( El Verdugo 2)
Se alzó rápido del lecho, atento, expectante, preparado ante cualquier contingencia. El silencio roto por la alarma luminosa le condujo a los movimientos precisos que correspondían a una situación extrema.
La temida lluvia de meteoritos había llegado.
Se percató de su desapego y de la poca atención prestada a las noticias de los últimos días. Como un autómata se aproximó al primer armario que, como correspondía e esta anómala situación, permanecía abierto.
Extrajo primero una luz frontal que le facilitó el desplazamiento por la estancia escasamente iluminada, después procedió a registrar el arcón de emergencia, situado en el primer estante del mueble. Conocía perfectamente su contenido sin necesidad de verlo, gracias a los ejercicios cien veces repetidos de salvamento, que establecían los protocolos gubernamentales que permitían a la población enfrentarse a la situación actual.
De la caja de alimentos desecados e liofilizados extrajo una de las burbujas hidratantes, comestibles, del tamaño de una pelota de tenis. Era justo lo que necesitaba para paliar la sequedad producida por un conato de pánico.
Una tormenta de meteoritos no era algo habitual, se daba una vez cada cuatro lustros y solía tener consecuencias devastadoras.
De manera mecánica, fue extrayendo la ropa del armario. Descartó el uniforme de trabajo que lo señalaría, peligrosamente, ante una población alterada. Era preferible y además recomendable pasar desapercibido. Adoptó, por tanto, el traje habitual de la mayor parte de la población de Urno y en breve terminó de vestirse.
Dos comprimidos vitamínicos y otra capsula de humedad le dejaron listo, en la medida de lo posible, para enfrentarse con la tarea del día.
No quiso indagar más allá de lo que le esperaba. El acto de la doce en el Gran Ronpoint podía ser cancelado, pero no le eximía tener que presentarse en el lugar, por encima de todas las tormentas que hubiera sobre el planeta.
Apoyó la mano derecha en la puerta permitiendo que el mecanismo previsto para las situaciones de emergencia la abriera. Cuando había que proceder con el menor gasto energético, los pertenecientes a su casta sabían muy bien cómo hacerlo.
En el descansillo de la escalera se enfrentó con el desconcierto inhabitual, de tener que usar las escaleras mecánicas. Era impensable coger el ascensor. Realizó la subida al nivel menos cuatro del edificio cruzándose con algunos vecinos cuya palidez extrema indicaba su preocupación ante la situación.
Se movió con soltura desplazándose con rapidez. Aunque había calculado que el trayecto, a la Gran Plaza, sería más largo que de costumbre, estaba seguro que había salido con el tiempo adecuado. Antes de abandonar su habitación se había procurado un móvil y un diminuto auricular que colocó en su oído izquierdo, aparato encargado de transmitirle las órdenes pertinentes sobre su tarea.
Normalmente los Ejecutores como él, no conocían su trabajo hasta escasa horas, y a veces minutos, antes de realizarlo. Sólo se fijaba el momento y por lo general, era un holograma en el bólido espacial quien le informaba del nombre de la persona y los delitos por los que había sido condenado.
Se apresuró a coger una línea de metro. En el arcén, entre los escasos pasajeros presentes, destacaba la presencia de los uniformes verdes oliva de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Polisenado.
La rotura del campo electromagnético, provocado por la tormenta de meteoritos, hacía imposible que los vehículos oficiales despegasen de las bases y se demandaba a la población que trabajara desde casa o recurriera a los transportes públicos.
Acarició su vestimenta naranja que le uniformaba frente a la masa. La habitual para aquel día, el uniforme color mostaza, llamaría demasiado la atención y le hubiera puesto en una situación comprometida por parte de algún fanático contrario a la pena de muerte.
En la parada de Maizka Lominosa «primera lideresa de la revolución terrícola» su móvil le transmitió el nombre de la persona a la que tenía que ajusticiar.
Fue el único momento, de su vida, en el que se alegró de poder confundirse con la masa. No sólo la ropa le concedía el anonimato, si no que era consciente de que las cámaras, colocadas en miles de puntos invisibles de la estación, no estaban operativas.
Su corazón empezó a latir con un clamor insoportable. Sus manos se humedecieron. Su piel empezó a tornarse pálida. Se sujetó con tanta fuerza al asiento que casi le dolieron los nudillos.
Durante las cuatro paradas siguientes intentó relajar su respiración y calmar su angustia. El auricular continuó informando de los cargos por los qué había sido condenada. ¿Cómo era posible?, ¿ella? Por un momento tuvo su imagen delante, sus ratos de charla. ¿Ella? Compañera de trabajo, de formación en la Alta Academia. Habían compartido momentos de confidencias, entrenamientos, se sabían los mejores en su ramo, se desafiaban jugando a paralizar sus emociones, en acallar los estados emotivos de sus pieles, en aclarar sus pensamientos, en someter sus dudas. Habían reído. Incluso atrevidamente se habían acariciado.
El veredicto, traición al estado y ocultación de pruebas.
Entendió perfectamente lo qué esto implicaba. Era consciente de que una autocracia acaba por eliminar a todos aquellos que cuestionen su autoridad, aunque sea por un comportamiento inapropiado, en solitario, al escapar de la cotidianidad establecida por la Norma.
Tuvo claro que él sería el siguiente.
Se estaban divirtiendo por haberle destinado esta tarea.
El túnel, por el que estaban pasando, era largo y oscuro, aunque alguna luz centelleante entre sus muros indicaba la presencia de habitantes del inframundo. Conocía su existencia, los poderes fácticos necesitan la presencia de una casta sometida, carne de cañón a la que echar mano, para los trabajos más esclavos y con la que experimentar en esta era de debacle.
En un primer momento desechó la idea por absurda, aun siendo consciente de que su vida había dejado de ser importante.
Aquellas imágenes miserables se le aferraron a la mente como una obsesión. Aunque nadie librara a Mara de una muerte segura, podía evitar la inmediatez de la suya.
Tal vez era preferible vivir libre a seguir sometido.
En la siguiente parada, haciendo una finta, simulando que perdía el equilibrio, dejó caer su móvil en la bolsa de una señora que casi atropella con su gesto. El auricular como por descuido se estrelló contra las vías del metro y amparándose en la marea que salía de los vagones, la confusión y el despiste de los guardias aceitunados se perdió, con premura, por el interior de los túneles...
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