
qué significa, cualquier distracción allí arriba puede significar la muerte o
una lesión irreparable.
La muchacha se
siente al límite de sus fuerzas, ha recibido carta de Martín comunicándole que
va a dejar la vida de feriante y se alista en el ejército. No le dice quién
cuidará de su caballito, ni con quién va a soñar para escapar un día del circo.
No se siente con fuerzas para enfrentarse a su familia. Tomaso su único aliado,
está tan mayor... Katia, seguramente no pasará del invierno. No quiere ocupar
el lugar de su abuela.
Reza a su madre para
que se acuerde de ella mientras va subiendo la escala que le conduce a las
alturas. Una lágrima se le escapa. Lo tiene decidido «esta será su última
actuación», a pesar de que le gusta volar en el trapecio, a pesar de que la
vida en el circo es lo único que conoce. Mira a Francesco que le observa
expectante sospechando que algo está ocultando y se concentra en la frase del
abuelo.
«No hay más trapecio
que éste, hoy, ahora», se dice. Y comienza a volar…
El público se
levanta sobreexcitado. Grita tan fuerte que Ioana se asombra…
«¿Por qué no
aplauden?»
Teresa Flores
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