Stapelia Malodorant era una persona muy particular. No se podía decir que fuera una profesora al uso, si es que ese término se puede utilizar para una docente, pero rara, rara, lo era. Sobre todo por su particular forma de vestir. Anómala rayando en lo chabacano, pues superponía, con bastante mal gusto, diversas prendas de unos colores tan chillones y anticuados que su presencia terminaba por resultar dolorosa.
Lo más grave de este personaje era que olía a perros muertos, vamos, que apestaba. Se cuchicheaba, por los pasillos del instituto, que el origen de su problema era que se pasaba con el pachulí, las hierbas medicinales o cataplasmas que tenía a bien usar para sus múltiples dolencias, que le gustaba demasiado el tinto de garrafón, que no lavaba nunca la ropa o bien que, sencillamente, mantenía su cuerpo demasiado alejado de cualquier tipo y variedad de jabón.
Ningún cargo directivo se había atrevido, en los dieciséis años que llevaba Malodorant en aquel instituto, a llamarle la atención. Tarea difícil que una no desea ni a su peor enemigo, porque si la libertad de cátedra en un centro escolar es incuestionable, lo de vestir o acicalarse de una u otra manera, no deja de ser una elección personal.
No era extraño pues que, cuando Stapelia entraba en la sala de profesores, a la hora del recreo, lugar que no solía frecuentar con asiduidad, se produjera una huida masiva del resto de los compañeros, bien hacia la cafetería o hacia los departamentos, en un intento de salvarse de los múltiples efluvios que provenían de la susodicha.
La situación se agravaba con la llegada del invierno: las aulas cerradas al fresquito reparador de la sierra de Granada, la calefacción funcionando desde antes que el centro abriera sus puertas y, esos ropajes tras ropajes con los que la profesora encaraba las bajas temperaturas de la temporada, hacían que sus olores personales llegaran a superar los 58 grados de la escala aromatil.
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Que esa clase, aquel día, no se portara correctamente, era algo que reconoció el claustro, el consejo escolar, y hasta la propia inspección, pero que la situación hacía mucho que se les había ido de la manos a todos los implicados, fue algo que no tuvieron más remedio que admitir.
El asunto ocurrió con el grupo de 4B, uno de las más bravos; 17 chicos y 13 chicas con las hormonas reventonas a tope, bullangueros, mal encaraos, bastante juerguistas algunos, movidos a rabiar otros… Insoportables en grado sumo. Para más inri entre todos juntaban, y hasta por repetido, todas las siglas de los habituales diagnósticos del alumnado de educación especial, que se puedan encontrar en un centro.
Era una mañana de diciembre, el 17 para ser más exactos, las vacaciones cercanas, un frío del carajo en el exterior y en el interior una temperatura agradable, incluso excesivamente caldeada.
La chavalería salía del gimnasio donde el profesor de Educación física, les había metido una caña increíble y les había hecho sudar como locos. Cuando llegaron a clase, soltaron mochilas y se despojaron de chaquetas y jerséis; el aula se fue inundando de los olores de aquellos treinta cuerpecillos y cuerpazos que no habían pasado precisamente por las duchas. Nunca había tiempo para aquel menester.
Las risas, las juergas, los tropezones y la vitalidad desbordante, hicieron que no se percataran de que la persona que les esperaba a última hora de aquel viernes, fuera la única profesora que quedaba de guardia, la señora Malodorant.
Ella, por el contrario, no se despejó de sus ropajes, que no solo la protegían del frío y la ocultaban de los demás, sino que incluso ante el nulo recibimiento que experimentó por parte del alumnado, se arrebujó aun más entre tanta tela, si es que aquello era posible.
En breves minutos el ambiente del aula se hizo irrespirable y hasta las ventanas empezaron a empañarse del vaporcillo reinante.
Doña Stapelia, invisible ante aquella muchedumbre pataleona y risueña, que obviaba con descaro su presencia, se quedó no solo sin habla, sino también alucinada y demudada.
La clase de 4B, estaba acostumbrada a tener a esa hora al bueno de don Francisco, que se contentaba con dejarles leer cada uno a su antojo, mientras se calmaban los ánimos y el griterío.
Cuando la profesora aclaró su garganta pretendiendo carraspear en un intento de llamar la atención a dicha jauría, su pituitaria comenzó a dilatarse ante aquella extraña confusión de olores. Cerró los ojos para identificar, y a la vez ahuyentar, cada una de las ráfagas aromáticas que le llegaban de diferentes rincones del aula: calcetines sudados, ropa húmeda, axilas peludas, pies sucios, colonia barata, aftershave, Nenuco, champú de coco, desinfectante, ambientador, alcanfor, mentol, árnica…
De repente experimentó la tremenda sensación de que, por un instante, su cerebro empezaba a fragmentarse, ¿cómo era posible oler tanto en tan poco espacio y en tan poco tiempo?
Su tez se descompuso en breves segundos: de una lividez extrema, cercana al blanco mate, pasó a un morado peligroso, regresando de nuevo a la palidez más absoluta.
El alarido iracundo y desesperado que brotó de sus pulmones, consiguió por fin abrir su garganta y salir así del tremendo impasse que acababa de sufrir.
La clase, aterrorizada, guardó silencio y como un solo individuo empezó a sentarse.
En ese momento fue cuando Stapelia empezó a hablar, aunque solo pudo emitir cuatro extrañas frases entrecortadas… ¡Qué peste huele! ¡Qué peste! ¡Qué pest…! ¡Qué pe…!
Cuando la delegada de clase envió a un compañero a pedir auxilio al equipo directivo y, se apresuró a abrir de par en par la ventana más próxima a la mesa de la profesora, Stapelia* Malodorant, lloraba a moco tendido.
Con gran pesar fue consciente, por primera vez en mucho tiempo, de su propio olor a vieja, sucia, desaliñada, repulsiva, y sobre todo, su propio olor a vergüenza, tristeza y soledad.
*Stapelia: nombre de flor que emite un hedor a estiércol y a carne podrida.
Teresa Flores
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